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Colleen McCullough: La huida de Morgan

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Colleen McCullough La huida de Morgan

La huida de Morgan: краткое содержание, описание и аннотация

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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Los labios de Kitty se entreabrieron y ésta estuvo casi a punto de decir que le reservaba algo más que un pequeño rincón de su corazón, pero los cerró sin decir nada. Pronunciar las palabras habría sido una promesa, un compromiso que no estaba segura de poder asumir. Richard le gustaba con locura y, precisamente por eso, no le parecía honrado darle a entender que era para ella algo más de lo que verdaderamente era. No sonaba la música en su corazón, no le crecían alas a su alma. En caso de que él ejerciera en ella este efecto, puede que fuera distinto. En caso de que así fuera, ella le podría llamar «amor mío».

Febrero fue un mes muy ventoso y agitado, con huracanes al acecho. Por lo menos, las cosechas ya estaban en el granero y habían sido tan buenas que podrían alimentar a todos los habitantes de la isla de Norfolk aunque no sobraría nada para Nueva Gales del Sur.

El 15 de febrero Richard regresó corriendo a casa, tarde y muy preocupado, pues el teniente gobernador lo había entretenido con más preguntas de las que a Kitty se le habrían podido ocurrir en una semana. Kitty aún no estaba a punto de dar a luz, pero la cabeza ya se había coronado, eso le había dicho Olivia Lucas, y Joey Long no era precisamente una comadrona. Tranquilizado por las palabras de Olivia y de Kitty, según las cuales los primogénitos nunca nacían deprisa, bajó por el sendero de la casa. No salía humo de la alta chimenea de piedra; apuró el paso. A pesar de encontrarse casi en el noveno mes de embarazo, Kitty seguía empeñada en cocer el pan.

Ni un solo sonido.

– ¡Kitty! -llamó, subiendo de un salto los tres peldaños de la puerta.

– Estoy aquí -contestó una vocecita.

Con el corazón tocando a rebato contra su caja torácica, Richard abrió la puerta y echó un vistazo a la estancia. Ni rastro de Kitty. En el dormitorio… ¡Santo cielo! ¡Ya había empezado!

Kitty, incorporada en la cama con la espalda apoyada en dos almohadas, se volvió hacia él con una beatífica sonrisa.

– Richard, ven a conocer a tu hija -dijo-. Di buenas noches, Kate.

Richard sintió que se le doblaban las rodillas, pero consiguió alcanzar la cama y sentarse en su borde, respirando afanosamente.

– ¡Kitty!

– Mírala, Richard. ¿A que es guapa?

Unas manos estropeadas por el trabajo le ofrecieron un bulto fuertemente envuelto en unos lienzos… ¡oh, no era justo que sus manos estuvieran mucho mejor cuidadas que las de ella! Tomó cuidadosamente el bulto y apartó con delicadeza el lienzo que ocultaba un diminuto y arrugado rostro cuya boca era una perfecta O. Los hinchados párpados estaban cerrados, la piel presentaba un color demasiado oscuro para ser rojo y la cabeza estaba rematada por una masa de tupido cabello negro. El océano de amor se abrió y lo devoró por entero. Se hundió sin protestar en aquel mágico reino, se inclinó hacia delante para besar la frente de la diminuta criatura y sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos.

– ¡No lo entiendo! Estabas tan bien cuando salí esta tarde. No me dijiste nada.

– No tenía nada que decir. Es cierto que me encontraba bien. Ocurrió de golpe y sin previo aviso. Rompí aguas, experimenté un dolor muy fuerte y después noté su cabeza. Extendí una sábana limpia en el suelo, me agaché y la tuve. En total, no duró más de un cuarto de hora. En cuanto salió la placenta, busqué un hilo, até el cordón y lo corté con mis tijeras. Ella se puso a gritar…¡no sabes con qué voz!, la limpié, limpié el suelo, puse la sábana en remojo y me bañé. -Rebosante de orgullo, Kitty esbozó una satisfecha sonrisa-. La verdad es que no sé a qué viene tanto alboroto. -Se abrió la bata de indiana de estar por casa y dejó al descubierto un hermoso pecho en cuyo pezón de color rojo oscuro brillaban unas gotas-. Ya me ha subido la leche, pero Olivia dijo que esperara un poco antes de darle el pecho. ¿He sido inteligente, Richard?

Procurando no comprimir el bulto que se interponía entre ambos, Richard se inclinó hacia delante para besarla reverentemente en los labios. Adorándola con los ojos, se enjugó las lágrimas del rostro y sonrió con trémulos labios.

– Muy pero que muy inteligente, esposa mía. Lo has hecho como si lo hubieras hecho veinte veces.

– No tengo balanza y no puedo pesarla, pero creo que es de buen tamaño… y bastante larga. Parece una Morgan, no una Clark.

Richard estudió el rostro de Kate tratando de confirmarlo, pero no pudo.

– Es muy guapa, esposa mía, es lo único que puedo ver. -Después miró detenidamente a Kitty. Parecía un poco cansada, pero estaba tan radiante que él no creía que corriera ningún peligro-. ¿Te encuentras bien? ¿De verdad?

– De verdad. Simplemente cansada. Salió con tanta facilidad que ni siquiera me noto incómoda. Olivia me aconsejó que me agachara. Es la manera más natural, dice. -Kitty volvió a tomar a Kate en sus brazos para mirarla-. ¡Richard! -exclamó en tono de reproche-. Es tu vivo retrato… ¿Cómo no lo ves?

– ¿Te gusta llamarla Catherine como tú?

– Sí. Dos Catherines… Una Kitty y una Kate. A nuestra segunda hija la llamaremos Mary.

Richard no pudo evitarlo. Rompió a llorar hasta que Kitty depositó al bebé en la cama y lo estrechó en sus brazos.

– Te quiero, Kitty. Te quiero más que a la vida.

Sus labios se entreabrieron una vez más para ofrecerse a él. Pero, en aquel momento, Kate lanzó un vigoroso grito y entonces Kitty dijo en su lugar:

– ¿La oyes? Creo que Stephen tiene razón, vamos a tener que criar a una fiera. No hay más que decir. Creo que voy a darle el pecho.

Sacó los brazos de las mangas de la bata y dejó que ésta le resbalara hasta la cintura, retiró los lienzos que envolvían a la criatura y la sostuvo desnuda contra su piel con un placer sensual que mató de envidia a Richard. La boca en forma de O apresó el pezón que se le ofrecía; Kitty emitió un profundo suspiro de placer.

– ¡Oh, Kate, ahora eres mía de verdad!

A Kitty jamás se le había ocurrido poner en duda un hecho: Richard iba a ser un padre maravilloso. Lo que la sorprendía era su entrega absoluta a la paternidad. Muchas de sus amigas y conocidas se quejaban de que sus hombres estaban hartos de parecer poco viriles cuando se ocupaban demasiado de los hijos o de las tareas domésticas. Llevar en brazos a un niño cansado se consideraba aceptable, besar y acariciar a un bebé también se aceptaba, pero no se podía caer en los excesos. En cambio, a Richard no le importaba lo que sus amigos pudieran pensar de él. Si alguno lo visitaba, no le importaba que lo viera cambiando los pañales sucios de Kate y ni siquiera le importaba que lo vieran lavándolos o poniéndolos a secar. Y, al parecer, su imagen viril no sufría el menor menoscabo ante sus ojos. O, en caso de que sí lo sufriera, él no se daba cuenta. O, si se daba, no pensaba que semejantes opiniones tuvieran el menor interés. En cierto sentido, tenía suerte: no parecía un marica. De haberlo parecido, puede que las cosas hubieran sido distintas.

Trabajaba muy duro porque procuraba hacer más cosas en menos tiempo, siempre ansioso de regresar a casa para ver a Kitty y Kate. Cuando Kitty le sugirió tímidamente la posibilidad de aserrar un poco menos y dedicar un poco más de tiempo a la agricultura, él la miró horrorizado… ¡No, no! Su trabajo como supervisor de los aserradores estaba muy bien pagado y todos los pagarés que acumulaba en los registros del Gobierno eran un seguro para el futuro de sus hijos. Se las arreglaría para aserrar y trabajar en el campo, aún no había muerto.

Kate tenía seis meses cuando Tommy Crowder se presentó en el segundo aserradero, preguntando por Richard. Quería saber cuándo pensaba Richard apuntar a la pequeña Kate en la lista de los almacenes del Gobierno.

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