Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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Así debían de verse, pensó Alexander, los caminos a los yacimientos de California en el momento culminante de la fiebre del oro. ¡Qué parecido a Norteamérica es esto! Desde la diligencia hasta las carretas, pasando por el aspecto de la gente, me parece estar en la frontera norteamericana. Sin embargo, en Sydney, todas las personas que conocí fingían ser inglesas, aunque sin demasiado éxito, por cierto. Qué triste. Esto está lo bastante lejos para atraer a los no británicos, así que la gente de las ciudades ha decidido aferrarse a su conciencia de clase.

La ciudad de Hill End era como sus hermanas de todas partes: irregulares calles de tierra que debían de enfangarse cada vez que llovía, las mismas casuchas, chozas, tiendas de campaña. Sin embargo, contaba con una imponente iglesia de ladrillos rojos, y uno o dos edificios más, también de ladrillos rojos, entre ellos uno que se anunciaba como el HOTEL ROYAL. Abundaban los chinos, algunos vestidos como culis y con el pelo recogido en una trenza, otros llevaban trajes ingleses y el pelo sujeto bajo un sombrero de hongo. Varias de las casas de huéspedes eran regentadas por chinos, y también algunos de los restaurantes y tiendas.

El aire reverberaba de sonidos familiares: el enloquecedor bum bum bum de las trituradoras de batería, el chirriante rugir de los morteros. El ruido provenía de Hawkins Hill, donde se encontraba el oro de filón, una desagradable mezcolanza de excavaciones, torres de perforación, grúas y alguna que otra máquina de vapor. Algunos de los mineros, sin embargo, empleaban la tracción animal. No le llevó demasiado tiempo comprobar que en aquella región el agua no abundaba; no había cómo extraer el oro de los lechos de grava y lavarlo a presión, porque sólo se podía contar con el agua del río, que era angosto y poco profundo. En cuanto a la madera, era dura como el hierro, le dijeron.

– Un trabajo duro y condenadamente ingrato. Este sitio es una porquería-resumió su informante.

Muy deprimido, Alexander pasó frente al hotel Royal y decidió que no era para él. Acababa de cruzar la calle Clarke cuando vio un establecimiento mucho más pequeño, cuyas paredes de zarzo estaban muy bien pintadas de un color rosa pálido. El techo era de chapas de hierro acanaladas, y, ante la puerta, una acera de madera protegida por una marquesina, una baranda y un abrevadero para los caballos completaban el frente. El cartel decía, en letras de un color rojo intenso: COSTEVAN'S. La puerta estaba abierta. Esto servirá, se dijo. Amarró la yegua de modo que pudiera beber, y entró.

A esa hora la mayoría de los hombres de Hill End estaban trabajando en los alrededores, de manera que el lugar, sorprendentemente elegante, estaba casi desierto. Delante de una de las paredes laterales se alzaba una barra de madera de cedro y el gran salón, además de las mesas y sillas corrientes en esa clase de sitios, tenía un piano.

Había media docena de hombres bebiendo, pero ninguno de ellos levantó la vista cuando Alexander entró, probablemente porque estaban demasiado ebrios para semejante esfuerzo. La mujer que estaba de pie detrás de la barra, en cambio, enseguida lo vio.

– ¡Ahá! -exclamó con júbilo-. ¡Un yanqui!

– No, un escocés -replicó Alexander mirándola fijamente.

Y bien valía la pena mirarla. Era alta, y su cuerpo exuberante estaba ceñido hasta la cintura por un corsé; la parte superior de sus opulentos pechos sobresalía del escote de su vestido rojo de seda, cuyas escuetas mangas dejaban ver unos espléndidos hombros. Su cuello era largo, la línea de la barbilla notablemente bien recortada, y su rostro era lo suficientemente hermoso para calificarlo de atractivo. Labios carnosos, nariz corta y recta, pómulos salientes, frente amplia, ojos verdes. A él nunca se le había ocurrido que pudiera haber ojos realmente verdes, pero los ojos de esta mujer lo eran: tenían el color de un berilo o una olivina. La cabellera que enmarcaba ese rostro encantador tenía un matiz rubio rojizo, Como el color del oro rosado.

– Un escocés -dijo ella-, pero un escocés que ha estado en California.

– Hace algunos años, sí. Mi nombre es Alexander Kinross.

– Yo soy Ruby Costevan, y éste… -Hizo un gesto abarcador con una de sus bien proporcionadas manos antes de añadir-: Este es mi lugar.

– ¿Tiene alguna habitación disponible?

– Tengo algunas allá atrás, para cualquiera que pueda pagar una libra esterlina por día -dijo con una voz áspera, ligeramente ronca, que reveló un acento inglés teñido de los matices propios de Nueva Gales del Sur.

– Es un precio que puedo pagar, señora Costevan.

– Señorita Costevan, pero llámeme Ruby a secas. Como el rubí, la piedra preciosa. Todo el mundo me llama así, menos los que van a la iglesia los domingos. Los predicadores me llaman Escarlata, como a las mujeres de la calle -dijo sonriendo entre dientes, mostrando una dentadura blanca y pareja y dejando que se le formara un hoyuelo en cada mejilla.

– ¿Las comidas están incluidas en el precio, Ruby?

– El desayuno y la cena sí, el almuerzo no -respondió mientras volvía la vista hacia el estante de las botellas-. ¿Qué te gusta beber? Tengo cerveza hecha por nosotros, de barril, o bebidas más fuertes. ¿Alex o Alexander?

– Alexander. En realidad, preferiría una taza de té.

Ella abrió desmesuradamente los ojos.

– ¡Por Dios! No serás uno de esos predicadores, ¿eh? ¡Me parece imposible!

– Soy un hijo del diablo, pero bastante prudente en materia de alcohol. Mi único vicio son los cigarros.

– El mío también -replicó Ruby-¡Matilda! ¡Dora! -gritó.

Cuando las dos muchachas traspasaron el umbral de la puerta del fondo del salón, Alexander comprendió al instante en qué consistía una de las funciones principales del Costevan's. Eran jóvenes, bonitas, y su aspecto era pulcro, pero eran inequívocamente prostitutas.

– ¿Sí? -preguntó Matilda, que era morena.

– Encárgate de la barra, sé buena. Dora, ve y pide a Sam que prepare té para el señor Kinross y para mí.

La rubia, Dora, asintió y desapareció; Matilda se instaló detrás de la barra.

– Mueve ese esqueleto, Alexander -dijo Ruby, sentándose a la que probablemente fuese la mesa del dueño, mejor veteada y pulida que el resto del mobiliario del salón. Extrajo de un bolsillo de su vestido una delgada caja dorada, la abrió, y la puso ante los ojos de Alexander-. ¿Un cigarro?

– Después del té, gracias. He tragado un kilo de polvo.

Ella encendió uno, aspiró profundamente y luego expulsó el humo por la nariz. Las delgadas volutas grisáceas que se dispersaron en torno a su rostro inspiraron en Alexander el mismo estremecimiento lacerante que había experimentado muchas veces en tierras musulmanas al mirar a los ojos a algunas mujeres profundamente seductoras. Pueden obligarlas a cubrirse los ojos con todos los velos que quieran, pero hay mujeres capaces de sobreponerse a cualquier intento de sojuzgarlas. Ruby es una de esas mujeres, se dijo.

– ¿Tuviste suerte en California, Alexander?

– Sí, ya lo creo. Mis dos socios y yo encontramos una veta de cuarzo repleta de oro en las estribaciones de la Sierra.

– ¿Lo suficiente para hacerte rico?

– Moderadamente rico.

– No habrás derrochado todo en putas, ¿eh?

– No me gusta que nadie se burle de mí -replicó él sin levantar la voz, pero sus negros ojos centellearon.

Sorprendida, ella empezó a decir algo, pero en ese momento se abrió la puerta trasera y apareció un niño de no más de ocho años que empujaba una mesilla rodante sobre la cual se veían una gran tetera con una cubretetera casera, un fino juego de té de porcelana china para dos, un surtido de pequeños y exquisitos bocadillos y un pastel de bizcocho y crema.

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