Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– ¿Qué?

– Quitarte el camisón. La piel debería estar en contacto con la piel.

Elizabeth no pudo negarse. El acto ya se había vuelto demasiado familiar para provocarle vergüenza o malestar, pero el contacto de la piel con la piel no hizo que le resultara más placentero. Para él, en cambio, aquella noche significó una clara victoria.

¡Oh, pero qué difícil era aprender a tocar el piano! Aunque no carecía totalmente de aptitudes, Elizabeth no provenía de un ambiente musical. Eso significaba que debía comenzar desde cero, incluso en cuestiones tan rudimentarias como las formas que adoptaba la música, su vocabulario, su estructura. Día tras día practicaba con dedos vacilantes las escalas ascendentes y las descendentes. ¿Podría, alguna vez, llegar a interpretar una melodía?

– Sí, pero primero tus dedos tendrán que ganar en agilidad y tu mano izquierda tendrá que acostumbrarse a hacer movimientos diferentes de los que haga tu mano derecha. Tus oídos tendrán que llegar a distinguir el sonido exacto de cada una de las notas -dijo Theodora-. Ahora, toca una vez más, querida Elizabeth. Estás progresando, de verdad.

Habían pasado de la formalidad a llamarse por el nombre en menos de una semana, y la rutina que seguían contribuyó en mucho a aliviar la soledad de Elizabeth. Todos los días, de lunes a viernes, a las diez de la mañana, Theodora llegaba en el coche que la traía desde Kinross; estudiaban teoría musical hasta la hora del almuerzo, que compartían en el invernadero, y después se instalaban ante el piano para practicar aquellas interminables escalas. A las tres Theodora se subía otra vez al coche para volver a su casa. A veces daban un paseo por los jardines, y en cierta ocasión se internaron en el sendero hasta que Theodora pudo mostrar a Elizabeth dónde se encontraba su pequeña casa; estaba encantada con ella, y muy orgullosa además.

Pero no invitó a Elizabeth a que la conociera, y Elizabeth sabía muy bien que no debía pedírselo. Alexander había sido muy tajante en ese punto; su esposa no debía ir a Kinross por nada del mundo.

Cuando Elizabeth advirtió que habían pasado ya dos meses desde su última menstruación, supo que estaba embarazada. Pero lo que no supo fue cómo decírselo a Alexander. El problema era que ella todavía no lo conocía de verdad y que, por otra parte, él no era la clase de persona que a ella le gustaría conocer. Aunque había logrado racionalizar sus temores, seguía viéndolo como una figura lejana de la que emanaba una suerte de autoridad que la intimidaba, una persona inmensamente ocupada, ¡tanto, que ni siquiera sabía de qué hablar con él! Así que, ¿cómo podía darle esa noticia, que la colmaba de una secreta alegría pero que nada tenía que ver con el acto o con Alexander? Por más que pensaba, y ensayaba mentalmente distintas formas de decírselo, no encontraba las palabras adecuadas.

Dos meses después de su llegada a la casa Kinross, tocó Para Elisa en presencia de su marido que, por una vez, había llegado a tiempo para cenar con ella. Su interpretación lo deleitó, pues ella había tenido la prudencia de esperar hasta que sus dedos pudieran desplazarse por el teclado sin cometer ningún error.

– ¡Maravilloso! -exclamó. La apartó del taburete y la condujo hasta un sillón. Luego se sentó, y la atrajo hacia él, sentándola en sus rodillas. Primero se mordió los labios, y enseguida carraspeó-. Tengo que hacerte una pregunta.

– ¿Sí? -dijo ella, suponiendo que querría saber algo sobre las lecciones de piano.

– Han pasado dos meses y medio desde que nos casamos, pero en ese tiempo tú no has tenido tus períodos. ¿Estás embarazada, querida mía?

Elizabeth se aferró a él con fuerza, conteniendo el aliento.

– ¡Oh! ¡Oh! Sí, estoy embarazada Alexander, pero no sabía cómo decírtelo.

Él la besó con dulzura.

– Elizabeth, te amo.

Si aquel momento se hubiese prolongado un poco más, si ella hubiera podido quedarse acurrucada junto a él y él se hubiese dejado invadir por la ternura que sentía, si él se hubiese limitado a hablar de la alegría que significaba la llegada de un hijo y del inefable hecho de que aquella niña, pues Elizabeth todavía lo era casi, estuviese madura para mayores intimidades, ¿quién sabe cómo habría podido ser la vida de ambos?

Pero no fue así como sucedieron las cosas. De pronto, él hizo que se pusiera de pie bruscamente y se plantó frente a ella con la expresión torva y los ojos llameantes de ira, algo que su mujer interpretó como una prueba evidente de que había hecho algo que lo había irritado. Elizabeth comenzó a temblar y a tratar de librarse de aquellas manos que atenazaban con fuerza las suyas.

– Vas a tener un hijo mío. Es horade que sepas quién soy-dijo él con aspereza-. No soy un Drummond… ¡No, quédate quieta! ¡Tranquilízate! ¡Déjame hablar! No soy tu primo hermano, Elizabeth, apenas si soy un primo lejano de la parte de los Murray. Mi madre era una Murray, pero no tengo la menor idea de quién fue mi padre. Duncan Drummond supo que mi madre se había estado viendo con otro hombre por una sencilla razón: más de un año antes ella se había negado a dormir con él, así que cuando comenzó a engordar no le costó nada darse cuenta de que su esposa esperaba un hijo que no era de él. Cuando se lo reprochó, ella dijo que no revelaría quién era el hombre, sólo admitió que se había enamorado y por eso no había querido tener más contacto íntimo con Duncan, a quien nunca había amado. Mi madre murió al dar a luz, y se llevó su secreto a la tumba. Duncan era demasiado orgulloso para decir que yo no era su hijo.

Elizabeth escuchaba, aliviada porque él no estaba enfadado con ella y al mismo tiempo horrorizada por aquella historia, pero lo que no lograba entender era por qué él había roto bruscamente el encanto de ese tierno momento de amor en el que se había sentido tan protegida. Si hubiese sido un poco mayor, más madura, tal vez se habría preguntado por qué esta revelación no podía postergarse para algún otro día, pero sólo atinó a pensar en ese diablo que había visto en él cuando lo conoció y que ahora reaparecía y ahuyentaba al hombre amante y cariñoso. El bebé que ella llevaba en sus entrañas era menos importante para él que su secreta bastardía.

Pero tenía que decir algo.

– ¡Oh, Alexander! ¡Pobre mujer! ¿Dónde estaba ese hombre, para dejarla morir así?

– No lo sé, y me lo he preguntado muchas veces -replicó él con voz aún más áspera-. Lo único que sé es que estaba más preocupado por su pellejo que por mi madre o por mí.

– Tal vez había muerto -dijo ella, tratando de ayudar.

– No creo. De todos modos -continuó él-, pasé mi infancia sufriendo bajo el yugo de un hombre que yo creía mi padre, preguntándome por qué nunca podía complacerlo. No sé de dónde me vendría, pero yo tenía un carácter terco y testarudo, así que no me dejaba acobardar por nadie y jamás pedía clemencia por más duramente que Duncan me golpeara, lo que sucedía a menudo, o por muy repugnante que fuera lo que me ordenara hacer. Simplemente lo odiaba. ¡Lo odiaba!

Y ese odio todavía te gobierna, Alexander Kinross, pensó ella.

– ¿Cómo lo supiste? -preguntó, sintiendo que se le encogía el corazón.

– Cuando llegó Murray a hacerse cargo de la iglesia, Duncan encontró en él un alma gemela. Desde el primer día fueron el uno para el otro, y Duncan debió de haberle contado la historia de mi origen casi al principio. Yo me había acostumbrado a pasar muchas horas en la casa parroquial estudiando con el doctor MacGregor, pues Duncan jamás habría contradicho a su pastor, y supuse, ingenuamente, que lo mismo pasaría con Murray. Pero Murray me desterró: dijo que estaba seguro de que yo nunca podría llegar a la universidad. Me enfurecí, y lo golpeé. Con la mandíbula rota y todo, se las arregló para escupirme en la cara que yo era un bastardo, que mi madre era una vulgar prostituta, y que esperaba que me achicharrara en el infierno por lo que yo y mi madre le habíamos hecho a Duncan.

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