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Colleen McCullough: La huida de Morgan

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Colleen McCullough La huida de Morgan

La huida de Morgan: краткое содержание, описание и аннотация

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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Stephen le dio un beso y apartó el paquete, cosa que no pareció molestarla en absoluto; cuando su padre estaba en la habitación con ella, no tenía ojos más que para él.

– Guárdaselo para ella -dijo Stephen, entregándole el paquete a Kitty-. Tardará unos cuantos años en apreciarlo.

Picada por la curiosidad, Kitty deshizo el paquete y contempló su contenido con asombro.

– ¡Oh, Stephen! ¡Es preciosa!

– Se la compré al capitán del Kitty . Se llama Stephanie .

Era una muñeca con una cara de porcelana delicadamente pintada, unos ojos con los iris rayados como los de verdad, unas pestañas cuidadosamente dibujadas, una mata de cabello amarillo hecho con hilos de seda y un vestido como el de una dama de treinta años atrás, con una falda de seda de color de rosa ahuecada con un tontillo.

– Vuelves a Port Jackson en el Kitty , ¿verdad?

– Sí, y en el mismo barco haré la travesía hasta Portsmouth en junio.

Comieron carne de cerdo asada y después un pastel de cumpleaños; a Kitty le había salido muy ligero gracias a un ingrediente tan sencillo como clara de huevo montada a punto de nieve en un cuenco de cobre con un batidor que Richard le había hecho con alambre de cobre. Era tan mañoso que podía hacerle cualquier cosa que ella le pidiera.

Las esporádicas visitas de los barcos les permitían disponer de té, azúcar auténtico y varios pequeños lujos, entre ellos el orgullo y la alegría de Kitty, un juego de té de porcelana.

En las ventanas sin cristales se agitaban unas verdes cortinas de algodón bengalí, pero los cuadros y los tenedores aún no los había conseguido. No importaba, no importaba. Faltaban quizá unos tres meses para el nacimiento de William Henry; Kitty sabía que era William Henry. Mary tendría que esperar hasta la próxima vez… No tardaría tanto como Richard querría, pero no importaba. Los hijos eran lo único que ella podía darle. Nunca serían demasiados; la isla de Norfolk también encerraba peligros. El año anterior el pobre Nat Lucas, que estaba talando un pino, contempló horrorizado cómo el árbol caía con un monstruoso fragor sobre Olivia, el pequeño William que ésta sostenía en sus brazos y las dos gemelas agarradas a su falda. Olivia y William resultaron prácticamente ilesos, pero Mary y Sarah murieron en el acto. Sí, los hijos nunca eran demasiados. Se lloraba amargamente su pérdida, pero se daba gracias a Dios por los que todavía quedaban.

Su vida estaba llena de felicidad por la sencilla razón de que amaba y era amada, su hija rebosaba de salud y el hijo que crecía en su vientre la volvía loca con sus incesantes patadas. ¡Oh, cuánto echaría de menos a Stephen! Aunque ni una décima parte, lo sabía muy bien, de lo que lo echaría de menos Richard. Pero eran cosas que ocurrían en la vida. Nada se conservaba igual, todo seguía su camino hacia otro lugar que era un misterio hasta que llegaba al umbral. Stephen navegaría en ella hasta Inglaterra y eso era muy importante. El Kitty lo protegería, el Kitty surcaría las aguas como un petrel.

– ¿Nos podemos quedar con Tobías ? -le preguntó.

Las móviles cejas se enarcaron y los ojos intensamente azules parpadearon.

– ¿Separarme yo de Tobías ? No es probable, Kitty. Tobías es un gato marinero, navega conmigo dondequiera que yo voy. Le he enseñado a considerarme su sitio.

– ¿Visitarás al comandante Ross?

– Sin ninguna duda.

Richard esperó a formular su pregunta más acuciante hasta que salió a pasear con Stephen, subiendo por la hendidura de la roca hacia el camino de Queensborough.

– ¿Querrás hacerme un favor, Stephen?

– Lo que sea, ya lo sabes. ¿Quieres que vaya a ver a tu padre y al primo James el farmacéutico?

– Si tienes tiempo, de lo contrario, no. Quiero que le lleves una carta mía a Jem Thistlethwaite en Wimpole Street, Londres, y que se la entregues personalmente. Jamás volveré a verle, pero me gustaría que alguien que conoce al Richard Morgan que ahora soy respondiera de él.

– Así se hará. -Al llegar al blanco mojón, Stephen tomó la peluca y se la puso, contemplando con tristeza al sonriente Richard-. Tienes una semana para escribir tu carta. El Kitty permanecerá en el fondeadero hasta que yo diga lo contrario.

Con la llegada del reverendo Blain como capellán de la isla de Norfolk la obligación de asistir a los oficios religiosos dominicales se suavizó un poco.

El comandante King insistía en que todos los delincuentes asistieran, por lo que, cuando los hombres libres también asistían, los apretujones eran tremendos. Se consideraba que los delincuentes estaban más necesitados de la atención de Dios que los hombres libres.

Sabiendo por tanto que su rostro no sería echado en falta en caso de que no asistiera a los oficios de la mañana siguiente, Richard le dijo a Kitty que el sábado permanecería levantado hasta muy tarde escribiendo una carta al señor Thistlethwaite y que a la mañana siguiente dormiría también hasta muy tarde. Alegrándose de que Richard pudiera disfrutar de unas cuantas horas más de descanso (a fin de cuentas, escribir una carta no era como aserrar un tronco), Kitty se fue a dormir.

Richard tomó con gran cuidado la lámpara de aceite del estante; la había adquirido al mismo tiempo que el juego de té, pero le había costado más porque iba acompañada de un barrilete de cincuenta galones de aceite de ballena. La usaba con mesura -el puro cansancio no le permitía leer por las noches-, pero el hecho de tenerla le facilitaba el estudio del gran tesoro de libros que Jem Thistlethwaite le había enviado, en la única actividad de ocio que no le hacía sentirse un traidor a su familia. Ahora ya sabía que Kitty jamás aprendería a leer y escribir porque ninguna de las dos cosas era importante para ella. La única fuente de conocimientos en su casa era él y, por consiguiente, tenía que leer.

Con el papel bañado por el dorado resplandor de la lámpara de dos pabilos, mojó una de sus plumas de acero en el tintero y empezó a escribir sin apenas vacilar; lo que quería decir ya lo había ensayado mentalmente una y otra vez.

Jem, el portador de esta carta es el mejor hombre que jamás he conocido, y el único consuelo que tengo al perderlo es el hecho de que vos llegaréis a conocerlo y amarlo. En cierto modo, ambos hemos recorrido el mismo camino a lo largo de los años desde que el Alexander permanecía en el Támesis, de barco en barco y de lugar en lugar. Él un hombre libre y yo un convicto. Siempre amigos. Si no tuviera a Kitty y a mis hijos, el hecho de perderlo sería un golpe mortal para mí.

Lo que escribo en estas páginas es distinto de lo que os dije en la carta que os envié tras la recepción de vuestra caja. Aquélla pasó por todas las manos oficiales que encontró, a la merced de ojos entrometidos y mentes lascivas. El milagro es que nuestras cartas lleguen siempre a su destino, pero el goteo de respuestas que se produjo en 1792 (y en el Bellona y el Kitty este año hasta la fecha) nos dicen que los que llevan nuestras cartas a Inglaterra se compadecen de nosotros hasta el extremo de cumplir sus promesas. Algunos de nosotros, sin embargo, jamás recibimos noticias del lugar que casi todos nosotros seguimos llamando nuestra «casa». No sé muy bien si se trata de algo accidental o deliberado. Ésta jamás se apartará del cuidado de Stephen. Puedo decir cualquier cosa y, conociendo a Stephen, sé que permanecerá sentado en silencio para permitiros leer esta carta antes de hablar, lo cual también me deja más libertad.

Este año, 1793, cumpliré cuarenta y cinco años. Stephen os contará mejor que yo qué aspecto tengo y cómo he cambiado físicamente durante este tiempo, pues en la isla de Norfolk no tenemos espejos. Por lo demás, conservo la salud y es probable que ahora pueda trabajar más duro y durante más tiempo que cuando era un muchacho en Inglaterra.

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