Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– La cantidad de veces que el tren invierte la marcha está calculada para que al llegar a la cima la locomotora vuelva a estar al frente -explicó él-. La del zigzag es una idea muy inteligente. Gracias a ella, el gobierno finalmente pudo tender una línea férrea para cruzar las Montañas Azules, que en realidad no son montañas. Estamos subiendo por lo que se llama una meseta agrietada por la erosión. Al llegar al otro extremo descenderemos, otra vez en zigzag. Si éstas fueran montañas podríamos ir por los valles y atravesar el curso de agua por un túnel. Eso no sólo sería mucho más fácil sino que además habría permitido tener acceso a las zonas rurales del oeste del país, que son de lo más fértiles, hace décadas. Nueva Gales del Sur no da nada fácilmente, y lo mismo sucede con las otras colonias de Australia. Cuando finalmente lograron conquistar las Montañas Azules, los hombres que descubrieron la solución comprendieron que debían dejar de lado todas las teorías que habían aprendido en Europa.

Así que, pensó ella, acabo de encontrar una de las claves para entender la mente de mi esposo, y su espíritu, o tal vez incluso su alma. Está bajo el hechizo de la mecánica, de las máquinas y los inventos, y por muy ignorante que sea quien lo escucha, él no vacila en seguir hablando y enseñando todo lo que sabe.

El paisaje era de lo más extraño. Las laderas de las colinas caían, como cortadas a pico, a lo largo de cientos de metros y formando espectaculares precipicios, hacia enormes valles cuajados de bosques de un intenso color gris verdoso que por la distancia se tornaba azulado. No había pinos, ni hayas, ni robles, ni uno solo de los árboles que abundaban en Escocia, pero sin embargo éstos, que tan ajenos resultaban a Elizabeth, tenían su propia belleza. Este sitio es más grandioso que mi país, pensó ella, aunque sólo sea porque parece no tener límites. No vio indicio alguno de que la región estuviese habitada, salvo unas pocas y minúsculas aldeas a los lados de las vías, por lo general en las inmediaciones de una posada o una gran casa de campo.

– Sólo los nativos pueden vivir allí -dijo Alexander cuando un gran claro les ofreció una vista particularmente maravillosa de un inmenso cañón rodeado de verticales despeñaderos de color naranja-. Pronto pasaremos por un apartadero llamado Los morteros. Es una serie de canteras, y en el suelo del valle que está más allá hay una rica veta de carbón. Se dice que quieren explotarla, pero yo pienso que el coste de acarrear el carbón será prohibitivo, pues habría que subirlo unos trescientos metros. Si se enviase por barco a Sydney sería más barato que el carbón de Lithgow, pero salvar el zigzag de Clarence resulta muy difícil.

De pronto, él desplegó los brazos en un gesto grandilocuente, como si así quisiera abarcar el mundo.

– Elizabeth, ¡mira! Lo que ves es la geología de la tierra en todo su esplendor. Los despeñaderos están formados por un estrato de arenisca de principios del triásico, bajo el cual hay yacimientos de carbón del pérmico, y debajo de ellos granito, esquisto y piedra caliza de los períodos devónico y silúrico. En algunas de las montañas del norte, la cima es una delgada capa de basalto vomitada por algún descomunal volcán: la cereza del terciario sobre el pastel triásico, y casi todo, ahora, erosionado. ¡Maravilloso!

¡Oh, quién pudiera entusiasmarse así con algo! ¿Qué clase de vida tendría que llevar yo para llegar a saber siquiera una pequeña parte de lo que él sabe? He nacido para ser una ignorante, se dijo Elizabeth.

A las cuatro de la tarde el tren llegó a Bowenfels, el punto más al oeste de su trayecto, aunque la ciudad más importante era Bathurst, situada unos setenta y cinco kilómetros más allá. Después de una urgente y necesaria visita al retrete de la estación, un impaciente Alexander instalaba apresuradamente a Elizabeth en un carruaje.

– Quiero estar en Bathurst esta noche -explicó.

A las ocho llegaron al hotel, en esa ciudad. Elizabeth estaba agotada, pero al amanecer Alexander volvió a instalarla a toda prisa en el carruaje mientras ordenaba que el convoy se pusiera en movimiento. ¡Oh, otro día de viaje perpetuo! Su carruaje encabezaba la marcha, Alexander iba montado en una yegua, y seis carros tirados por caballos transportaban sus baúles, un cargamento proveniente del depósito ferroviario de Rydal, y las preciosas cajas de dinamita. El convoy, dijo Alexander, desalentará a los bandidos.

– ¿Bandidos? -no pudo menos que preguntar ella.

– Salteadores de caminos. No quedan muchos, porque se los ha perseguido despiadadamente. Estos solían ser los dominios de Ben Hall, un bandido muy famoso. Ahora está muerto, como la mayoría de los de su calaña.

Los despeñaderos habían sido reemplazados por elevaciones cuya forma se asemejaba más a lo que ella conocía como montañas, y que no eran muy diferentes de las que había en Escocia, pues en muchas de ellas no se veía árbol alguno; sin embargo, tampoco crecían aquellos brezos que dan un poco de color al otoño, y la hierba era seca, plumosa y de un color plata pardusco. El camino de tierra, salpicado de profundos baches, serpenteaba caprichosamente para evitar los montículos de canto rodado, los lechos de los arroyos, los inesperados declives de las hondonadas. Sacudida y zarandeada sin descanso, Elizabeth rogaba a Dios que Kinross, estuviese donde estuviese, apareciera de una vez por todas.

Pero Kinross no apareció hasta casi el atardecer. El camino, que atravesaba un bosque, desembocó a esas horas en un espacio abierto y se convirtió en una carretera pavimentada junto a la cual se alzaban un buen número de casuchas y tiendas de campaña. Todo lo que había visto hasta ese momento le había resultado extraordinariamente raro y singular, pero no era nada comparado con Kinross, que ella había imaginado como la Kinross escocesa. ¡Oh, no era así! Cuando las casuchas y las tiendas de campaña comenzaron a ralear aparecieron casas un poco más sólidas, algunas de madera, otras de paredes de juncos, techadas con chapas de hierro acanaladas, o con láminas de lo que parecía ser una corteza de árbol, y que estaban unidas unas a otras y fijadas con sogas a la edificación. Las viviendas se hallaban dispersas a ambos lados de la calle, pero en unos pocos callejones laterales se dejaban ver torres de madera, puntales, barracas, un paisaje extravagante cuya razón de ser ella no lograba adivinar. ¡Todo era feo, feo, feo!

Las casas dieron paso a tiendas y edificios comerciales cada uno de los cuales ostentaba su propia marquesina, diferente de las de sus vecinos. Por otra parte, estas marquesinas no estaban unidas las unas a las otras y se habían instalado sin prestar atención a ningún criterio de simetría, orden o belleza. Los carteles que identificaban estos edificios estaban toscamente pintados a mano y anunciaban una lavandería, una casa de huéspedes, un restaurante, un bar, una tabaquería, un zapatero, una barbería, un almacén, una consulta médica y una ferretería.

Había dos edificios de ladrillo rojos, uno de ellos una iglesia con chapitel y todo, el otro una construcción de dos pisos cuya galería superior estaba profusamente adornada con la misma clase de aplicaciones de hierro fundido que Elizabeth había visto por todas partes en Sydney; su marquesina de chapas de hierro acanaladas estaba soportada por pilares también de hierro, y más aplicaciones de hierro fundido. Un cartel cuyas letras habían sido elegantemente delineadas identificaba al HOTEL KINROSS.

No había árboles, de modo que el sol, a pesar de que ya declinaba, seguía haciéndose sentir con intensidad. Tanto que Elizabeth creyó ver una llamarada en la cabellera de la mujer que estaba ante las puertas del hotel. Su postura marcial y el resuelto aire de invulnerabilidad que rezumaba la mujer le llamaron tanto la atención que estiró el cuello cuanto pudo para no perderla de vista. Una figura sorprendente. Como Britania en las monedas o Boadicea en las ilustraciones de los libros. La mujer dedicó a Alexander, que cabalgaba junto al carruaje, lo que pareció ser un saludo burlón, y luego se dio la vuelta para mirar en la dirección opuesta a la que llevaba el convoy. Sólo entonces Elizabeth advirtió que estaba fumando un puro y su nariz despedía humo como la de un dragón.

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