– Bueno, no dejan de ser un consuelo, cuando se mitiga el dolor, ¿no crees? Yo gocé veintiséis años de Dane, y he aprendido a decirme que lo que pasó debió ser para bien, que él debió librarse de alguna terrible prueba que quizá no habría podido soportar. Como Frank, tal vez…, pero de otro modo. Las dos sabemos que hay cosas peores que la muerte.
– ¿No estás amargada? -preguntó Fee.
– ¡Oh! Al principio lo estaba; pero, por ellos, he aprendido a no estarlo.
Fee reanudó su labor.
– Así, cuando nosotras nos vayamos, no quedará nadie -dijo, suavemente-. Drogheda dejará de existir. Bueno, le dedicarán una línea en los libros de historia, y algún joven diligente vendrá a Gilly para interrogar a los que recuerden algo, para el libro que escribirá sobre Drogheda. La última de las grandes haciendas de Nueva Gales del Sur. Pero ninguno de sus lectores sabrá nunca cómo fue en realidad, porque les será imposible. Habrían tenido que formar parte de ella.
– Sí -dijo Meggie, que había interrumpido su labor-. Habrían tenido que formar parte de ella.
Despedirse de Rain por carta, anonadada por el dolor y la aflicción, había sido fácil; en realidad, había sido una satisfacción cruel, porque había golpeado como debía: yo sufro, luego tú debes sufrir también. Pero, esta vez, Rain no estaba dispuesto a contentarse con una simple carta. Debían cenar en su restaurante predilecto. No había propuesto su casa de Park Lañe, que la había inquietado, pero no sorprendido. Sin duda pretendía decirle el adiós definitivo bajo la mirada benévola de Fritz. Indudablemente, no quería correr ningún riesgo.
Por una vez en su vida, cuidó ella de vestirse a gusto de él; el diablillo que generalmente la impulsaba a los vestidos de color naranja se había retirado lanzando maldiciones. Ya que a Rain le gustaban los estilos sobrios, se puso un vestido largo de punto de seda, de un rojo borgoña' mate, cerrado hasta eí cuello y con mangas largas y ceñidas. Añadió una gargantilla plana de oro, con perlas y granates engastados, y brazaletes haciendo juego en ambas muñecas. Pero, ¡qué horribles eran sus cabellos! Nunca podía domarlos lo bastante para el gusto de él. Más maquillaje que de costumbre, para disimular las huellas de su depresión. Así. Ya procuraría que no la mirase desde demasiado cerca.
Él no pareció hacerlo; al menos, no hizo ningún comentario sobre cansancio o una posible indisposición, y ni siquiera aludió a las molestias de hacer el equipaje. Lo cual era extraño en él. Y, al cabo de un rato, ella empezó a tener la sensación de que debía acabarse el mundo, tan- diferente era él de lo que solía ser.
Rain no contribuía al éxito de la cena, a hacer de ésta una cosa a la que pudiesen referirse en sus cartas con regocijo y satisfacción. Si Justine hubiese podido convencerse de que él estaba simplemente trastornado por su partida, le habría parecido bien. Pero no podía. Era un estado de ánimo distinto. Más bien parecía tan distante que ella tenía la impresión de estar sentada delante de una efigie de papel, sólo ansiosa de desvanecerse en la brisa y alejarse de ella para siempre. Como si ya se hubiesen despedido anotes y esta reunión fuese superflua.
¿Has recibido ya carta de tu madre? -preguntó cortésmente Rain.
– No; aunque, en realidad, no la esperaba. Probablemente se ha quedado sin palabras.
– ¿Quieres que Fritz te lleve mañana al aeropuerto?
– Gracias, puedo tomar un taxi -respondió ella, con acritud-. No quiero privarte de sus servicios.
– Tengo reuniones todo el día. Te aseguro que no me causaría ninguna extorsión.
– ¡He dicho que tomaré un taxi!
Él arqueó las cejas.
Ya no la llamaba herzchen; últimamente, había advertido que cada vez empleaba menos el viejo término cariñoso, y esta noche no lo había empleado ni una vez. ¡Oh, qué horrible y deprimente cena! ¡Ojalá terminase pronto! Se miró las manos y trató de recordar lo que le parecían, pero no pudo. ¿Por qué no era la vida una cosa clara y bien organizada? ¿Por qué tenían que ocurrir cosas como lo de Dane? Tal vez porque pensó en Dane, su ánimo se derrumbó de pronto hasta el punto de que no pudo aguantar más y apoyó las manos en los brazos de su silla.
– ¿Te importa que nos marchemos? -preguntó-. Me está dando un terrible dolor de cabeza.
En la encrucijada de High Road con la calleja de la casa de Justine, Rain la ayudó a bajar del coche, dijo a Fritz que diese la vuelta a la manzana, y puso una mano debajo del codo de ella para guiarla cortésmente, en un contacto enteramente impersonal. En la fría humedad de una llovizna londinense, caminaron despacio sobre el empedrado, envuelto en los ecos de sus pisadas. Unas pisadas lúgubres, solitarias.
– Bueno, Justine, tenemos que despedirnos -decidió él.
– Al menos, por ahora -respondió vivament'e ella-, pero no será para siempre. Yo vendré de vez en cuando, y espero que tú encuentres una ocasión para venir a Drogheda.
Él meneó la cabeza.
– No. Esto es una despedida, Justine. Creo que ya nada podemos hacer el uno por el otro.
– Quieres decir que ya no te sirvo para nada -dijo ella, y consiguió soltar una risa bastante convincente-. Está bien, Rain. No te preocupes, ¡puedo soportarlo!
Él le tomó la mano, la besó, se irguió, sonrió mirándola a los ojos, y se alejó.
Había una carta de su madre sobre la esterilla. Justine se detuvo a recogerla, dejó el bolso y el chai donde había estado la carta, se quitó los zapatos y se dirigió al cuarto de estar. Se sentó pesadamente en uno de los bultos, chupándose el labio y contemplando un momento, con interrogadoras y pasmadas conmiseraciones, un magnífico apunte del busto de Dane, realizado para conmemorar su ordenación. Después sorprendió a los dedos de sus pies descalzos en el acto de acariciar la enrollada piel de canguro; hizo una mueca de repugnancia y se levantó rápidamente.
Un corto paseo hasta la cocina era lo que necesitaba. Por consiguiente, fue a la cocina, donde abrió el frigorífico, sacó la jarrita de crema, abrió la puerta del congelador y extrajo un bote de café molido. Con una mano en la espita del agua para el café, miró con ojos muy abiertos a su alrededor, como si nunca hubiese visto esta cocina. Miró los desperfectos del papel de las paredes, el pulido filodendro en su castillo colgado del techo, el negro reloj en forma de gatito que meneaba el rabo y movía los ojos, ante el espectáculo de un tiempo malgastado alegremente. GUARDAR EL CEPILLO DE LOS CABELLOS, decía la pizarra en letras mayúsculas. Sobre la mesa, un apunte a lápiz de Rain, hecho por ella hacía unas semanas. Y un paquete de cigarrillos. Tomó uno de éstos y lo encendió, puso la cafetera sobre el hornillo y recordó la carta de su madre, que llevaba aún en una mano. Podía leerla mientras se calentaba el agua. Se sentó en la mesa de la cocina, tiró el dibujo de Rain al suelo y plantó un pie encima de él. ¡Ahora te toca a ti, Rainer Moerling Hartheim! Mira lo que me importas, dogmático Kraut de chaqueta de cuero.
No te sirvo para nada, ¿eh? Bueno, ¡tampoco tú me sirves a mí!
Mi querida Justine (decía Meggie). Sin duda te estás comportando con tus prisas impulsivas; por esto espero que esta carta llegue a tiempo. Si algo de- lo que te dije en mis cartas anteriores provocó tu súbita decisión, te ruego que me perdones. No quería producir una reacción tan drástica. Creo que sólo buscaba un poco de simpatía, pero siempre me olvido de que, bajo tu dura piel, eres muy blanda.
Sí, me siento sola, terriblemente sola. Sin embargo, esto no lo remediarías viniendo a casa. Si te detienes a pensarlo un momento, verás que es verdad lo que te digo. ¿Qué esperas conseguir viniendo a casa? Tú no puedes devolverme lo que perdí, ni puedes repararlo. La pérdida no es sólo mía, sino también tuya, de la abuelita y de todos los demás. Pareces pensar, y es una idea totalmente equivocada, que fuiste responsable de aquello. Tu actual impulso me parece que es, en cierto modo, como un acto de contrición. Y esto es orgullo y presunción, Justine. Dane era un hombre mayor, no un niño indefenso. Yo le dejé marchar, ¿no es cierto? Si me hubiese dejado llevar por un sentimiento como el tuyo, me estaría volviendo loca de arrepentimiento, por haberle dejado vivir su vida. Pero yo no me considero culpable. Ninguno de nosotros puede representar el papel de Dios, y creo que tengo más razones que tú para saberlo.
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