Sabedor de que su dinero estaba depositado en el Banco de Inglaterra, Alexander se revolvió nerviosamente en su asiento. Charles Dewy era, claramente, uno más de aquella raza naciente, el patriota australiano fastidiado con Inglaterra.
– Mi socio es chino -dijo Alexander- y pienso tenerlo a mi lado en las buenas y en las malas. Cuando estuve en China, descubrí que los chinos comparten algunas cualidades con los escoceses: esa capacidad para el trabajo, y también, la frugalidad. En lo que superan ampliamente a los escoceses es en su carácter alegre, los chinos ríen mucho. ¡Uf! Los escoceses, en cambio, ¡son hoscos, hoscos, hoscos!
– Eres un tanto cínico cuando hablas de tu propia gente, Alexander.
– Me sobran motivos para serlo.
– Tengo la sensación, Connie -dijo Charles a su esposa mientras le cepillaba la larga cabellera-, de que Alexander Kinross es uno de esos seres extraordinarios que nunca se equivocan.
La respuesta de Constance fue un estremecimiento.
– ¡Oh, querido! ¿No hay una frase hecha que dice: «Llévate lo que quieras, y lo pagarás»?
– No la conocía. ¿Quieres decir que cuanto más dinero gane, más alto será el precio espiritual que tendrá que pagar?
– Sí. Gracias, querido, ya está bien -repuso ella, y se dio la vuelta para mirarlo a la cara-. No digo que me disguste, en absoluto; pero siento que hay muchos pensamientos oscuros rondando en su mente. Tienen que ver con cuestiones personales. En las cuestiones personales está su debilidad, porque él supone que en ellas puede aplicar la misma lógica que en los negocios.
– Te estás acordando de que dijo que ya había escogido una esposa.
– Exactamente. Una forma extraña de decirlo. Como si no se hubiera a tomado el trabajo de pedirle opinión a ella -dijo la señora Dewy, mordisqueándose una uña-. Si no fuera rico, todo sería más fácil, pero los hombres ricos son muy codiciados como esposos.
– ¿Tú te casaste conmigo por mi dinero? -preguntó Charles, sonriendo.
– Eso es lo que piensa todo el mundo, pero tú sabes muy bien que no fue así, farsante -replicó, y sus ojos se dulcificaron-. Eras tan divertido, tan parsimonioso, y al mismo tiempo tan eficiente… Y me encantaba la forma en que tus patillas me hacían cosquillas en las piernas…
Charles dejó el cepillo sobre el tocador.
– Vamos a la cama, Constance.
En busca de una veta y de una novia
Después de haber descubierto oro de placer en el río Kinross, Alexander finalmente regresó a Hill End, a la habitación Azul de Costevan's.
Ruby lo recibió con serenidad pero cálidamente; es decir, le mostraba que era muy bienvenido, como cualquier viejo amigo, pero a la vez le indicaba que las posibilidades de que se metiera en su cama azul eran… en fin, más bien escasas. La movía el orgullo. La verdad era que Ruby siempre había ansiado estar con él, sobre todo ahora que Sung y Lee también se habían ido. Las cinco muchachas que habían trabajado para Ruby hasta hacía un año se habían marchado, por el desgaste natural que provocaban las enfermedades, la desilusión y el descontento, y habían sido reemplazadas por cinco nuevas.
– Debería decir caras nuevas, pero la verdad es que parece que vinieran de la guerra -dijo Ruby, un tanto cansada, mientras servía el té a Alexander-. ¡Estoy agotada! Cuando la cantina está llena, ni siquiera recuerdo quién es Paula y quién Petronella. ¡Petronella! ¡Por favor! Parece el nombre de algo que te frotas para espantar los mosquitos.
– Eso es la citronela -respondió él quedamente. Hurgó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre-. Aquí está tu parte de las ganancias hasta ahora.
– ¡Por Dios! -exclamó mirando fijamente el cheque-. ¿Qué clase de porcentaje representan diez mil libras esterlinas?
– El diez por ciento de mi parte. Sung utilizó la suya para comprar una concesión de ciento treinta hectáreas en la cima de la montaña, a unos seis kilómetros del pueblo, donde construirá una ciudad pagoda en miniatura. Será toda de cerámica vidriada, ladrillos de hermosos colores, y aleros y torres escalonadas. Me proporcionó cien culis para que me construyan un muro de escombros y roca en la salida de un valle que sería perfecto para una represa. Cuando terminen, subirán a la cima de mi montaña para desviar una parte del río, que no está contaminada, hacia la represa. Y después, pasarán a formar parte de la mano de obra íntegramente compuesta por chinos que construirá mi ferrocarril. Con salarios de blancos, debo aclarar. Sí, Sung está más feliz que el emperador de la China.
– ¡Mi querido Sung! -suspiró ella-. Ahora comprendo por que Sam Wong está tan nervioso. Puedo arreglármelas perfectamente sin Paula, Petronella y las demás, pero no sin Sam y Chan Hoi. Están murmurando algo acerca de volverse a China.
– Es que son ricos. Sung registra los reclamos por ellos, como lo haría cualquier hermano o primo -dijo Alexander con picardía, mirándola con los ojos entrecerrados-. En el yacimiento Kinross los chinos están al mismo nivel que todos y se les trata como es debido.
– Sabes perfectamente, Alexander, que Sam no es el hermano de Sung, ni Chang es su primo. Son sus siervos o sus vasallos, o como quiera que sea la palabra china para decir esclavos libres que todavía están a sus órdenes.
– Sí, por supuesto. Lo sé. De todos modos, entiendo por qué Sung siguió adelante con la farsa. Es un señor feudal del norte que se atiene a su forma de vestir y a sus costumbres y exige que su pueblo haga lo mismo. Los chinos que se volvieron británicos no lo quieren.
– Puede ser, pero no creas que Sung no tiene poder sobre los chinos que se cortan la coleta y se ponen camisas almidonadas. El enemigo común es el hombre blanco. -Ruby sacó un cigarro de su pitillera de oro-. No has hecho ningún favor a los chinos asociándote con ellos y tratándolos como si fueran hombres blancos.
– Podía confiar en su silencio, lo cual me dio seis meses de ventaja -dijo Alexander sacudiendo el cheque-. Esta suma se la debemos, en gran parte, al control que Sung tiene sobre su gente. El secreto no salió a la luz hasta que no registré todos nuestros reclamos.
– Y ahora tienes diez mil personas en un pueblo que es una tienda de campaña.
– Exactamente. Pero ya he tomado medidas para controlarlo. Pasarán muchos años antes de que Kinross sea una ciudad hermosa, pero ya tengo planeado cómo será. Subdividí mi terreno otorgando la cantidad de tierras necesaria para la ciudad y para las entidades gubernamentales, y traje seis buenos policías. Los elegí uno por uno, y ya saben que no pueden ensañarse con los chinos. También contraté a un inspector de salud cuyo único trabajo, por el momento, es asegurarse de que los pozos ciegos se excaven en un sitio en el que no contaminen las aguas subterráneas. No quiero que las epidemias de fiebre tifoidea acaben con los habitantes de Kinross. Hay una suerte de camino que lleva a Bathurst (al menos sirve para que pase un Cobb & Co) y otro que va a Lithgow. Las calabazas se están vendiendo a una libra cada una, las zanahorias a una libra el medio kilo, los huevos a un chelín rada uno, pero eso no durará para siempre. Lo bueno es que no estamos atravesando un período de sequía y para cuando lo estemos, la represa estará llena.
Sus ojos verdes lo estudiaban con una mezcla de exasperación y diversión. Lanzó una risotada.
– ¡Eres único Alexander! Cualquier otro hombre en tu lugar hubiera saqueado el lugar y se habría marchado. Pero tú no. Lo que sigue siendo un misterio es por qué decidiste llamar Kinross a tu ciudad. El nombre que le corresponde es Alejandría.
– Veo que has estado leyendo.
– Ya soy una experta en Alejandro Magno.
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