Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Aquí tiene, seis libras. La libra adicional representa los intereses. ¿Hace mucho que murió?

– Un año.

– Supongo que desear que el viejo Murray haya seguido a Duncan al infierno sería demasiado pedir…

– Eres un gusano y un blasfemo, Alexander. Siempre lo fuiste. Agradezco a Dios que no seas pariente mío.

– Fue Murray quien se lo contó, ¿no? ¿O fue Duncan?

– Mi hermano se llevó su vergüenza a la tumba. Fue el doctor Murray quien me lo contó, en el funeral. Alguien tenía que saberlo, dijo.

En ese momento Jean entró en la sala llevando una bandeja con té y pastel. ¡Oh, qué hermosa era! Había crecido exactamente como él había imaginado, y sus pestañas claras y sus ojos del color de las aguamarinas eran como los de Honoria Brown. Pero tuvo que admitirlo: Jean no lo había reconocido, y ni siquiera debía de recordar que le había dicho que siempre lo amaría. La muchacha le dedicó una mirada superficial, indiferente, y enseguida abandonó la habitación. Desde luego, eso era comprensible. Él había cambiado mucho. Sería mejor empezar de una buena vez la negociación.

– He venido a pedir la mano de Jean -dijo.

– ¡Supongo que estás bromeando!

– En absoluto. Estoy aquí para pedir muy seriamente a Jean, aunque soy consciente de que aún no tiene la edad para casarse. Puedo esperar.

– ¡Puedes esperar hasta que los gusanos se den un festín con tu cadáver! -replicó bruscamente James, encolerizado-. ¿Entregar una Drummond a un bastardo? ¡Antes preferiría casarla con un anabaptista!

Como pudo, Alexander reprimió su furia.

– Nadie conoce mi historia, salvo usted, yo, y el viejo Murray, así que ¿qué importancia tiene? Estoy en camino de convertirme en un hombre muy rico.

– ¡Tonterías! ¿Adonde fuiste cuando escapaste?

– A Glasgow, donde trabajé como aprendiz de calderero.

– ¿Y crees que con eso vas a amasar una fortuna?

– No, tengo otros recursos -comenzó a explicar Alexander, con la intención de contar a James lo del oro. ¡Con eso lo haría callar!

Pero James no quería saber más nada. Se puso de pie y se encaminó con paso solemne a la puerta, la abrió con gesto grandilocuente y señaló la calle.

– ¡Vete de aquí ahora mismo, Alexander lo-que-seas! ¡No tendrás a Joan, ni a ninguna otra mujer casadera de Kinross! ¡Si lo intentas, el doctor Murray y yo te pondremos en la picota!

– Entonces le diré algo, James Drummond -replicó Alexander, mordiendo las palabras-. Le aseguro que en algún momento, tarde o temprano, se alegrará usted de darme una de sus hijas en matrimonio. -Después, recorrió la distancia que lo separaba de su cabalgadura, montó, y emprendió la marcha.

¿Dónde aprendió a cabalgar tan bien, y dónde consiguió esas ropas?, se preguntó James, demasiado tarde.

Elizabeth, que entonces tenía cinco años, estaba en la cocina con Jean y Anne, aprendiendo a hacer bollos. Jean no mencionó en ningún momento al visitante que estaba en la sala, así que Elizabeth nunca se enteró de que había estado tan cerca de aquel haragán aprendiz de calderero, su primo Alexander.

Había sido un impulso estúpido, admitió Alexander para sus adentros mientras espoleaba a su caballo. Si lo hubiera pensado mejor habría podido anticipar la respuesta de James Drummond a su demanda, pero lo único que le había pasado por la mente había sido el parecido de la pequeña e inocente Jean con Honoria Brown.

Debí haberme casado con Honoria Brown. Si no lo hice fue porque me di cuenta de que ella ya estaba casada con aquella parcela de tierra de Indiana.

Ahora, seguir enriqueciéndose ya no le parecía algo tan apremiante; así que ensilló a un buen jamelgo con la montura que había traído de Norteamérica, guardó sus pertenencias en un par de alforjas y partió, dispuesto a atravesar Europa a caballo, reconstruyendo la marcha de la historia a medida que avanzaba: catedrales góticas, ciudades en las que las casas estaban construidas con el clásico entramado de madera, inmensos castillos, y, cuando llegó a Grecia, templos antaño gloriosos y ahora en ruinas gracias a los movimientos de la Madre Tierra. Todavía bajo el yugo del Imperio otomano en decadencia, Macedonia exhibía más huellas del islam que de la época de Alejandro Magno.

De hecho, a medida que recorría Turquía, curioseaba en Iso o seguía el derrotero de su tocayo rumbo a Egipto, fue dándose cuenta de que eran muy pocos los vestigios que quedaban de Alejandro Magno. Todo lo que pertenecía a la historia del mundo antiguo y había resistido el paso del tiempo eran las construcciones de piedra: pirámides, zigurats, santuarios o aquella garganta de piedra arenisca cuyas paredes habían sido esculpidas y constituían majestuosos templos. Babilonia era una ciudad cuyas edificaciones habían sido construidas con ladrillos de adobe, sus jardines colgantes se habían desvanecido en la noche de los tiempos, y no revelaba absolutamente nada acerca de la muerte de Alejandro ni de su vida allí.

Lentamente, aquel peregrinaje se convirtió en algo más: una curiosidad insaciable acerca de Asia antes que un intento de dar marcha atrás al reloj de la historia. De modo que no vaciló en ir a donde su capricho lo llevara. Ya no le importaba si Alejandro Magno había estado o no allí. Como le habían dicho que no era posible hacerlo, recorrió los imponentes picos de la Turquía oriental para comprobar que sí, efectivamente, la nieve que tapizaba las laderas de las montañas era de un esplendido color, entre rojo y rosáceo, impregnada como estaba por la arena que el viento llevaba hasta allí desde el desierto del Sahara. Lo que lo sobrecogía ahora era el poder de la naturaleza, y el modo en que la humanidad se había enfrentado a ella.

Aunque hacía ya diez años que había terminado la guerra, le pareció imprudente visitar Crimea, así que decidió ir hacia el este, rumbo al Cáucaso, y se encontró con el mar Caspio en un puesto fronterizo llamado Bakú. Se trataba del ramal norteño de la antigua ruta de la seda, que partía de la China, un sitio desolado en el que casi nunca llovía y cuya pequeña capital, también llamada Bakú, era una mezcolanza de casas poco menos que derruidas que parecían superpuestas unas sobre las otras en la ladera de una colina. Y allí descubrió dos maravillas. La primera fue el caviar. La segunda fue el modo en que sus habitantes hacían funcionar sus barcos, sus locomotoras, sus máquinas de vapor en general. Porque en las cercanías de Bakú no había ni árboles ni carbón.

La región estaba plagada de pozos de algo que algunos llamaban nafta, otros betún, y que los químicos denominaban petróleo. Muchos de estos pozos ardían con una luz brillante, y enormes llamas ascendían hacia las alturas, pero aquello no era el petróleo propiamente dicho, según pudo averiguar, sino los gases que emanaban de él. Al regresar de Egipto, siguiendo la costa árabe del mar Rojo con la intención de visitar La Meca, había conocido a un experimentado viajero inglés que le había aconsejado que desistiera de ello, pues los infieles no eran bien recibidos allí. Pero en Bakú conoció una secta religiosa diferente, que consideraba la ciudad un lugar sagrado, de la misma manera que los que acudían a La Meca, a Roma o a Jerusalén: los devotos de Mazda, el dios del fuego, que llegaban desde todos los rincones de Persia a adorar aquellos gases en combustión y añadían a aquella pequeña localidad, ya exótica de por sí, matices adicionales de sonidos, colores y rituales.

Lamentablemente, Alexander no hablaba ruso, ni francés, ni farsi, ni ninguna de las lenguas que se hablaban en Bakú, y tampoco pudo encontrar a alguien que hablara inglés y dominara, además, alguno de esos idiomas. Así que tuvo que limitarse a lo que pudo deducir por su cuenta del hecho de que ese pueblo sencillo y elemental, que carecía de madera y carbón, hubiese aprendido a utilizar el petróleo como combustible para alimentar sus calderas. Observando los pozos en llamas, Alexander llegó a la conclusión de que lo que ardía y convertía el agua en vapor eran los gases que emanaban del petróleo, y no la sustancia en sí misma. Eso significaba que una vez que los gases acumulados en la caldera que estaba encima de la bandeja de petróleo comenzaban a quemarse, el petróleo debía de seguir despidiendo gas. Más aún, comprobó fascinado, ese aceite -pues eso era lo que parecía ser- producía mucho menos humo que el carbón o la madera.

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