Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Caramba, caramba-dijo Alexander, circunspecto.

– ¿En qué zona compró?

Alexander desplegó el mapa oficial que le habían entregado en el departamento de Tierras. Dewy dejó el vaso, se puso unas gafas, y se acercó a curiosear por encima del hombro de Alexander. El hombre olía bien, comprobó, el cuero de su chaqueta despedía un aroma agradable, y al sujeto que la vestía le gustaba asear su cuerpo. La mano, una mano limpia, de forma armoniosa y dedos largos, señaló el borde del límite oriental de Dunleigh.

– Yo despejé parte de esas tierras cuando todavía era un niño -dijo Dewy, volviendo a su sillón-. Antes de que nadie soñara siquiera con la posibilidad de encontrar oro allí. Y creo que nunca más me preocupé por volver. Esas montañas son inhóspitas, así que no se puede llevar al ganado a pastorear. Los animales se internan en la espesura y desaparecen. Ahora usted me dice que el arroyo está repleto de oro de aluvión. Eso significa un yacimiento declarado oficialmente, una ciudad de casuchas hediondas, y toda la atrocidad de una caterva de seres humanos que sólo tienen en común la codicia.

– También compré cuatro mil hectáreas de la cima de la montaña en subasta -continuó Alexander, sirviéndose un poco más de té-. Construiré una casa allí arriba para mantenerme alejado, como dice usted, de la atrocidad. -Se inclinó hacia delante, con expresión seria-. Señor Dewy, no quisiera que usted fuera mi enemigo. Tengo conocimientos de geología y soy mecánico, así que aunque lo parezca, no estaba loco cuando pagué cinco mil libras esterlinas por una montaña inútil que llamé monte Kinross. Y si surge una ciudad en torno al yacimiento también se llamará Kinross.

– Es un nombre poco común -comentó Dewy.

– Es mío, y sólo mío. Si todo sucediera como suele suceder, la ciudad de Kinross desaparecería apenas se agotara la grava. Pero lo que a mí me interesa realmente no es el oro de placer, si bien me ha hecho ganar mucho dinero. En las entrañas de mi montaña existe lo que los californianos llaman «veta madre», un filón de cuarzo que contiene oro sin impurezas, oro que no está mezclado con pirita. Como usted sabe, cualquiera puede extraer oro de placer de la grava, pero los hombres que llegan en tropel a los yacimientos no tienen recursos financieros suficientes para explotar un filón. Se necesitan maquinarias y demasiado dinero. De modo que cuando esté preparado para explotar la veta madre en mis tierras, buscaré inversores dispuestos a incorporarse a una sociedad. Le aseguro que cada uno de los que inviertan en esa sociedad terminará siendo más rico que Creso. Por eso, no me gustaría que usted indispusiera a sus amigos políticos de Sydney en mi contra, señor Dewy. Preferiría que fuera usted mi aliado.

– En otras palabras -dijo Charles Dewy sirviéndose un poco más de whisky-, usted quiere que yo invierta dinero en su empresa.

– Cuando llegue el momento, por supuesto. No deseo que controlen mi empresa personas desconocidas y de las que no puedo fiarme, señor. Será una compañía privada, por lo tanto no tengo intención de conseguir financiamiento público. ¿Y quién más indicado para ser un accionista que el hombre cuya familia ha estado en el distrito desde mil ochocientos veintiuno?

Dewy se puso de pie.

– Señor Kinross, quiero decir, Alexander, si me llamas Charles: te creo. Tú eres un escocés tacaño, no un visionario. -El señor Dewy suspiró-. De todas formas, es demasiado tarde para oponerse a la fiebre, así que dejemos que las langostas se junten para arramblar con el aluvión lo más rápidamente posible. Después, la ciudad de Kinross se dedicará a la explotación minera, como Trunkey Creek. He pagado esta casa con el dinero que gané gracias a mis inversiones en Trunkey Creek. ¿Quieres pasar la noche aquí, compartir nuestra cena?

– Si me disculpáis por no vestir la ropa apropiada…

– Por supuesto, yo tampoco me mudaré.

Alexander llevó sus alforjas a la planta de arriba, a una hermosa habitación cuyas ventanas daban a las colinas circundantes y las aguas lamentablemente sucias del río Abercrombie, contaminadas por una docena de yacimientos de oro en su nacimiento.

Alexander Kinross terminó gustando mucho a Constance Dewy, a pesar de que la anfitriona se había mostrado predispuesta a tener una mala opinión de él. Quince años más joven que su marido, la señora Dewy había sido una verdadera belleza en su juventud, veinte años atrás. Su mano, dedujo Alexander, era la que había decorado con excelente gusto aquella casa, pues ella misma estaba magníficamente ataviada con un vestido de satén que ostentaba el rudimentario polisón entonces de moda. Los rubíes destellaban en todas sus joyas: el collar, los pendientes y las pulseras que usaba sobre los puños de unos guantes de satén que le llegaban hasta los codos. Ella y Charles, advirtió, se llevaban muy bien.

– Nuestras tres hijas (no tenemos hijos varones) están estudiando en Sydney-dijo Constance, y suspiró-. ¡Oh, cómo las echo de menos! Pero una institutriz puede educarlas hasta cierta edad. Una vez que cumplen los trece, tienen que aprender a relacionarse con otras jovencitas, cultivar los vínculos sociales que les serán útiles cuando estén maduras para pensar en el casamiento. ¿Tú estás casado, Alexander?

– No -respondió él escuetamente.

– Estarás demasiado ocupado para encontrar la chica adecuada, ¿o es que te atrae más la vida alegre del soltero?

– Ni lo uno ni lo otro. Ya he escogido a mi esposa, pero la boda tendrá que esperar hasta que pueda construir una casa como ésta y ofrecerla. Así, de piedra caliza. A propósito, Charles, la casa está muy bien construida y terminada. ¿Dónde conseguiste albañiles tan profesionales? -preguntó Alexander, cambiando hábilmente de tema.

– En Bathurst -dijo Charles-. Cuando el gobierno tendió la vía férrea que cruza las Montañas Azules, hubo que construir parcialmente el trecho en zigzag que desciende por la ladera occidental desde Clarence sobre tres altísimos viaductos. Pudimos obtener la arenisca bastante cerca, pero el ingeniero, Whitton, no conseguía albañiles. Terminó trayéndolos de Italia, y ésa es la razón por la que los viaductos, y esta casa, han sido construidos según el sistema métrico decimal y no con el del Imperio británico.

– Me fijé en los viaductos cuando vine de Sydney, y me di cuenta de que son tan perfectos como si los hubieran construido los romanos.

– Efectivamente. Tras finalizar la construcción, algunos de los albañiles decidieron quedarse a vivir en Bathurst, donde hay suficiente trabajo para ellos. Yo comencé a explotar una cantera de piedra caliza cerca de las cuevas de Abercrombie, extraje los bloques, y contraté a los bañiles italianos para que construyeran esta casa.

– Yo haré lo mismo -dijo Alexander.

Más tarde, los hombres se retiraron al estudio. Charles Dewy para saborear un oporto, Alexander para fumar un cigarro. En ese momento Alexander sacó a colación un tema delicado.

– No se me escapa-comenzó- que en Nueva Gales del Sur hay un gran resentimiento contra los chinos. Deduzco que también en Victoria y en Queensland. ¿Qué piensas tú de los chinos, Charles?

El anciano colono se encogió de hombros.

– No odio a los chinos, por paganos que sean, es cuanto puedo decir. Después de todo, tengo muy poco trato con ellos. Suelen congregarse en los yacimientos, aunque en Bathurst los hay que poseen algunos comercios, pequeños, un restaurante, tiendas… Por lo que he visto, son pacíficos, decentes, y no hacen daño a nadie. Lamentablemente, su inagotable capacidad de trabajo irrita a muchos australianos blancos, que preferirían no trabajar tanto como ellos por lo que se les paga. Además, no les interesa mezclarse, y no son cristianos. De resultas de lo cual, cuando a sus lugares de culto se los llama «templos chinos» se insinúa que en ellos se realizan actividades infames. Y, por supuesto, la mayor indignidad es que envían dinero a China; se considera que es despojar a Australia de sus riquezas. -Soltó una risa despectiva-. En mi opinión, lo que se envía a China es una gota en el mar comparado con lo que se envía a Inglaterra.

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