Colleen McCullough - Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores.
Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio.
Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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– Debemos alcanzarlo -dijo Praxis con un suspiro.

«¡Brrr! ¡Brrr!» Y los dos hombres salieron en persecución de Cesarión, que desapareció rápidamente.

No muchas millas más adelante, y en el momento en que sus guardias estaban acortando la brecha entre ellos, Cesarión vio al ejército de Octavio. Frenó al camello y redujo su paso a un avance lento, y después se apartó de la vía. Nadie se fijo en él; las tropas y los oficiales estaban muy entretenidos con sus cantos porque sabían que la marcha de mil millas estaba casi a punto de acabar y los esperaba un buen campamento: buena comida legionaria, muchachas alejandrinas dispuestas a darse voluntaria o involuntariamente, sin duda, montañas de objetos de oro que nadie podía rechazar.

Uno-dos, uno-dos, ¡Antonio, lo hemos hecho por ti! Tres-cuatro, tres-cuatro, ¡estamos llamando a tu puerta! Cinco-seis, cinco-seis, ¡Antonio no cuenta! Siete-ocho, siete-ocho, ¡Antonio, haz frente a tu destino! Nueve-diez, nueve-diez, ¡hemos estado allí y vuelta! ¡César, César!

¡Hombres o mujeres, un salido!

¡Alejandría!

¡Alejandría!

Ale-jan-dría.

Fascinado, Cesarión vio cómo los soldados variaban sus palabras para mantener el ritmo de aquella rígida marcha; luego, mientras se movía lentamente a lo largo de la columna, comprendió que cada cohorte tenía su propia canción, y que cualquier soldado con buena voz y mente despierta inventaba nuevas palabras para cantar entre los estribillos. Él había visto al ejército de Antonio, tanto allí en Egipto, como en Antioquía, pero sus tropas nunca habían cantado canciones de marcha. Probablemente, porque no estaban de marcha, pensó. Aquello lo estimuló, a pesar de que las letras contenían palabras que no eran muy halagadoras para su madre: bruja puta, cerda, vaca, Reina de las Bestias, puta de los sacerdotes.

¡Ah! Allí estaba el vexillium proponere escarlata del general, su astil sujeto en un tubo por un hombre que llevaba una piel de león; cuando el general montara su tienda, ondearía en el exterior. ¡Por fin, Octavio! Como el resto de sus legados, marchaba y vestía con un sencillo sobreveste de cuero marrón. El cabello rubio lo distinguía incluso de no haberlo hecho el estandarte escarlata. ¡Tan pequeño! No medía más de un metro y medio de estatura, pensó Cesarión, asombrado. Delgado, bronceado, hermoso de rostro pero no afeminado, sus pequeñas y feas mano se movían al tiempo de la canción que lo precedía.

– ¡César Octavio! -llamó, y se quitó la capucha-. ¡César Octavio, he venido a negociar!

Octavio se detuvo en seco, lo que motivó que también se detuviera la mitad de ese ejército detrás de él mientras aquellos que iban a la vanguardia continuaban hasta que un legado menor montado a caballo se adelantó para advertirles que esperaran.

Por un asombroso momento, Octavio creyó de verdad que miraba a Divus Julius como debía de haber sido Divus Julius caso de materializarse como un griego. Luego, sus ojos atónitos se fijaron en la lana marrón del disfraz, en la juventud de las facciones de Divus Julius y comprendió que aquél era Cesarión. El hijo de Cleopatra por su divino padre. Ptolomeo XV César de Egipto.

Dos hombres mayores montados en camello se acercaban; de pronto. Octavio se volvió hasta Estatilio Tauro.

– ¡Captúralos y tapa la cabeza del muchacho con la capucha, Tauro! ¡Ahora!

Mientras el ejército se quitaba las cargas de las espaldas y los hombros acostumbrados desde hacía mucho al peso y los grupos iban a buscar agua al cercano lago Mareotis, montaron a toda prisa la tienda de mando de Octavio. No había manera de evitar la presencia de sus generales en la próxima entrevista, al menos al principio; Messala Corvino y Estatilio Tauro habían visto la desnuda cabeza dorada, la manifestación del fantasma de Divus Julius.

– Llévate a aquellos dos y mátalos ahora mismo -le ordenó a Tauro-, luego vuelve a mí. Que nadie hable con ellos antes de morir, quédate allí hasta que los ejecuten, ¿está claro?

Con Octavio viajaban tres hombres, por elección más que por cualquier virtud militar, de las cuales carecían. Uno era un noble y los otros dos sus propios libertos: Cayo Proculeio, que era hermanastro del cuñado de Mecenas, Varro Murena, un hombre famoso por su erudición y agradable naturaleza, y Cayo Julio Thyrso y Cayo Julio Epafrodito, que habían sido esclavos de Octavio y le habían servido tan bien que a su manumisión él no sólo los había tomado a su servicio, sino que, además, confiaba en ellos. Porque, para alguien como Octavio, la compañía incesante de militares como sus legados superiores a lo largo de meses lo hubiesen vuelto loco. De aquí Proculeio, Thyrso y Epafrodito. Como todos los generales de Octavio desde Sabino hasta Calvino y Corvino comprendían que su amo era un excéntrico, a nadie le resultaba ofensivo o desconcertante descubrir que Octavio, en las campañas, acostumbraba a cenar solo: es decir, con Proculeio, Thyrso y Epafrodito.

La sorpresa que Octavio había sufrido no tardó en desvanecerse por muchas razones, la primera y principal: que había encontrado el tesoro de los Ptolomeo gracias a seguir el bosquejo de su paradero que había dejado su divino padre al pie de la letra. Un ejercicio que realizó con sus dos libertos; ningún noble romano vería nunca lo que había en centenares de pequeños cuartos a cada lado de aquella conejera de túneles que comenzaba en el recinto de Ptah y al que se llegaba apretando un cartucho y descendiendo a las entrañas oscuras. Después de errar como un esclavo admitido en los Campos Elíseos durante varias horas, había reunido a sus «mulas» -egipcios con los ojos vendados hasta estar bien adentro de los túneles- para retirar lo que Octavio consideraba que iba a necesitar para devolverle a Roma su esplendor: sobre todo, oro, junto con algunos bloques de lapislázuli, cristal de roca y alabastro para que los escultores hiciesen maravillosas obras de arte que adornarían los templos y los lugares públicos de Roma. De nuevo en el exterior, su propia cohorte de tropas mató a los egipcios y se hizo cargo de la caravana que ya estaba de camino a Pelosium y, a continuación, a casa. Los soldados quizá adivinaban el contenido de las cajas por el peso, pero nadie las abriría, porque cada una llevaba el sello de la esfinge.

La carga que había caído de la espalda de Octavio ante la visión de más riqueza de lo que había soñado que podía existir lo había dejado tan entusiasmado, tan libre y despreocupado que sus legados no alcanzaban a entender qué había en Menfis que pudiese cambiarlo tanto. Cantaba, silbaba, casi saltaba de alegría mientras el ejército marchaba por la vía hacia la guarida de la Reina de las Bestias, a Alejandría. Por supuesto, con el tiempo entenderían qué debía de haber pasado en Menfis, pero Para entonces ellos -y todo el oro- estarían de nuevo en Roma, y no tendrían ya ninguna oportunidad de meterse algún Pequeño objeto en los senos de sus togas.

Así pues, cuando Cesarión lo llamó a menos de cinco millas del hipódromo, todavía a las afueras de Alejandría, él aún no había acabado de perfilar su estrategia. El oro estaba de camino a Roma, ¿pero qué iba a hacer con Egipto y su familia real? ¿Con Marco Antonio? ¿Cuál sería la mejor manera de resguardar el tesoro de los Ptolomeo? ¿Cuántos sabían cómo acceder a él? ¿A quién de sus futuros aliados se lo había dicho Cleopatra, desde el rey de los partos hasta Artavasdes de Armenia? ¡Oh, maldito fuera el muchacho por aquella inesperada y no anunciada aparición! ¡A la vista de todo su ejército!

Cuando regresó Estatilio Tauro, Octavio le hizo un gesto.

– Hazlo entrar, Tito, tú mismo.

Él entró con la cabeza todavía cubierta, pero rápidamente se quitó la capa para mostrarse con su túnica de cuero sencillo. ¡Tan alto! Más alto incluso que Divus Julius. Los generales de Octavio contuvieron el aliento, se tambalearon.

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