Colleen McCullough - Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores.
Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio.
Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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– ¿Asesinaste al hijo de César?

– Con pesar, pero sí. Era mi primo, tengo la culpa de sangre. Pero estoy preparado para vivir con las pesadillas.

Su cuerpo se retorció, se estremeció.

– ¿Es el placer de presenciar mi dolor lo que te hace decirme estas cosas? ¿O es política?

– Política, por supuesto. En carne eres un maldito incordio para mí, Reina de las Bestias. Tienes que morir, excepto que no veo la manera de no tener nada que ver con tu muerte; es muy difícil.

– ¿No me quieres para tu triunfo?

Edepol! ¡No! Si parecieses una amazona te haría desfilar alegremente, pero no con el aspecto de un gatito desnutrido.

– ¿Qué hay de los otros jóvenes? ¿Antillo? ¿Curio?

– Muertos, junto con Canidio, Casio Parmensis y Décimo Turullio. Perdoné a Cinna; no es nada.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¿Qué hay de los hijos de Antonio? -susurró ella.

– Están bien. No han sufrido daño alguno. Echan de menos a su madre, a su padre, a su hermano mayor. Les dije que estáis todos muertos; que lloren ahora, cuando es oportuno. -Su mirada pasó a una estatua de César Divus Julius vestido como faraón egipcio muy peculiar-. Tú sabes que no disfruto con esto. No me produce ninguna alegría causarte tanto sufrimiento. Pero lo hago de todas maneras. ¡Soy el heredero de César! Pretendo gobernar el mundo de un extremo al otro y de un lado al otro del Mare Nostrum. No como un rey o siquiera como un dictador, sino como un simple senador dotado con todo el poder de los tribunos de la plebe. ¡Todo correcto! Hace falta un romano para que gobierne el mundo como debe ser gobernado. Alguien que no disfrute del poder, sino del trabajo.

– El poder es la prerrogativa del gobernante -señaló ella sin comprender.

– ¡Tonterías! El poder es como el dinero, una herramienta. Vosotros sois los locos, los autócratas orientales. Ninguno de vosotros ama la tarea, el trabajo.

– Tomarás Egipto.

– Naturalmente. Aunque no como una provincia llena de romanos. Necesito controlar correctamente el tesoro de los Ptolomeo. Con el tiempo, la gente de Egipto (en Alejandría, el Delta y a lo largo del Nilo) llegará a pensar en mí como piensan en ti. Administraré Egipto mejor que tú. Tú maltrataste esta hermosa tierra de abundancia con la guerra y la ambición personal, gastaste dinero en barcos y soldados en la errónea creencia de que el número siempre gana. Lo que gana es el trabajo, además, como diría Divus Julius, de la organización.

– ¡Qué presumidos sois los romanos! ¿Tú matarás a mis hijos?

– ¡No! En cambio, los haré romanos. Cuando zarpe para Roma vendrán conmigo. Mi hermana Octavia los criará. ¡La más adorable y dulce de las mujeres! Nunca podré perdonar a aquel palurdo de Antonio por herirla.

– Vete -dijo ella, y le volvió la espalda.

Él se preparaba para marcharse cuando ella habló de nuevo.

– Dime, Octavio, ¿sería posible enviar a buscar algunas frutas del campo?

– No si les piensas añadir veneno -respondió él con viveza-. Haré que cada pieza sea probada por tus propias doncellas en el lugar que indique con mi dedo. Yo seré el culpable si hay el más mínimo indicio de que mueres envenenada. ¡No se te ocurra ninguna idea grandiosa! Si intentas que parezca que yo te asesino, estrangularé a tus tres hijos. ¡Lo digo de verdad! Si me culpan por tu muerte, ¿qué importa si asesino a tus hijos? -Pensó en alguna otra cosa y añadió-: Ni siquiera son unos niños muy bellos.

– Nada de veneno -dijo ella-. He encontrado la manera de morir que te absuelva de toda culpa. Quedará claro para todo el mundo que escogí la manera yo misma, por mi propia voluntad, moriré como faraón de Egipto, con toda dignidad y corrección.

– Entonces puedes enviar a que te traigan tu fruta.

– Una cosa más.

– ¿Sí?

– Comeré este fruto especial en mi tumba. Podrás inspeccionar cómo fue mi muerte después de que se haya producido. Pero insisto en que dejes a los sacerdotes embalsamadores que acaben su trabajo con Antonio y conmigo. Luego manda sellar la tumba. Si tú mismo no estás en Egipto, debe hacerlo la persona delegada por ti.

– Como quieras.

El busto de Cesarión llenaba sus ojos; no más lágrimas, se había acabado el tiempo para ellas. «¡Mi hermoso, hermoso muchacho! Qué parecido eras a tu padre, y, sin embargo, qué poco tenías de él. Me engañaste con tanta astucia que no sospeché de tus intenciones. ¿Confiar en Octavio? Eras demasiado ingenuo para ver la amenaza que representabas para él, demasiado poco romano. Ahora yaces en una fosa sin marcar, sin una tumba a tu alrededor, sin una barca para navegar por el Río de la Noche, sin comida ni bebida, sin una cama cómoda. Aunque creo que puedo perdonárselo todo a Octavio excepto la alfombra: una artera broma. Lo que él no sabe es que su venganza te dio un sarcófago, suficiente para contener tu Ka por un tiempo.»

– Llamad a Cha'em -dijo cuando Iras y Charmian entraron.

Él siempre había tenido el aspecto intemporal de un sacerdote de Ptah, aquel jefe de la orden exilado de su recinto para servir al faraón, pero en esos días tenía el aspecto de una momia.

– No necesito decirte que Cesarión está muerto.

– No, hija de Ra. El día que tú me preguntaste, yo ya sabía que no viviría más allá de su decimoctavo cumpleaños.

– Lo envolvieron y lo enterraron junto a la carretera de Menfis; allí debe de haber algunas señales donde se detuvo el ejercito. Por supuesto, ahora regresarás al recinto de Ptah y te ocuparás de cargar tus carros, burros y carretillas. Encuéntralo, Cha'eni, y ocúltalo dentro de la momia de un toro. Ellos no te retendrán mucho tiempo si es que te detienen. Llévalo a Menfis para un entierro secreto. Aún derrotaremos a Octavio. Cuando esté en el Reino de los Muertos, debo ver a mi hijo en toda su gloria.

– Así se hará -dijo Cha'em.

Charmian e Iras lloraban; Cleopatra las dejó llorar, y después las mandó callar.

– ¡Callaos! Se acerca el momento y necesito que se hagan ciertas cosas. Que Apolodoro mande a buscar una cesta de higos sagrados. Completa. ¿Lo habéis comprendido?

– Sí, majestad -susurró Iras.

– ¿Qué prendas vestirás? -preguntó Charmian.

– La doble corona. Mi mejor collar, faja y brazaletes. El vestido blanco plisado con la chaqueta recamada que vestí para César años atrás. Nada de zapatos. Alheña en mis manos y pies. Dáselo todo a los sacerdotes para el día cuando me pongan en mi sarcófago. Ya tienen la armadura de mi amado Antonio, la que vistió cuando coronó a mis hijos.

– ¿Los niños? -preguntó Iras al recordarlos-. ¿Qué pasa con ellos?

– Marchan a Roma para vivir con Octavia. No la envidio.

Charmian sonrió entre lágrimas.

– ¡No cuando se trata de Filadelfo! ¿Me pregunto si habrá pateado las espinillas de Octavio?

– Es probable.

– ¡Oh, señora! -gritó Charmian-. ¡Nunca había imaginado que esto terminara de esta manera!

– No lo hubiese hecho de no haberme encontrado con Octavio. La sangre de Cayo Julio César es muy fuerte. Ahora, dejadme.

«Se supone -pensó Cleopatra mientras caminaba por la habitación, la mirada puesta en el busto de Cesarión- que uno debe pensar durante toda su vida en este momento, pero no quiero hacerlo. Sólo quiero pensar en Cesarión, en su suave cabeza dorada contra mi pecho mientras bebía mi leche con grandes y largos tragos. Cesarión jugando con su caballo de Troya de madera; sabía el nombre de cada uno de los cincuenta muñecos de su vientre. Cesarión decidido a tener sus títulos como faraón. Cesarión levantando los brazos a su padre. Cesarión riéndose con Antonia. Siempre y para siempre, Cesarión. Oh, me alegro de que se acabe. No puedo soportar seguir caminando por este valle de lágrimas ni un momento más. Los errores, los pesares, las sorpresas, las luchas. La viudez. ¿Todo para qué? Un hijo que no comprendí, dos hombres que no comprendí. Sí, la vida es un valle de lágrimas. Estoy tan agradecida por la oportunidad de abandonarla con mis condiciones.»

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