El exaltado celta luchó durante aproximadamente un minuto con el flemático inglés, pero, al final, King encorvó los hombros.
– Comprendo con toda claridad lo que me estás diciendo. Pero lo que yo quiero decir es que eso no puede seguir así. Insisto en que todos los edificios se construyan debidamente, aunque ello suponga que algunos tengan que vivir bajo unas lonas durante el tiempo que haga falta. -Su estado de ánimo cambió-. El comandante Ross me informa de que las cosechas serán estupendas, tanto aquí como en Queensborough. Hay muchos acres y ninguno se ha estropeado. Reconozco que es un gran logro. Pero tenemos que poner hombres a trabajar en la muela. -King contempló su presa que todavía se conservaba muy bien-. Necesitamos una noria y Nat Lucas dice que la puede construir.
– Estoy seguro de que sí. Sus únicos enemigos son el tiempo y la falta de material. Si le dais lo segundo, él encontrará lo primero.
– Sí, yo también lo creo. -Su rostro adquirió una expresión de complicidad mientras se apartaba para que nadie más le oyera-. El comandante Ross también me ha dicho que le destilaste ron durante un período de crisis. El ron salvó también a Port Jackson de un amotinamiento entre los meses de marzo y agosto de este año, cuando no había ni ron ni barcos.
– Yo lo destilé, señor.
– ¿Tienes la destiladera?
– Sí, señor, muy bien escondida. No me pertenece, es propiedad del Gobierno. El hecho de que yo sea su custodio se debe a que el comandante Ross me tenía confianza.
– La lástima es que estos malditos capitanes de barco de transporte son capaces de vender destiladeras a individuos particulares. Tengo entendido que el cuerpo de Nueva Gales del Sur y algunos de los peores convictos están destilando bebidas alcohólicas ilegales. Por lo menos, en Port Jackson no pueden cultivar caña de azúcar, pero aquí crece como las malas hierbas. La isla de Norfolk es una fuente potencial de ron. Lo que el gobernador de Nueva Gales del Sur tiene que decidir es si seguir importando ron desde miles de millas de distancia a costa de unos enormes dispendios o si empezar a destilarlo aquí.
– Dudo que su excelencia el gobernador Phillip acceda a hacer tal cosa.
– Ya, pero no será gobernador eternamente. -King miró a Richard con semblante muy preocupado-. Su salud está muy quebrantada.
– Señor, no os inquietéis por cuestiones que todavía quedan muy lejos -dijo Richard, tranquilizándose.
Había cruzado el abismo y sus relaciones con King serían satisfactorias.
– Cierto, cierto -dijo el nuevo teniente gobernador, retirándose a toda prisa para encerrarse una o dos horas en su despacho, quizá con una gotita de oporto para aliviar la monotonía.
– Hay una caja para ti en los almacenes -dijo Stephen poco después de aquel encuentro-. ¿Qué ocurre, Richard? Te veo muy cansado para ser alguien que es capaz de aserrar una docena de gigantescos troncos como si nada.
– Acabo de hablarle con toda claridad al comandante King.
– ¡Vaya! Bueno, ahora eres un hombre libre y no te puede azotar sin previo juicio y condena.
– He sobrevivido. Como siempre, por lo visto.
– ¡No tientes el destino!
Richard se inclinó y tocó madera.
– Esta vez, por lo menos -rectificó-. Ha tenido el sentido común de comprender que lo que yo le decía era la pura verdad.
– Pues entonces, aún cabe esperar algo de él. ¿Has oído lo que te he dicho al principio, Richard?
– No, ¿qué?
– Hay una caja para ti en los almacenes. Llegó en el Queen . Pesa demasiado para llevarla, por consiguiente, toma el trineo.
– ¿Cenas con nosotros esta noche? Después me podrás ayudar a explorar la caja.
– Allí estaré.
Tomó el trineo al mediodía y Tom Crowder, acogido inmediatamente bajo la protección del señor King, lo acompañó al lugar donde se encontraba la caja. Alguien la había abierto, pero no era nadie de los almacenes, pensó. A bordo del Queen o en Port Jackson. Quienquiera que la hubiera inspeccionado había tenido la amabilidad de volver a clavar la tapa. Al empujar la caja, llegó a la conclusión, a juzgar por el peso de la misma, de que le habrían confiscado muy poca cosa, de lo cual dedujo que contenía libros. Muchos libros, puesto que su tamaño era más grande que el de una caja de té y estaba hecha de madera más resistente. Cuando se inclinó para recogerla y colocarla en el trineo, Crowder soltó un grito.
– ¡No lo puedes hacer tú solo, Richard! Voy a buscarte un hombre.
– Yo soy un hombre, Tommy, pero gracias por el ofrecimiento.
RICHARD MORGAN. CONVICTO DEL ALEXANDER , figuraba escrito en letras de gran tamaño en las seis caras de la caja, pero no había el nombre del remitente.
Aquella tarde se la llevó a casa. Aún quedaban algunas horas de luz. Por la naturaleza del trabajo, los aserraderos cerraban antes que las actividades laborales corrientes. Además, él era un hombre libre y, de vez en cuando, podía regresar a casa más temprano.
– Estás más bella cada vez que te miro, esposa -le dijo a Kitty cuando ella bajó los peldaños para recibirlo.
Se dieron un prolongado beso en cuyo transcurso los labios de Richard prometieron amor para aquella noche; éste sabía que físicamente la seducía.
Temiendo causar daño al bebé, él quería hacer una pausa, pero ella le había mirado con asombro.
– ¿Cómo puede algo tan dulce causar daño a nuestro bebé? -le había replicado, sinceramente perpleja-. Ni que fueras un mazo del carajo, Richard.
Richard esbozó una sonrisa al oírla utilizar un lenguaje que algunas veces era un reflejo de su larga permanencia a bordo del Lady Juliana .
– ¿Qué hay dentro? -preguntó Kitty mientras Richard sacaba la caja del trineo.
– Como todavía no la he abierto, no lo sé.
– ¡Pues hazlo de una vez, por favor! ¡Me muero de curiosidad!
– Llegó en el Queen y no en el Atlantic desde Port Jackson, sino en el Gorgon desde Inglaterra. La retención en Port Jackson es un misterio. Puede que alguien quisiera averiguar el nombre del remitente.
Richard abrió la tapa con un martillo de carpintero sin ninguna dificultad. No cabía duda de que habían abierto la caja y habían examinado su contenido.
Tal como suponía, eran libros. Sobre los libros y sin lo que lo debía de rodear a modo de paquete -probablemente, ropa-, había una sombrerera. Jem Thistlethwaite. Desató las cintas y sacó el sombrero más sombrero de todos los sombreros, de paja carmín cubierta de seda, con una enorme ala combada y todo un revoltijo de plumas de avestruz blancas, negras y escarlata sujetas por una absurda cinta de raso a rayas blancas y negras. Se ataba bajo la barbilla con unas cintas de raso también a rayas.
– ¡Ooooh! -exclamó Kitty boquiabierta de asombro cuando él lo sacó.
– Por desgracia, esposa mía, eso no es para ti -dijo Richard, antes de que ella pudiera pensarlo-. Eso es para la señora Morgan.
– ¡Me alegro mucho! Es impresionante, pero yo no tengo la estatura ni la cara -y tampoco la ropa- adecuada para llevarlo. Además -reconoció-, creo que algunas personas como la señora King y la señora Paterson lo considerarían tremendamente vulgar.
– Te quiero, Kitty. Te quiero con todo mi corazón.
A lo cual ella no contestó; jamás contestaba.
Reprimiendo un suspiro, Richard descubrió que la sombrerera también contenía unos cuantos objetos de pequeño tamaño envueltos en paquetes de papel, todos los cuales habían sido abiertos y vueltos a cerrar. ¡Qué extraño! ¿Quién había abierto la caja y por qué? El sombrero lo habría podido comprar el varón menos apuesto de Port Jackson para agasajar a la mejor prostituta del lugar y, sin embargo, no se habían quedado con él. Y tampoco se habían quedado con los objetos envueltos en papel. Abrió uno de ellos y encontró un sello de latón con un pequeño mango de madera; cuando evocó mentalmente el emblema, vio que éste consistía en las iniciales RM entrelazadas con unos inconfundibles grilletes o unas esposas. Los otros seis paquetes envueltos en papel contenían varillas de lacre carmesí. Una indirecta.
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