– ¿Usurpador?
– Se lo llama así porque «usurpó» sin autorización tierras de la Corona. En el pasado, quien se apropiaba de hecho de tierras que después nadie reclamaba, con el tiempo se convertía en su virtual propietario. Eso es lo que hizo Dewy. Pero ahora una ley del Parlamento ha cambiado las cosas. Yo suavicé sus pretensiones ofreciéndole una participación en Apocalipsis, y a partir de entonces nada de lo que hago le parece mal.
Por fin iban a dejar Sydney, algo que no apenó en lo más mínimo a Elizabeth, ahora que poseía dos docenas de enormes baúles pero se había quedado sin criada. Al parecer, la señorita Thomas había hecho algunas averiguaciones sobre la ciudad de Kinross y, de resultas de ello, esa misma mañana había renunciado a su puesto. Su deserción no había afligido a Elizabeth, que prefería arreglárselas sola.
– No te preocupes -dijo Alexander cuando recibió la noticia-. Pediré a Ruby que te consiga una buena muchacha china. ¡Y no me digas que preferirías no tener una Abigail! Hace dos semanas que alguien se ocupa diariamente de tu pelo, así que ya deberías saber que necesitas un par de manos, y no precisamente las tuyas, para estar peinada como corresponde.
– ¿Ruby? ¿Es tu ama de llaves? -preguntó Elizabeth, consciente de que iba a vivir en una casa llena de sirvientes.
Alexander rió. Tanto, que no pudo evitar las lágrimas.
– Ah, no -replicó cuando pudo recomponerse-. Ruby es, por decirlo de alguna manera, una institución. Decir de ella algo menos respetuoso sería rebajarla. Ruby es una maestra del comentario sarcástico y de la observación cáustica. Es Cleopatra, pero también Aspasia, Medusa, Josefina y Catalina de Médicis.
¡Oh! Elizabeth no tuvo oportunidad de continuar la conversación porque habían llegado a la estación ferroviaria de Redfern, una zona desolada en la que sólo había cobertizos y vías que se entrecruzaban unas con otras.
– Las plataformas están bastante abandonadas; no hacen más que decir que van a construir una terminal grandiosa en George Street, pero al parecer es todo pura palabrería -dijo Alexander mientras la ayudaba a bajar del tílburi.
En Edimburgo, cuando había abordado el tren a Londres, estaba tan mareada por el cruce del estuario en ferry que no sintió la menor curiosidad, pero ahora miraba el tren a Bowenfels con una mezcla de temor y asombro. Una locomotora de vapor montada sobre una combinación de ruedas, unas más grandes, otras más pequeñas, las traseras unidas por unas barras, jadeaba como un perro enorme y furioso mientras su chimenea despedía finas volutas de humo. Esta máquina infernal estaba unida a un ténder de hierro repleto de carbón, detrás del cual se alineaban ocho vagones -seis de segunda clase y dos de primera- y, al final de la formación, un furgón de cola (ésas fueron las palabras que usó Alexander) destinado al equipaje y la carga y en el que se encontraba la cabina del revisor.
– Sé que la parte trasera del tren se bambolea mucho más que la delantera, pero yo necesito asomarme a la ventanilla y ver la locomotora -dijo Alexander, mientras la hacía subir a lo que parecía una espaciosa y lujosa sala-. Por eso enganchan un vagón de primera clase detrás de todos los otros. En realidad, éste es el compartimiento privado del gobernador, pero le encanta que yo lo use cuando él no lo necesita. Al fin y al cabo, pago por ello.
Exactamente a las siete en punto, el tren a Bowenfels abandonó la estación. Elizabeth iba pegada a una de las ventanillas. Sí, Sydney era grande; pasaron quince minutos hasta que las casas empezaron a ralear, quince minutos de traqueteo a una velocidad asombrosa. De tanto en tanto pasaban sin detenerse junto a una plataforma en la que un cartel anunciaba el nombre de alguna pequeña localidad: Strathfield, Rose Hill, Parramatta.
– ¿A qué velocidad vamos? -preguntó ella, disfrutando de aquella sensación vertiginosa y del balanceo del tren.
– Ochenta kilómetros por hora, aunque puede llegar a los cien si alimentan la caldera como es debido. Éste es el expreso de pasajeros semanal, no se detiene hasta Bowenfels, y es ligero como el viento comparado con un tren de carga. Pero la velocidad disminuye a entre treinta y treinta y cinco kilómetros por hora cuando comenzamos a subir, y en algunos parajes aún menos que eso, así que nuestro viaje dura nueve horas.
– ¿Qué transporta un tren de carga?
– Cuando va hacia Sydney, trigo y otros productos del campo, queroseno de Hartley. Cuando va hacia Bowenfels, materiales de construcción, mercancías para las tiendas de los alrededores, equipamiento para el trabajo en las minas, muebles, periódicos, libros, revistas. Ejemplares premiados de ganado vacuno, equino y ovino. Y también hombres que van hacia el oeste a explorar o a buscar trabajo en las tareas del campo; en fin, de todo un poco. Pero nunca -agregó con énfasis- nunca dinamita.
– ¿Dinamita?
Elizabeth lo miraba con auténtica curiosidad. Alexander apartó la vista y la dirigió a varias docenas de enormes cajas de madera apiladas desde el suelo hasta el techo en un rincón del compartimiento, todas ellas rotuladas con el dibujo de la calavera y las tibias cruzadas.
– La dinamita -dijo- es un nuevo sistema para volar las rocas. No la pierdo nunca de vista porque resulta tan difícil de conseguir que es casi tan preciosa como el oro. Este cargamento lo hice enviar desde Suecia a Londres, vino contigo en el Aurora. La voladura de rocas -continuó, con creciente entusiasmo- solía ser una tarea peligrosa e impredecible. Se hacía con pólvora negra, pólvora a secas para ti. Era muy difícil saber en qué forma la pólvora negra iba a fracturar la roca, qué dirección tomaría la fuerza explosiva. Yo lo sé, me he encargado de la pólvora en una docena de sitios diferentes. Pero, hace poco, un sueco tuvo una idea brillante y descubrió el modo de dominar sin peligro la nitroglicerina, que es tan inestable que puede explotar con sólo sacudirla. Ese sueco mezcló la nitroglicerina con una base de una ardilla llamada kieselgur y envolvió la mezcla en un cartucho de papel al que dio la forma de una vela roma. El cartucho sólo explota si es detonado mediante una cápsula de fulminante de mercurio fuertemente adherida a uno de sus extremos. El artificiero incorpora una mecha al detonador, y se produce una explosión más segura y mucho mejor controlada. Aunque si uno tiene una dínamo, puede desencadenar la explosión haciendo pasar una corriente eléctrica a través de un cable lo suficientemente largo. Pronto lo haré de esa manera.
Alexander no pudo evitar una carcajada al ver la expresión de perplejidad con que ella lo miraba. Esa mañana, su esposa lo estaba divirtiendo de veras.
– ¿Has entendido alguna palabra de cuanto he dicho, Elizabeth?
– Varias -replicó ella, y le sonrió.
Alexander se quedó mirándola, gratamente sorprendido.
– Ésa es la primera sonrisa que me dedicas desde que nos conocemos -dijo.
Ella sintió que se ruborizaba y volvió a mirar por la ventanilla.
– Voy a ver a los maquinistas -dijo él de pronto. Abrió la puerta delantera y desapareció.
Antes de que regresara al compartimiento el tren había cruzado, a través de un puente, un ancho río; lo que tenía ahora por delante era una barrera de altas colinas.
– Ese es el río Nepean -dijo Alexander-, así que ha llegado el momento de abrir una ventanilla. Ahora nuestro tren debe trepar por una pendiente tan escarpada que tendrá que moverse en zigzag, es decir, avanzando y luego retrocediendo. En una distancia de mucho menos de un kilómetro y medio, ascenderemos trescientos metros, unos treinta centímetros cada nueve metros recorridos.
A pesar de que la velocidad había disminuido considerablemente, abrir una ventanilla producía un efecto devastador sobre la ropa; grandes partículas de hollín se colaban en el vagón y se posaban por todas partes. Pero era fascinante, sobre todo cuando las vías describían una curva, porque en ese momento podía ver la locomotora, el humo negro que su chimenea despedía en forma de inmensas volutas, las barras que hacían girar las grandes ruedas. A veces, las ruedas patinaban sobre los raíles, y perdían fuerza en medio de un estruendo de resoplidos entrecortados. Al final del primer zigzag el tren afrontó la siguiente cuesta invirtiendo la marcha, de modo que era el furgón el que encabezaba la formación mientras la locomotora empujaba desde atrás.
Читать дальше