Sung frunció el entrecejo.
– ¿Es un eslabón débil? -preguntó abiertamente.
Summers rió entre dientes.
– No, señor Sung. Vamos a casarnos, y ella sabe lo que le conviene.
– Bien.
A finales de enero de 1873 la cerca estaba lista y la casa de piedra de Alexander casi terminada. Él y la mitad de los chinos se servían de un dispositivo para el lavado de la grava que aplicaba chorros de agua y resultaba haba mucho más productivo que las armellas y los balancines utilizados hasta entonces. La grava contenía mucho oro, mucho más que el que Alexander había supuesto al principio; parecía haberlo incluso más allá del límite occidental de sus dominios, lo que significaba que la primera oleada de buscadores se quedaría allí el tiempo suficiente para que en aquel sitio se levantara una ciudad. Sung y sus veinte hombres tenían sus respectivas licencias para explorar, pero cada concesión, una vez delimitada, no podía superar los cuatro metros cuadrados. Demarcaron sus concesiones una al lado de la otra al pie de la cascada; sin embargo, antes de que a alguien se le ocurriera averiguar qué era lo que estaba pasando allí, aquellos veintidós hombres exploraron el río recogiendo todo el oro que pudieron en sitios que estaban fuera de sus concesiones. El resultado fue ubérrimo; bajo la superficie de la capa de aluvión había otras, más profundas, que no formaban parte de lo que era en ese momento el lecho del río, sino de lechos desplazados a lo largo de milenios.
A esas alturas, su dieta se había modificado, y se alimentaban con huevos frescos y pollos de un gallinero en el que se amontonaban cincuenta gallinas, carne de pato y ganso, carne de cerdo, y una gran variedad de verduras de una floreciente huerta. Aunque lo que a él más le gustaba era la comida china, Alexander advirtió, divertido, que a Summers no le ocurría lo mismo. Las tiendas de los chinos formaban un campamento situado a cierta distancia de la casa de Alexander, quien la compartía con Sung. Summers prefirió alternarse entre los dos sitios.
Al cabo de seis meses habían extraído 10.000 onzas troy de polvo de oro, pequeñas pepitas, otras pocas grandes, y una impresionante belleza que pesaba más de cuarenta kilos. Aquello significaba una ganancia de 125.000 libras esterlinas, pero todos los días seguía apareciendo más oro.
– Pienso -dijo Alexander a Sung- que es hora de visitar al señor Charles Dewy, el hombre que solía arrendar estas tierras.
– Me sorprende que todavía no haya aparecido por aquí -dijo Sung, alzando sus delgadas y elegantes cejas-. Ya deberían haberle comunicado que tú compraste una parte de su arriendo.
Alexander se apoyó un índice en una de las aletas de la nariz, un gesto universal que Sung comprendió perfectamente.
– Sí, así debería ser, ¿verdad? -preguntó, y se encaminó a ensillar su yegua.
La granja Dunleigh tenía vistas al río Abercrombie, al oeste de Trunkey Creek, un asentamiento minero que había hecho la mágica transición del oro de placer al de filón en 1868. A Charles Dewy le había fastidiado sobremanera que Trunkey Creek se convirtiera en un yacimiento aurífero oficial, pero cuando se descubrió la veta de cuarzo rica en oro, Dewy invirtió un buen capital en varias de las minas que comenzaron a explotarse allí; hasta ese momento, le habían rendido un beneficio de 15.000 libras esterlinas.
Ignorante de que el señor Dewy había invertido en el negocio del oro, Alexander cabalgó hasta lo que constituía un imponente grupo de bien mantenidos edificios rodeados por una empalizada de inmaculados postes blancos. Frente a los establos y cobertizos se alzaba una esplendida mansión de dos plantas construida con bloques de piedra caliza. Ostentaba torres y torreones, puertas vidrieras, una galería cubierta y techo de pizarra. El señor Dewy, pensó Alexander mientras se apeaba, es un hombre rico.
El mayordomo inglés admitió que el señor Dewy estaba en casa mientras miraba de soslayo al visitante: qué indumentaria tan peculiar vestía, ¡y ese caballo sucio y descuidado! Sin embargo, como el señor Kinross rezumaba autoridad y, al mismo tiempo, una serena dignidad, el mayordomo aceptó anunciarlo.
Charles Dewy parecía cualquier cosa menos un hombre de campo. Era bajo, robusto, canoso, exhibía unas pobladas patillas y un traje de Savile Row; el cuello de su camisa blanca estaba almidonado a más no poder y su corbata era de seda.
– Me ha cogido en ropas de ciudad, acabo de regresar de una excursión a Bathurst. El sol -continuó diciendo Dewy mientras conducía a Alexander a su estudio- ya se ha puesto tras el penol. Por lo tanto, es buen momento para tomar una copa, ¿no le parece?
– No tengo el hábito de beber, señor Dewy.
– ¿Escrúpulos religiosos? ¿Abstinencia y esas cosas?
Charles Dewy imaginó que, si hubieran estado fuera, Kinross habría escupido en el suelo; lo que hizo, en cambio, fue mostrar los dientes.
– No tengo religión, y sólo algunos escrúpulos, señor.
Esta réplica más bien antisocial no espantó a Charles en lo más mínimo; de temperamento optimista, toleraba las debilidades de sus semejantes sin juzgarlos.
– Entonces puede usted beber té, señor Kinross, mientras yo saboreo el néctar de su patria -dijo jovialmente.
Arrellanado en un sillón con su whisky escocés, el colono contempló a su visitante con interés. Le pareció un sujeto de aspecto llamativo, tal vez por aquellas cejas puntiagudas que enmarcaban sus ojos negros y por su elegante barba a lo Van Dyke. Probablemente muy inteligente y culto. Había oído comentarios acerca de Kinross en Bathurst; la gente hablaba de él porque nadie sabía a ciencia cierta qué se traía entre manos, pero todo el mundo sabía que en algo andaba metido. Por las ropas típicas de la frontera norteamericana que vestía, se suponía que era un buscador de oro, pero, aunque había estado varias veces en Hill End, los rumores aseguraban que el único oro que había tenido en sus manos había sido el del pelo de Ruby Costevan.
– Me sorprende que no me haya hecho una visita, señor Dewy-dijo Alexander, tras beber con fruición un sorbo de té.
– ¿Una visita? ¿Adonde? ¿Y por qué debería visitarle?
– Compré ciento treinta hectáreas de su arriendo hace ya casi un año.
– ¡Demonios! -exclamó Charles, dando un respingo-. ¡Ésta es la primera noticia que tengo!
– ¿Está seguro de que no recibió una notificación del Departamento de Tierras…
– Estoy seguro de que debía de haberla recibido, ¡y también estoy seguro de que no la recibí, señor!
– ¡Oh, esas oficinas del gobierno…! -dijo Alexander chasqueando la lengua-. Juraría que en Nueva Gales del Sur son aún más lentas que en Calcuta.
– John Robertson tendrá que oírme. Es él quien comenzó todo este desaguisado, con su Ley de Enajenación de Tierras de la Corona. ¡Y eso que él también es un colono! Ése es el problema cuando un hombre se mete en el Parlamento, hasta en uno débil como el nuestro: allí dentro no piensan en otra cosa que en llenar las arcas del Estado, y claro, las diez libras esterlinas al año que un colono paga por su arriendo les parecen poco.
– Sí, conocí a John Robertson en Sydney -dijo Alexander, separando la taza de su labios-. Verá, señor Dewy, si he venido a verle no ha sido nada más que por cortesía. Debo informarle de que he descubierto oro de placer en el río Kinross, donde está mi concesión.
– ¿El río Kinross? ¿Qué río Kinross?
– Es un afluente del Abercrombie. No tenía nombre en los mapas, así que le puse mi apellido. Yo moriré, pero tengo la esperanza de que mi río siga fluyendo eternamente. Está repleto de oro. Un verdadero fenómeno de la naturaleza.
– ¡Dios santo! -se lamentó Dewy-. ¿Por qué tiene que haber tantos hallazgos de oro en mis tierras? Mi padre llegó aquí en mil ochocientos veintiuno, Kinross, y ocupó casi quinientos veinte kilómetros cuadrados. Después, aparecieron el oro y John Robertson. Dunleigh está menguando, señor.
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