Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Todos ustedes son un atajo de herejes, ¡y el señor Kinross es el peor! ¡Fornica con esa mujer y se casa con una niña que podría ser su hija!

– ¡Cierra la boca! -replicó Summers con brusquedad.

Al principio, a Elizabeth le resultó difícil ocupar su tiempo; después de aquella discusión con la señora Summers, se dio cuenta de que la mujer le resultaba muy desagradable, y comenzó a evitarla.

En la biblioteca, a pesar de sus quince mil volúmenes, no había nada que la atrajera demasiado. La mayoría de los textos se referían a temas que no le interesaban, desde geología e ingeniería hasta oro, plata, hierro, acero. Había estantes abarrotados de informes parlamentarios encuadernados en cuero, estantes en los que se alineaban los textos de las leyes de Nueva Gales del Sur encuadernadas en cuero, y otros más que ostentaban una colección que llevaba el título de Halsbury's Laws of England. No había ninguna novela. Todas las obras acerca de Alejandro Magno, Julio César y otros hombres famosos que él mencionaba de cuando en cuando estaban en griego, latín, italiano o francés. ¡Qué hombre más culto debía de ser Alexander! Pero también encontró versiones simplificadas de algunas obras míticas, la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon, y las obras completas de Shakespeare. Las obras míticas eran maravillosas; los otros libros, difíciles de leer.

Alexander, que le había ordenado que no asistiera al culto en St. Andrews (la iglesia anglicana de ladrillos rojos) hasta que no hubiese pasado algún tiempo, parecía suponer que en la ciudad de Kinross no había nadie con quien ella pudiera estar interesada en relacionarse. Elizabeth comenzó a sospechar que él se proponía mantenerla aislada de la gente común, y que estaba condenada a vivir en la montaña en la más absoluta soledad. Como si él quisiera ocultarla.

Sin embargo, dado que no le prohibió que paseara, Elizabeth salía a hacerlo, primero por los hermosos jardines, hasta que un tiempo después se atrevió a ir un poco más lejos. Descubrió el sendero, y lo recorrió hasta llegar al saliente en el que estaban instaladas las torres de perforación de la mina, pero no logró encontrar un sitio apropiado para poder observar lo que ocurría allá abajo. Después de esa primera aventura comenzó a explorar los misterios del bosque, y allí descubrió un mundo fascinante de primorosos helechos, pequeñas hondonadas cubiertas de musgo, enormes árboles cuyos troncos exhibían los más diversos colores: bermellón, rosa, crema, blanco azulado y todos los matices del pardo. Vio bandadas de gráciles pájaros, papagayos en cuyo plumaje podían distinguirse todos los colores del arco iris, un pájaro esquivo cuyos gorjeos se asemejaban al delicado repique de las campanillas de las hadas, otros que cantaban más melodiosamente que el ruiseñor. Atónita, vio pequeños canguros que saltaban de roca en roca. Era como si las ilustraciones de un libro hubieran cobrado vida.

Finalmente, se internó hasta un paraje muy alejado de la casa. A medida que avanzaba, oía el sonido rugiente que hacen las aguas turbulentas y , al llegar a un claro, vio una gran corriente que caía en espumosas cascadas desde una colosal pendiente en dirección al bosque y a la jungla de hierro de Kinross. La diferencia era notable y, al mismo tiempo, espantosa; lo que por encima de las cascadas era un paraíso se transformaba, al pie de la montaña, en una horrible maraña de montículos de escoria y detritos, de hoyos y zanjas. Allá abajo el río tenía un aspecto repugnante.

– Encontraste las cascadas.

Era la voz de Alexander, a su espalda. Ella se sobresaltó, y se dio la vuelta.

– ¡Me has asustado!

– No tanto como lo habría hecho una víbora. Ten cuidado, Elizabeth. Las hay por todas partes, y algunas son mortales.

– Sí, ya lo sé. Jade me lo advirtió, y me mostró cómo ahuyentarlas. Hay que golpear el suelo con fuerza.

– Siempre que te dé tiempo a verlas -replicó él mientras se le acercaba-. Lo que ves allá abajo es la prueba de lo que los hombres son capaces de hacer para conseguir oro. Aquellas son las excavaciones originales. No han rendido mucho en dos años. Y, sí, yo soy personalmente responsable de gran parte de ese desbarajuste. Estuve aquí durante seis meses hasta que se filtró la información de que había encontrado un filón en este minúsculo afluente del río Abercrombie. -Le ofreció su brazo, y emprendieron el regreso-. Ven, quiero que conozcas a tu maestra de piano. Y lamento -agregó mientras volvían sobre sus pasos- no haber pensado en traer la clase de libros que debí suponer que podían gustarte. Un error que me estoy ocupando de corregir.

– ¿Debo aprender piano? -preguntó ella.

– Si deseas complacerme, sí. ¿Deseas complacerme?

¿Lo deseo?, se preguntó ella. Casi no le veo más que en mi cama, ni siquiera se preocupa de venir a casa a cenar.

– Por supuesto -respondió Elizabeth.

La señorita Theodora Jenkins tenía una cosa en común con Jade; ambas habían seguido la ruta del oro vagabundeando de un sitio a otro acompañando a sus padres. Tom Jenkins había muerto de una cirrosis debida a su afición por la bebida cuando llegó a Sofala, una ciudad minera situada a orillas del río Turon, dejando a su inocente y tímida hija sin techo ni medios de subsistencia. Al principio, ella había conseguido un empleo en una casa de huéspedes, atendiendo las mesas, lavando los platos y haciendo las camas. Gracias a eso contaba con un techo y se ganaba su sustento, aunque su salario no superaba los seis peniques por día. Como tenía un temperamento religioso, la iglesia se convirtió en su gran sostén espiritual, sobre todo cuando el pastor descubrió lo bien que la joven tocaba el órgano. Después de que el oro se agotó en Sofala, Theodora se mudó a Bathurst. Allí, Constance Dewy leyó el anuncio que ella había publicado en el Bathurst Free Press y se la llevó a Dunleigh, la finca de los Dewy, para que enseñara a sus hijas a tocar el piano.

Cuando la menor de las hijas de los Dewy fue enviada a un internado en Sydney para continuar sus estudios, la señorita Jenkins regresó a Bathurst y al pesado trabajo de enseñar piano y zurcir ropa. Ahora, Alexander Kinross le había ofrecido una pequeña casa en Kinross y un salario decente para que se ocupara de dar diariamente clases de piano a su esposa. La señorita Jenkins, inmensamente agradecida, aceptó de inmediato.

Todavía no había cumplido treinta años, pero parecía una cuarentona, tanto más cuanto que su apariencia era anodina y su piel, después de muchos años de continuo contacto con el sol, estaba surcada por una fina trama de delgadas arrugas. Debía sus conocimientos musicales a su madre, que le había enseñado a leer música y se había empeñado en conseguir un piano para Theodora en cada uno de los yacimientos de oro en los que les había tocado vivir.

– Mamá murió al día siguiente de nuestra llegada a Sofala-dijo la señorita Jenkins-, y papá la siguió un año después.

Esa suerte de existencia nómada fascinaba a Elizabeth, que nunca se había alejado más de diez kilómetros de su casa hasta que Alexander la hiciera llamar. ¡Qué difícil era la vida para las mujeres! ¡Y cuan patéticamente feliz se sentía la señorita Jenkins por la oportunidad que Alexander le había ofrecido!

Esa noche, en la cama, se refugió espontáneamente en los brazos de su marido y dejó que su cabeza descansara en su hombro.

– Gracias -susurró, y le dio un beso en el cuello.

– ¿Por qué? -preguntó él.

– Por ser tan bueno con la señorita Jenkins. Aprenderé a tocar bien el piano, lo prometo. Es lo menos que puedo hacer.

– Hay otra cosa que puedes hacer por mí.

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