Nunca se le había ocurrido pensar, antes de ahora, que él consideraba tal vez un engorro, una parte de su pasado que querría ver enterrada en digna oscuridad, en algún lugar como Drogheda; pero quizás era lo cierto. En cuyo caso, ¿por qué se había introducido de nuevo en su vida, nueve meses atrás? ¿Porque sentía compasión por ella? ¿Porque creía que le debía algo y que tenía que pagarlo? ¿Porque pensaba que ella necesitaba que alguien la empujase hacia su madre, a causa de lo de Dane? Él quería mucho a Dane, y vete a saber de lo que habrían hablado en aquellas largas visitas a Roma, cuando ella no estaba presente. Tal vez Dane le había pedido que no la perdiese de vista, y esto era nrecisamenté lo que hacía. Había esperado un tiempo.prudencial, para asegurarse de que ella no le daría con la puerta en las narices, y después, se había presentado de nuevo en su vida, para cumplir alguna promesa que le hiciera a Dane. Sí, ésta era probablemente la respuesta. Lo seguro era que yá no la amaba. La atracción que hubiese podido ejercer sobre él se había extinguido hacía tiempo; a fin de cuentas, ella le había tratado de un modo abominable. Sólo podía culparse a sí misma.
Después de pensar esto, lloró desconsoladamente, consiguió sobreponerse lo suficiente para decirse que era una estúpida, se volvió en la cama, golpeó la almohada en un esfuerzo inútil para conciliar mejor el sueño y, al no lograrlo, trató de leer en su libro. A las pocas páginas, las palabras se hicieron borrosas y se confundieron traidoramente, y, por más que se esforzó en realizar el viejo truco de encerrar su aflicción en un oscuro rincón de su mente, acabó sintiéndose abrumada por ello. Por último al filtrarse por las ventanas la triste luz de la tardía aurora londinense, se sentó a su mesa escritorio, sintiendo el frío de la mañana, oyendo el zumbido lejano del tráfico, oliendo la humedad y gustando la acritud del ambiente. De pronto, la idea de Drogheda le pareció maravillosa. Aire suave y puro, un silencio sólo interrumpido por causas naturales. Paz.
Cogió una de sus plumas con punta de fieltro y empezó a escribir una carta a su madre, secándose las lágrimas a medida que escribía.
Espero que comprendas por qué no he estado en casa desde que murió Dane
– decía-; pero, pienses lo que pienses, sé que te alegrará saber que voy a rectificar mi omisión de un modo permanente.
Sí, eso es. Voy a volver a casa para siempre, mamá. Tenías razón; ha llegado el día en que añoro Drogheda. He campado por mis respetos y he descubierto que esto no significa nada para mí. ¿Qué sacaré de rondar de un escenario a otro durante el resto de mi vida? ¿Y qué más tengo aquí, aparte del escenario? Quiero algo seguro, permanente, duradero, y por eso yol-veré a Drogheda, que tiene todas estas cualidades. Basta de sueños vanos. ¡Quién sabe! Tal vez me case con Boy King, si todavía me quiere, y haré algo que valga la pena en mi vida, como tener una tribu de hombrecillos de las llanuras del Noroeste. Estoy cansada, mamá, tan cansada que no sé lo que me digo; ojalá pudiese escribir lo que siento.
Bueno, trataré de poner esto en claro en otro momento Dady Macbeth ha terminado, y aún no había decidido lo que haría en la temporada próxima; por consiguiente, no perjudicaré a nadie si dejo de actuar. Londres es un hormiguero de actiices. Clyde puede remplazarme adecuadamente en dos segundos, y tú no puedes, ¿verdad? Lástima que haya necesitado treinta y un años para darme cuenta.
Si Rain no me hubiese ayudado, aún habría tardado más; pero él es un tipo muy perspicaz. No te ha visto nunca y, sin embargo, parece conocerte mejor que yo. Cierto que dicen que las cosas se ven mejor desde fuera. Y esto es sin duda lo que le pasa a él. Estoy harta de él: siempre inspeccionando mi vida desde las alturas de su Olimpo. Parece pensar que le debe algo a Dane, o tal vez le prometió algo, y siempre me está incordiando y queriendo verme, pero al fin me he dado cuenta de que soy yo la engorrosa. Si estoy a salvo en Drogheda, su deuda, o lo que sea, quedará cancelada, ¿verdad? Al menos, deberá estarme agradecido por los viajes en avión que se ahorrará.
En cuanto me haya organizado, volveré a escribirte y te diré cuándo debes esperarme. Mientras tanto, recuerda que, a mi extraña manera, te quiero.
Firmó con su nombre, sin la rúbrica acostumbrada; más bien como la «Justine» que solía poner al pie de las cartas respetuosas que escribía en el pensionado bajo la mirada vigilante de una monja censora. Después, dobló las hojas, las introdujo en un sobre de correo aéreo y estampó en éste la dirección. De paso para el teatro, donde se daba la última representación de Macbeíh, la echó a un buzón.
Siguió adelante con sus planes de marcharse de Inglaterra. A Clyde le dio un berrinche y lanzó tales gritos que ella se echó a temblar; después, de la noche a la mañana, cambió por completo y cedió, con tosca amabilidad. No hubo ninguna dificultad en disponer la cuestión de arrendamiento del díso, pues éste era de una categoría muy solicitada; en realidad, en cuanto circuló la voz, el teléfono sonó cada cinco minutos, hasta que ella descolgó el auricular. La señora Kelly, que tanto había «hecho» por ella desde los lejanos días en que había venido a Londres por primera vez, andaba dolorida entre una selva de bultos y de virutas de madera, lamentándose de su destino y colgando disimuladamente el teléfono, con la esperanza de que llamase alguien con poder suficiente para disuadir a Justiné de su propósito.
En medio de este torbellino, llamó alguien que tenía aquel poder, pero no lo hizo para persuadirla de cambiar de idea; Rain no sabía siquiera que iba a marcharse. Tan sólo le "pidió que hiciese los honores en un banquete que iba a dar en su casa de Park Lañe.
– ¿Qué quieres decir con esto de tu casa de Park Lañe? -chilló Justine, con asombro.
– Bueno, con la nueva participación inglesa en la Comunidad Económica Europea, paso tanto tiempo en Inglaterra que me resulta más práctico tener aquí una especie de pied-á-terre, por lo cual he alquilado una casa en Park Lañe
– explicó él.
– ¡Dios mío, Rain! ¡Qué reservado eres! ¿Cuánto tiempo hace que la tienes?
– Cosa de un mes.
– ¿Y dejaste que la otra noche me armase un lío, sin decirme nada? ¡Maldito seas!
Estaba tan enojada que no podía hablar debidamente.
– Iba a decírtelo, pero me impresionó tanto que pensaras que estaba volando continuamente que no pude resistir la tentación de simular un poco más de tiempo -dijo él, conteniendo la risa.
– ¡Te mataría por esto! -r-gruñó ella entre dientes, pestañeando para expulsar las lágrimas.
– ¡No, herzchen, por favor! ¡No te enfades! Ven y sé mi anfitriona, y podrás inspeccionar el lugar cuanto te venga en gana.
– Naturalmente, con cinco millones de otros kvvi-tados haciendo de carabina, ¿en? ¿Qué te pasa, Rain? ¿No confías lo bastante en ti mismo para estar a solas conmigo? ¿0 es en mí en quien no confías?
– No serás una invitada -dijo él, respondiendo a la primera parte de su invectiva-. Serás la anfi-triona, y esto es muy diferente. ¿Aceptas?
Elia se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y contestó ásperamente:
– Sí.
Aquello resultó más divertido de lo que ella se había atrevido a esperar, pues la casa de Rain era realmente magnífica, y él estaba de tan buen humor que hubo de contagiársele. Ella se presentó vestida de forma adecuada, aunque un poco demasiado llamativa para el gusto de él; pero, después de una mueca involuntaria al ver sus zapatos rojos de satén, la asió del brazo y la llevó a ver el lugar antes de que llegasen los invitados. Después, durante la velada, Rain se comportó perfectamente, tratándola delante de los otros con una intimidad natural que la hizo sentirse útil y apreciada. Los invitados eran tan importantes, políticamente, que ella no quería pensar en la clase de decisiones que habrían de tomar. Además, eran gente normal. Y esto empeoraba la cosa. -Me habría sentido menos violenta si uno de ellos hubiese dado señales de figurar entre los «Pocos Escogidos» -dijo a Rain, cuando todos se hubieron marchado, contenta de poder estar al fin a solas con él y* preguntándose con qué rapidez la mandaría a casa-. Ya sabes, como Napoleón o como Churchill. Aunque son muchos los estadistas que se consideran rectores del destino. ¿Te consideras tú uno de ellos. Rain?
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