Colleen McCullough - Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores.
Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio.
Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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Las emociones se habían perseguido una tras otra en el rostro de Cesarión: asombro, dolor, reflexión, furia, tristeza, comprensión. Pero no desconcierto o confusión.

– Lo comprendo -dijo con voz pausada-. Lo comprendo, y no te puedo culpar.

– Eres el hijo del divino César y, por todo lo que me han dicho has heredado su brillantez intelectual. Lamento que nunca veré si también has heredado su genio militar, pero tengo algunos muy buenos generales y no temo al rey de los partos, con quien pienso establecer la paz y no atacar. Uno de los pilares de mi gobierno será la paz. La guerra es la más inútil de las actividades humanas, un desperdicio de vidas y dinero, y no permitiré que las regiones romanas dicten cómo ha de ser Roma o quién la gobierne.

Ahora él hablaba, comprendió Cesarión, con el fin de posponer la ejecución de una ejecución.

«¡Oh, mamá! ¿Por qué no confiaste en mí? ¿No sabías lo que el auténtico hijo romano de César acaba de decirme? Sin duda, Antonio lo sabía, pero Antonio era un títere. No porque lo drogases o por el vino, sino porque te amaba. Tendrías que habérmelo dicho. Pero de nuevo quizá no lo viste, y Antonio también quizá estuvo demasiado ocupado demostrándose digno de tu amor como para considerar importante mi situación.»

Cesarión cerró los ojos y se obligó a sí mismo a pensar, a aplicar su formidable intelecto a su situación. ¿Había una mínima posibilidad de escapatoria? Sintió el vientre vacío de esperanza y exhaló un suspiro. No, no había ninguna posibilidad de escapatoria. Lo más que podía hacer era intentar poner trabas a la decisión de Octavio de matarlo, salir de la tienda y gritar a pleno pulmón que era el hijo de César. ¡No tenía nada de particular que Tauro lo hubiese mirado de una manera desorbitada! Pero ¿era eso lo que su padre hubiese querido de su hijo no romano? Sabía la respuesta y suspiró de nuevo. Octavio era el verdadero hijo de César por voluntad propia y dictado de César, sin ninguna otra mención a su hijo en Egipto. Cuando todo estuvo hecho, lo que César había valorado más que nada en su vida era la dignitas. Dignitas! La principal de todas las cualidades romanas, la participación personal en los logros y los triunfos y en la fuerza de un hombre. Incluso en sus últimos momentos, César había mantenido su dignitas intacta; en lugar de continuar luchando había utilizado aquella mínima fracción de tiempo que le quedaba para ponerse un pliegue de la toga por encima del rostro y otro por debajo de las rodillas. De forma tal que Bruto, Casio y el resto no viesen la expresión de su rostro moribundo o atisbasen sus genitales.

«Sí -pensó Cesarión-, yo también preservaré mi dignitas. Moriré siendo mi propio dueño, mi rostro y mis genitales cubiertos. Seré digno de mi padre.»

– ¿Cuándo moriré? -preguntó Cesarión con la voz calma.

– Ahora, dentro de esta tienda. Tengo que hacer el trabajo yo mismo, porque no confío en nadie más para que lo haga. Si mi falta de experiencia hace tu muerte más dolorosa, lo siento.

– Mi padre dijo: «Que sea súbita.» Mientras tengas eso en mente, César Octavio, me daré por satisfecho.

– No puedo decapitarte. -Octavio estaba muy pálido, las fosas nasales dilatadas mientras intentaba controlar su boca. Le dedicó una sonrisa retorcida-. No tengo tanta fuerza muscular, ni tampoco tanto acero. Tampoco deseo ver tu rostro. Thyrso, dame esa tela y aquella cuerda.

– Entonces, ¿cómo? -preguntó Cesarión, de pie.

– Una espada por debajo de tus costillas hasta tu corazón. No intentes correr, no cambiará tu destino.

– Eso ya lo sé. Más público, pero mucho más engorroso. Sin embargo, correré a menos que aceptes mis condiciones.

– Nómbralas.

– Que seas amable con mi madre.

– Seré amable.

– ¿Y con mis hermanos pequeños y mi hermana?

– No se les tocará ni un pelo de sus cabezas.

– ¿Tengo tu palabra?

– La tienes.

– Entonces estoy preparado.

Octavio tapó la cabeza de Cesarión con la tela y anudó la cuerda alrededor de su cuello para mantener en su sitio la improvisada capucha. Thyrso le alcanzó una espada; Octavio probó el filo y lo encontró afilado como una navaja. Entonces miró el suelo de tierra de la tienda, frunció el entrecejo y le hizo un gesto a Epafrodito, que estaba blanco como una sábana.

– Échame una mano, Dito.

Octavio sujetó el brazo de Cesarión.

– Muévete con nosotros -dijo, y miró la tela blanca-. ¡Qué valiente eres! Tu respiración es profunda y firme.

Una voz que podía haber sido la de Marco Antonio salió de debajo de la capucha.

– ¡Deja de charlar y acaba con esto, Octavio!

Cuatro pasos más allá había una alfombra persa de color rojo brillante; Epafrodito y Octavio hicieron que Cesarión se Parase sobre ella; ya no podía haber más demoras. «¡Acaba con esto, Octavio, acaba con esto!» Colocó la espada y la clavó por debajo y hacia arriba en un rápido movimiento con más fuerza de la que hubiese creído tener; Cesarión exhaló un suspiro y cayó de rodillas, Octavio lo siguió, con las manos alrededor de la empuñadura de marfil porque no podía soltarla.

– ¿Está muerto? -preguntó, con la cabeza torcida para mirar hacia arriba-. ¡No, no! ¡No descubras su cara, hagas lo que hagas!

– La arteria, en su cuello, no late, César -dijo Thyrso.

– Entonces lo hice bien. Envuélvelo en la alfombra.

– Suelta la espada, César.

Lo sacudió un temblor; sus dedos se relajaron, y por fin soltó la empuñadura.

– Ayúdame a levantarme.

Thyrso había envuelto el cadáver en la alfombra, pero era tan largo que sobresalían los pies. Pies grandes como los de César.

Octavio se desplomó sobre la silla más cercana y se sentó con la cabeza entre las rodillas, jadeante.

– ¡Oh, no quería hacerlo!

– Tenía que hacerse -dijo Proculeio-. ¿Ahora qué?

– Llama a seis no combatientes con palas. Pueden cavar su tumba aquí mismo.

– ¿Dentro de la tienda? -preguntó Thyrso, que parecía a plinto de vomitar.

– ¿Por qué no? ¡Venga, en marcha, Dito! No quiero tener que pasar la noche aquí, y no puedo dar órdenes hasta que el chico esté enterrado. ¿Tiene un anillo?

Thyrso se metió debajo de la alfombra y salió con él.

Lo tomó con una mano -bien, bien, no temblaba- y lo miró.

Aquello que los egipcios llamaban uraeus estaba tallado en el sello, una cobra erguida. La piedra era una esmeralda, y en su borde había algo en jeroglíficos: un pájaro, un ojo del que caía una lágrima, unas líneas onduladas, otro pájaro. Bien, tendría que servir. Si debía mostrarlo como prueba del destino de Cesarión, serviría. Lo guardó en su bolsa.

Una hora más tarde, las legiones y la caballería marchaban de nuevo, aunque no muy lejos, por la carretera de Alejandría; Octavio había decidido acampar durante unos días para que Cleopatra creyese que su hijo había escapado, que iba camino de la India. Detrás de ellos, en el lugar donde la tienda había estado por tan poco tiempo, había un trozo de tierra alisada y bien apisonada; debajo, a seis cúbitos de profundidad, yacía el cuerpo de Ptolomeo XV, faraón de Egipto y rey de Alejandría, envuelto en una alfombra empapada con su sangre.

«Lo que da vueltas, vuelve», pensó Octavio aquella noche en la misma tienda pero en otro suelo, sin preocuparse por la victoria de Antonio sobre sus tropas avanzadas. «Aquella mujer» ya tenía una leyenda, y parte de ella era que había entrado envuelta en una alfombra de contrabando para ver a César. Según éste, era una vulgar estera de juncos, pero los historiadores la habían convertido en una alfombra de primera calidad. En aquellos momentos todo había terminado con sus esperanzas y sueños de nuevo dentro de una alfombra. «Ahora por fin puedo relajarme. Mi mayor amenaza ha desaparecido para siempre. Sin embargo, debo admitir que murió bien.»

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