Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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Había mucha gente por todas partes: hombres miserablemente vestidos con monos y camisas de franela y tocados con sombreros de ala ancha, mujeres ataviadas con vestidos de algodón crudo anticuados en por lo menos treinta años y frescos sombreros de paja. También había muchos que eran inequívocamente chinos: llevaban el pelo recogido atrás en una larga trenza, calzaban pintorescos y pequeños zapatos de color blanco y negro, iban tocados con sombreros que parecían ruedas de carro de forma cónica, y tanto los hombres como las mujeres llevaban pantalones y chaquetas idénticas de color negro o azul oscuro.

El convoy se internó en una zona repleta de maquinaria, chimeneas humeantes, cobertizos construidos con chapas de hierro estriado y torres de perforación hechas de madera, hasta que se detuvo al pie de una empinada cuesta que se elevaba hasta una altura de unos trescientos metros. En ese punto una vía férrea ascendía por aquella ladera hasta que se perdía entre los árboles.

– Aquí termina el viaje, Elizabeth -dijo Alexander, ayudándola a bajar del carruaje-. Summers bajará el coche en un momento.

Lo que bajó por las vías, a un ritmo constante, era un vehículo de madera no muy diferente de un ómnibus descubierto montado sobre ruedas de tren, pues contaba con cuatro filas de asientos de madera de seis plazas, entoldados, y una suerte de caja alargada, de base rectangular, también descubierta y de paredes altas, en la que se transportaba la carga. Pero los asientos estaban construidos en un ángulo imposible, de modo que al sentarse, el cuerpo del pasajero se desplazaba inevitablemente hacia atrás. Después de cerrar el costado del asiento con una barra, Alexander se deslizó junto a Elizabeth y se aferró con ambas manos a una barandilla.

– Sostente y no tengas miedo -dijo-. No te caerás, te lo aseguro.

El aire se pobló de sonidos: el resoplido de los motores, un descomunal y constante estruendo, bastante enloquecedor, el rechinar de los metales, un golpeteo de correas al girar, crujidos, chirridos y rugidos. Desde más arriba llegaba otro sonido, aislado de todos los demás, el de una máquina de vapor. El coche de madera comenzó a avanzar hacia el punto en que las vías describían una curva ascendente, se sacudió, y empezó a subir por aquella pendiente increíblemente empinada. Elizabeth, que estaba acostada, pasó como por arte de magia a estar perfectamente sentada; con el corazón en la boca, miró hacia abajo y vio cómo la ciudad de Kinross se desplegaba ante su vista y se iba haciendo cada vez más y más grande, hasta que llegó el momento en que la luz, reducida a su mínima expresión, dejó de iluminar sus horribles suburbios, que quedaron sumidos en la más impenetrable oscuridad.

– No quería que mi esposa viviera allí abajo -dijo él-. Por eso construí mi casa en la cima de la montaña. Aparte de un sendero, este coche es el único medio con el que contamos para subir y bajar. Vuelve la vista y mira hacia arriba, ¿ves? Lo que mueve este vehículo es un grueso cable, enrollado o desenrollado por un motor.

– ¿Por qué el coche es tan grande? -preguntó ella tratando de recomponerse.

– Porque también lo usan los mineros. Las grúas que empleamos en Apocalipsis, esas torres de perforación, están en aquel enorme saliente que acabamos de dejar atrás. Es más fácil para los hombres que internarse en el túnel al pie de la montaña, a causa de los gigantescos montacargas para la mena y la cercanía de las locomotoras. Tenemos unas jaulas que los bajan a la galería principal y, al final de la jornada, los vuelven a subir.

En cuanto el coche comenzó a desplazarse por entre los árboles empezó a refrescar, tanto por la altura, dedujo ella, como por la sombra protectora de las ramas.

– La casa Kinross está a más de novecientos metros sobre el nivel del mar -dijo él, con esa siniestra costumbre que tenía de leerle la mente-. En verano es agradablemente fresca; en invierno, mucho más cálida.

El coche llegó por fin a terreno llano, se zarandeó un poco, y enseguida se detuvo. Elizabeth, que bajó a toda prisa antes de que Alexander pudiera ayudarla, se sintió maravillada al comprobar cuan rápidamente caía la noche en Nueva Gales del Sur. Aquello no se parecía en nada al lento crepúsculo escocés, aquella hora mágica en la que el cielo se teñía con un suave resplandor.

Al lado del coche se alzaba un seto vivo. Elizabeth lo rodeó y, de pronto, se detuvo bruscamente. Su esposo había construido en un sitio tan apartado como éste una verdadera mansión, hecha con lo que parecían ser bloques de piedra caliza. La casa tenía tres pisos, enormes ventanales de estilo rey Jorge, un portal con sus columnas de rigor que se alzaba al final de una amplia escalinata, y todo el aspecto de haber estado allí desde hacía quinientos años. Al pie de la escalera había un parque de verde césped, y era notorio el empeño que se había puesto en lograr una réplica de un jardín inglés, desde los bien arreglados setos vivos hasta las rosaledas; incluso había un absurdo templo griego.

La puerta estaba abierta, la luz se filtraba generosamente desde cada una de las ventanas.

– Bienvenida a casa, Elizabeth.

Alexander Kinross la tomó de la mano. Subieron juntos la escalinata y entraron.

Todo era de la mejor calidad, y había sido llevado hasta allí, según su astucia escocesa le permitió deducir, a un coste astronómico. Las alfombras, los muebles, las arañas de cristal, los adornos, los cuadros, las cortinas. Todo; incluso, por lo que sabía, la mismísima casa. Sólo el tenue vaho del queroseno denunciaba que estaba situada en una ciudad iluminada a gas.

Resultó que el ubicuo Summers era el principal factótum de Alexander, y que su esposa era el ama de llaves; una combinación que parecía complacer especialmente a Alexander.

– Disculpe, seora, ¿no querría refrescarse después de su viaje? -preguntó la señora Summers, tras lo cual condujo a Elizabeth hasta un impecable cuarto de baño.

Nunca había agradecido tanto algo como aquella invitación; todas las mujeres bien educadas de su época tenían que soportar de vez en cuando horas y horas sin poder vaciar su vejiga, y por lo tanto no se atrevían a beber más que un sorbo de agua antes de salir de viaje, fuesen a donde fuesen. La sed llevaba a la deshidratación, y la orina concentrada producía cálculos en la vejiga y los riñones; la hidropesía acababa con la vida de muchas mujeres.

Después de beber varias tazas de café, comer algunos bocadillos y un trozo de un delicioso pastel de carvi, Elizabeth se fue a la cama tan cansada que no recordaba nada de lo ocurrido antes de entrar en la casa.

– Si no te gustan tus habitaciones, Elizabeth, dime por favor cuáles preferirías -dijo Alexander mientras desayunaban en la estancia más hermosa que Elizabeth había visto en su vida. Las paredes y el techo eran de paneles de vidrio unidos por delicados filetes de hierro pintados de blanco, y había en la sala una verdadera selva de palmeras y helechos.

– Mis habitaciones me gustan mucho, pero no tanto como este sitio.

– Esto es un invernadero, se lo llama así porque en los climas fríos permite mantener con vida a las plantas vulnerables a la escarcha y las heladas durante el invierno.

Alexander vestía sus pieles, como Elizabeth las había bautizado, y su sombrero estaba tirado en una silla vacía.

– ¿Vas a salir?

– Ahora que estoy aquí, habitualmente no me verás demasiado hasta la noche. La señora Summers te acompañará a recorrer la casa, así después podrás decirme si hay algo que no te gusta. Es mucho más tuya que mía, tú eres quien pasará más tiempo en ella. Supongo que no tocas el piano…

– No, no podíamos darnos el lujo de tener un piano.

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