– ¿A quién buscas, Kit-kat? -le preguntó Nat Lucas.
– A la señora Morgan.
– En la casa de la cocina. Por allí -le contestó él, indicándoselo con la mano al tiempo que le guiñaba el ojo.
Kitty avanzó a lo largo del muro lateral de la casa hacia el edificio separado donde estaba ubicada la cocina.
– ¿Señora Morgan?
La rígida figura vestida de negro que se encontraba de pie junto a la cocina se volvió y los negros ojos se abrieron enormemente; una joven convicta que pelaba patatas junto a una mesa de trabajo soltó el cuchillo y miró a Kitty con la boca tan abierta como si padeciera amigdalitis. Tambaleándose ligeramente, cosa que a Kitty le pareció un poco extraña, Lizzie se acercó a la mesa y le dio un sopapo a la chica.
– ¡Saca todo esto fuera y hazlo allí! -le ordenó en tono cortante. Después, dirigiéndose a Kitty, preguntó-: ¿Qué deseáis, señora?
– Os traigo un sombrero.
– ¿Un sombrero?
– Sí. ¿No queréis verlo? Es una preciosidad.
Kitty ofrecía un aspecto radiante, con la tripa un poco abultada, la clara tez oscurecida por un ancho sombrero hecho con una variedad de resistente paja local (en los barcos de transporte de convictos había muchas más modistas de sombreros que campesinas), el rubio cabello escapándose en seductores bucles por debajo de su ala, y unas rubias cejas y pestañas que, a pesar de conferir a su rostro una expresión un tanto apagada, no conseguían desfigurarlo. Era fea sin serlo. Los chismes le habían contado a Lizzie que Kitty tenía un cuerpo más bonito últimamente y que ya no era la escuchimizada muchacha que ella había visto mientras subía por el sendero de la casa de Richard. Ahora ya podía comprobarlo por sí misma, lo cual no era precisamente un consuelo. Tampoco lo era el abultamiento del vientre. Se sintió invadida por unas oleadas de dolor y decepción… ¿Dónde estaba el frasco de medicina?
– Sentaos -dijo en tono cortante mientras tomaba furtivamente un sorbo de un frasco de medicina cuyo contenido le cortaba la respiración.
Kitty le alargó la caja, esbozando una serena sonrisa.
– Tomadla, os lo ruego.
Lizzie tomó la caja, se sentó en una silla, desató las cintas y levantó la tapa.
– ¡Ooooh! -exclamó, exactamente igual que había hecho Kitty-. ¡Ooooh!
Lo sacó para examinarlo, lo sostuvo en sus manos y se lo quedó mirando, extasiada. Después, de una manera tan inesperada que Kitty pegó un brinco al verlo, Lizzie Lock rompió en ruidosos sollozos.
La tarea de calmarla llevó un buen rato; en cierta extraña manera, Lizzie le recordaba a Kitty a Betty Riley, la criada de más edad que las había llevado a las cuatro a la perdición.
– Tranquila, Lizzie, tranquila -le dijo con dulzura mientras la acariciaba y le daba palmadas.
En el quemador de la cocina había un recipiente con pitón y, sobre la mesa, una vieja tetera de porcelana. Té. Eso era lo que Lizzie necesitaba, un poco de té. Kitty buscó y encontró un bote de té y un tarro que contenía un enorme terrón de azúcar junto con un martillo para trocearlo. Preparó el té, lo dejó en reposo, cortó unos trozos de azúcar y después echó el humeante líquido en una taza de porcelana con su correspondiente platito. ¡Qué bien equipada estaba la casa del Gobierno! ¡Tazas y platitos de porcelana en la cocina! Kitty llevaba sin ver una taza y un platito desde que la detuvieran y ahora, allí las tenía, ¡dos tazas con sus platitos a juego en una simple cocina! ¿Qué clase de tesoros contendría la casa del Gobierno? ¿Cuántos criados habría, sirviendo al señor y a la señora King? ¿Dispondrían de té a voluntad sin temor a que se les terminaran las existencias? ¿Habría cuencos, platos y soperas de porcelana? ¿Cuadros en las paredes? ¿Orinales?
– Me han despedido -consiguió decir Lizzie hipando entre sollozos-. La señora King me lo acaba de comunicar.
– Tomad, bebeos el té. Vamos, os sentiréis mucho mejor, os lo aseguro -dijo Kitty, acariciándole el negro cabello.
Lizzie se enjugó las lágrimas con el delantal y miró con tristeza a su pesadilla.
– Sois una buena chica -añadió mientras el té le empezaba a calentar el estómago.
– Así lo espero -dijo Kitty, tomando delicadamente un sorbo de té. ¿Por qué sabría el té tan maravillosamente bien tomado en una taza de porcelana?-. ¿Os gusta vuestro sombrero?
– Tal como vos habéis dicho, es un sombrero precioso. El comandante Ross habría lanzado un silbido y me habría dicho que parecía una reina, pero la señora King sólo se esfuerza en ser amable. Es una persona muy simpática y educada y no puedo decir que ella sea la culpable de mi partida. El culpable es el señor King. ¡Y ese Chapman, que es más listo que el hambre! ¡Ése ya está esperando la ocasión! Ya está buscando la manera de sacar dinero de este lugar. Y le saca a la señora King lo peor que tiene dentro…, de lo que el comandante ya se está empezando a dar cuenta, os lo digo yo. Estoy segura de que Willy Chapman no tardará en ser enviado a Queensborough o a Phillipsburgh. Pero al comandante King no le gusto, Kitty, y eso no lo puedo remediar. Demasiado vulgar para las personas como la señora King, eso es lo que me dijo. ¿Vulgar yo? ¡Él no sabe lo que significa ser vulgar! Dijo que no quería que sus hijos me oyeran… A veces no me doy cuenta y se me escapa alguna palabrota. ¡Pero nunca coño, Kitty, nunca coño, lo juro! La culpa no es mía sino de la cárcel. Yo antes no soltaba jamás palabrotas ni reniegos.
– Lo comprendo muy bien -dijo Kitty, que efectivamente lo comprendía.
– En todo caso, no me puede echar a la calle sin más, tendrá que hacer conmigo lo que corresponde -rezongó Lizzie, proyectando la barbilla hacia fuera-. Soy una mujer libre, no una convicta. ¿Y sabéis a quién va a poner en mi lugar? -preguntó, ofendida.
– No, ¿a quién?
– A Mary Rolt. ¡A Mary Rolt! ¡Que dice coño y joder, os lo aseguro! Y todo porque Mary Rolt folla con el marino Sam King, que se va a instalar aquí. King. El mismo apellido, ¿os dais cuenta? Así todos quedan mejor a los ojos del comandante. ¡Qué asco! -Lizzie tomó un poco más de té y contempló el sombrero-. Ojalá tuviera un espejo.
– La señora King debe de tener uno.
– Vaya si lo tiene, uno muy grande, en su dormitorio.
– Pues pedidle que os deje miraros en él. Si es educada y amable, no dirá que no.
– Es un sombrero muy bonito, ¿verdad?
– El más bonito que he visto. El señor Thistlethwaite decía en su carta que es el último grito… Justo lo que llevan ahora mismo las duquesas y todas las damas de alcurnia. Dice que hoy en día las damas de noble cuna no se distinguen de las putas… -Kitty interrumpió la frase, horrorizada ante el camino hacia el que la estaba llevando su lengua, pero Lizzie mantenía los ojos clavados en el frasco de medicina-. A lo mejor -se apresuró a añadir-, los King os podrían conservar como cocinera. Richard me dijo que el comandante Ross le había comentado que vuestros platos eran lo mejor que había saboreado en su vida.
– Yo tengo otras ideas -dijo Lizzie con arrogancia.
Kitty lanzó interiormente un suspiro de alivio. Había un poco de dolor y un poco de sobresalto por debajo de todo aquello, pero Lizzie Lock ya estaba reaccionando. ¡Pues claro! Si no tuviéramos capacidad de reacción, no habríamos llegado a estas tierras tan lejanas y no habríamos sobrevivido. Lizzie es fuerte. No dura sino fuerte. Tiene que serlo. Seguro que todo el mundo alabará y admirará a la señora King por el valor que ha tenido al venir aquí y soportar todas las molestias, pero la señora King jamás ha sido una convicta y a mis ojos nunca será tan admirable como Lizzie Lock. O Mary Rolt. O Kitty Clark. ¡Bueno pues, señora King!, dijo Kitty mentalmente. ¡Ya os podéis beber el té en vuestra preciosa taza de porcelana, el té que os ha preparado y servido vuestra criada convicta! ¡Poneos los paños de la regla ahora que la criada convicta ya les ha lavado la sangre y los ha puesto a secar! ¡Por muy esposa que seáis del jefe de una cárcel, no os podéis comparar con nosotras!
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