Por lo visto, aquel día era un día de recuerdos.
– No estoy de acuerdo -dijo Kitty-. Yo diría más bien que es una cualidad que muchos hombres no tienen, pero tú, sí. Y Stephen también. Siempre pensé que el comandante Ross también la tenía, a juzgar por lo que os oía decir a ti y a Stephen. Nat y Olivia Lucas la tienen. Yo, no. Me alegro de que seas el padre de mis hijos. Ellos tendrán la ocasión de heredar más que yo.
Richard tomó su mano y se la besó.
– Es un cumplido muy bonito, esposa mía. A lo mejor, me amas justo un poquito.
Ella ahogó un leve grito de exasperación y se volvió para mirar hacia las mesas y las sillas cubiertas de libros. En una silla descansaba la sombrerera.
– ¿Cuándo le entregarás el sombrero a Lizzie? -preguntó.
– Creo que se lo deberías entregar tú para cerrar la brecha.
– ¡No puedo!
– Pues yo no pienso hacerlo.
La cuestión del sombrero aún no estaba resuelta cuando ambos se fueron a la cama. Kitty estaba tan cansada que se quedó dormida antes de poder hacer alguna insinuación amorosa.
Richard durmió un par de horas en cuyo transcurso sus semisueños fueron un desfile de antiguos rostros transformados y deformados por los años. Después se despertó, se levantó sigilosamente de la cama, se puso los pantalones y salió fuera sin hacer ruido. A Tibby se le había añadido Fatima y a Charlotte se le había añadido Flora ; las dos perritas y las dos gatitas empezaron a moverse hasta que Richard las mandó estarse quietas. Estaban acurrucados todos juntos en el interior de un pino hueco que a Richard le había parecido una casita ideal; si hubiera habido más gatos y perros en la casa, no se habrían dedicado a cazar ratones. MacTavish seguía siendo el rey de la casa y ya era demasiado tarde para hacerle cambiar de costumbres. Y era el único macho, el amo del cotarro.
La luna llena se estaba desplazando hacia el cielo oriental y, al hacerlo, apagaba el resplandor de las estrellas con su pálido brillo; a través de aquel brillo se podía leer, mirando hacia el este, cuándo alcanzaba su punto culminante. Ni una nube en el cielo, sólo el murmullo de la fuente, el agua bajando por la ladera de la colina, el gran susurro de los pinos, el chirrido incesante de un par de blancas golondrinas de mar cuya oscura silueta se recortaba contra los plateados cielos. Levantó la cabeza y aspiró la noche, su limpia pureza, el consuelo de la soledad, la distancia, la paz absoluta.
El domingo, a la vuelta de los oficios religiosos, le escribiría a su padre, al primo James y a Jem Thistlethwaite para anunciarles que se había construido un hogar en aquella austral inmensidad y se había abierto un hueco con la ayuda de un poco de oro, por lo cual tenía que darles las gracias. Pero, con oro o sin él, lo había hecho con sus propias manos y con su fuerza de voluntad. La isla de Norfolk era ahora su hogar.
Entre tanto, tenía que examinar una caja antes de que a Kitty o a Joey Long se les ocurriera la idea de romperla en astillas para encender el fuego o usarla como contenedor para el mantillo del huerto. En lugar de subir por la hendidura, decidió bajar; la casita de Joey Long se encontraba justo en la parte de acá del límite de Morgan's Run que daba al camino de Queensborough, junto al sendero que bajaba hacia la casa principal. Joey y MacGregor eran sus centinelas, su primera línea de defensa en caso de que hubiera depredadores. Aunque no esperaba ninguno todavía. Pero ¿quién sabía cuántos convictos y de qué clase enviaría su excelencia a la isla a medida que su tarea se fuera complicando allá en Nueva Gales del Sur?
Tras haber encontrado un sendero desbrozado bajo la luz de la luna, empezó a atacar la caja, golpeándola suavemente con un cincel y un pequeño martillo; en cuanto retiró el pesado borde, el espacio entre la cara interior y la exterior quedó al descubierto en forma de relleno de hilas. Pocos minutos después la caja ya estaba rota en pedazos y él había amasado cien libras de oro. Quitándose los pantalones, amontonó las monedas en su centro y empezó a recoger los fragmentos de madera, cubrió las monedas con los pantalones y regresó a la casa. Kitty había dicho que aquello no era suerte. El nunca había sabido muy bien si lo suyo era suerte o favor de Dios. Pero ¿qué más daba que fuera lo uno o lo otro?
Al construir la casa, había pensado en aquella posibilidad; en la parte de atrás y contra la ladera occidental, había elegido al azar un pilar de piedra y le había construido un centro hueco. Nadie lo sabía y nadie lo sabría. Quedándose con veinte monedas, colocó las restantes ochenta en su escondrijo y después regresó lentamente a la casa y a la cama. Kitty murmuró y ronroneó; la cola de MacTavish golpeó la manta. Richard acarició el perro, se pegó a la espalda de Kitty, le acarició la cadera y cerró los ojos.
La sombrerera aún estaba en la silla cuando Richard se fue a trabajar a la mañana siguiente; allí seguía, como haciéndole un mudo reproche a Kitty, cuando ésta empezó a quitar el polvo de la estancia y cuando más tarde se fue a lavar la ropa, ordenó los libros y se puso a preparar los ingredientes de un almuerzo frío; el bochorno no aconsejaba tomar la comida principal del día en las horas de máximo calor, por lo que, si se fuera con Joey a Sydney Town, puede que localizara a Stephen y lo convenciera de que los acompañara aquella noche en una cena caliente.
¡Oh, qué considerado era Richard! Los restos de la caja estaban apilados junto al montón de la leña a un lado de la puerta principal, cortados justo en el tamaño apropiado para encender el fuego de la cocina… Ahora hacía demasiado calor para encenderla, esperaría a hacerlo a media tarde y entonces cocería el pan. Aquella típica amabilidad de Richard le daba mucho que pensar; desde fuera, miró hacia el interior de la estancia y vio la sombrerera. Lanzando un suspiro, volvió a entrar para recogerla y echó a andar por el sendero en dirección al camino de Queensborough. Joey estaba cortando pinos. Richard quería desmontar una considerable superficie de Morgan's Run para poder sembrar varios acres de trigo y maíz durante el siguiente mes de junio y Joey, que no podía aserrar, sí podía cortar hábilmente los troncos. MacGregor le advirtió de la llegada de Kitty… ¡No había peligro de que un árbol cayera donde no debía, estando MacGregor de guardia!
– Joey, ¿te importa acompañarme a Sydney Town?
Jadeando, el ingenuo joven la miró con adoración y meneó en silencio la cabeza. Tomó la camisa que había dejado colgada en una cercana rama, se la puso a toda prisa y, acto seguido, ambos echaron a andar hacia Mount George mientras MacGregor y MacTavish brincaban alegremente a su alrededor.
– Yo tengo que ir a la casa del Gobierno -dijo Kitty- y, mientras, tú busca al señor Donovan, Joey, y dile que venga a cenar esta noche a casa. Allí nos reuniremos. ¡No te entretengas!
La casa del Gobierno estaba siendo sometida a grandes transformaciones y ampliaciones. Había obreros por todas partes, Nat Lucas daba instrucciones a gritos y los demás se apresuraban a obedecer. Habría sido una estupidez perder el tiempo cuando uno trabajaba por cuenta nada menos que del comandante y, curiosamente, los convictos estúpidos eran muy pocos. Las reformas eran provisionales; el comandante King aún no había decidido si dejar la casa del Gobierno en aquella loma o trasladarla a la otra loma, donde Richard le había dicho que estaban los antiguos huertos. Puesto que jamás había visitado la casa del Gobierno, Kitty no sabía si, en su calidad de convicta, tenía que entrar a través de una puerta trasera o si todo el mundo entraba por la puerta principal que miraba al mar.
Читать дальше