El traspaso oficial de poderes tuvo lugar el domingo 13 de noviembre al término de los oficios religiosos presididos por el reverendo Johnson. Toda la población se congregó delante de la casa del Gobierno y allí se leyó el nombramiento del comandante King. El Atlantic estaba a punto de zarpar y el Queen se retiraría a Cascade y ambos veleros se harían a la mar al día siguiente. El comandante Ross pidió al nuevo teniente gobernador que todos los convictos detenidos o bajo sentencia de castigo fueran perdonados; King accedió benévolamente a la petición.
– Lo hemos hecho todo menos besarnos -le dijo el comandante a Richard mientras la muchedumbre se dispersaba-. Acompáñame un rato, Morgan, pero deja que tu mujer se adelante con Long.
Mi racha de buena suerte me sigue acompañando, pensó Richard, indicándole con un gesto de la cabeza a Kitty que siguiera adelante con Joey.
Los trámites que había llevado a cabo con Ross para asegurarse los servicios de Joseph Long, un hombre condenado a catorce años, como trabajador y factótum suyo a cambio de la suma de diez libras anuales, acababan de culminar en la correspondiente autorización. Tras haber examinado a otros hombres, había llegado a la conclusión de que el fiel Joey era preferible a cualquier otro. Puesto que varios de los recién llegados eran zapateros, el comandante Ross había accedido a prescindir de Joey. Aquel cambio de empleo también sería beneficioso para Joey. No era probable que el comandante King hubiera olvidado la pérdida de su mejor par de zapatos.
– Me alegro de tener la oportunidad de desearos lo mejor, señor -dijo Richard mientras caminaba pausadamente a su lado-. Os voy a echar enormemente de menos.
– No te puedo devolver el cumplido exactamente de la misma manera, Morgan, pero te puedo decir que jamás lamenté contemplar tu rostro ni oír las palabras que brotaban de tu boca. Aborrezco este lugar casi tanto como Port Jackson o Sydney o como demonios lo llamen ahora. Aborrezco a los convictos y a los infantes de marina. Y aborrezco la maldita Armada Real. Te estoy agradecido por los servicios de tu mujer, que ha sido justo lo que tú me dijiste: una excelente ama de casa y no una tentadora. Te estoy agradecido por la madera y el ron. -Hizo una pausa para pensar y después añadió-: Aborrezco también al maldito cuerpo de Nueva Gales del Sur. Habrá un ajuste de cuentas, no te quepa la menor duda. Los necios idealistas de la Armada van a soltar una manada de lobos en este cuadrante del globo, unos lobos disfrazados de soldados del Cuerpo de Nueva Gales del Sur, con los cuales supongo que tienen intención de juntarse otros lobos de la infantería de marina como George Johnston. Les importan tan poco como a mí los convictos o estas colonias penitenciarias, pero yo regresaré pobre a Inglaterra mientras que ellos regresarán más gordos por todas las cosas a las que habrán hincado el diente. Y una buena parte de ellas será el ron, mira bien lo que te digo. El enriquecimiento a costa del deber y el honor, rey y patria. ¡Mira bien lo que te digo, Morgan! Porque así será.
– No lo dudo, señor.
– Veo que tu mujer está embarazada.
– Sí, señor.
– Estarás mejor lejos de Arthur's Vale, pero has tenido la inteligencia de comprenderlo por ti mismo. No tendrás ningún problema con el señor King, pues éste no tendrá más remedio que aprobar todas las disposiciones que yo he tomado como teniente gobernador oficialmente nombrado por su majestad. Cierto que tu indulto se encuentra en último extremo en manos de su excelencia, pero, de todos modos, te faltan sólo unos meses para cumplir tu condena y no veo por qué no te iban a conceder el indulto total. -Ross hizo una pausa-. Si esta condenada isla sale alguna vez adelante, será gracias a hombres como tú y Nat Lucas. -Ross extendió la mano-. Adiós, Morgan.
Parpadeando para reprimir las lágrimas, Richard tomó la mano y la estrechó.
– Adiós, comandante Ross. Os deseo lo mejor.
Eso, pensó Richard embargado por una profunda tristeza mientras apuraba el paso para alcanzar a Kitty y Joey, es sólo la mitad del trabajo. Aún tengo por delante la otra mitad.
Ocurrió mientras el Queen desembarcaba la carga y a los convictos, primero en Cascade y después en Sydney Bay; Richard se encontraba en el aserradero trabajando con otro hombre porque Willy Wigfall se iba y él estaba tan ocupado gritándole instrucciones a su compañero de abajo que no se molestó en levantar la vista. Cuando terminaron de cortar el tronco, se percató de la figura enfundada en su uniforme de la Armada Real ribeteado con fulgurante galón de oro y entonces se quitó los trapos que le envolvían las manos y se acercó a saludar al comandante King.
– ¿Acaso el supervisor de los aserradores tiene que aserrar personalmente? -preguntó King, contemplando admirado los músculos del pecho y los hombros de Richard.
– Me gusta hacerlo, señor, y, además, con ello les hago saber a mis hombres que lo sigo haciendo mejor que ellos. Los aserraderos funcionan todos muy bien en estos momentos y cada uno de ellos tiene al frente a un hombre muy bien preparado. Éste -vuestro tercer aserradero, señor, si bien recordáis- es el que elijo para aserrar personalmente cuando decido hacerlo.
– Juro que estás en mucho mejor forma que cuando me fui, Morgan. Tengo entendido que ya eres un hombre libre en virtud del indulto que se te ha concedido, ¿verdad?
– Sí, señor.
Frunciendo los labios, King tamborileó con los dedos sobre su muslo envuelto en una pernera impecablemente blanca, con gesto de leve irritación.
– Supongo que no puedo culpar a los aserraderos de la espantosa calidad de los edificios que he visto por ahí -dijo.
El abismo se abría ante sus ojos y había que cruzarlo. Richard apretó las mandíbulas y miró a King directamente a los ojos, más consciente que nunca de su poder. Gracias, Kitty.
– Confío, señor, en que no le vayáis a echar la culpa a Nat Lucas.
King pegó un brinco con expresión horrorizada.
– ¡No, no, Morgan, por supuesto que no! ¿Echarle la culpa al jefe de carpinteros que yo nombré inicialmente? Líbreme Dios de hacer tal cosa. No, yo le echo la culpa al comandante Ross.
– Pues eso tampoco lo podéis hacer, señor -dijo Richard con firmeza-. Abandonasteis este lugar hace veinte meses, unas dos semanas después de que el número de habitantes de la isla pasara de ciento cuarenta y nueve a más de quinientos. Durante vuestra ausencia, la población ha aumentado a más de mil trescientas personas. Y después del Queen, más todavía, y, encima, irlandeses de pura cepa… La mayoría de ellos ni siquiera habla inglés. Ya no es el lugar que vos dejasteis, comandante King. Entonces gozábamos de buena salud… pasábamos muchas penalidades, pero nos las arreglábamos. Ahora por lo menos un tercio de las bocas que alimentamos están enfermas y tenemos entre nosotros la escoria de Port Jackson, los sujetos más miserables que os podáis imaginar. Estoy seguro -añadió sin prestar atención a las muestras de indignación y hastío de King- de que, durante vuestra estancia en Port Jackson, debisteis de comentar con su excelencia las dificultades por las que está pasando su excelencia. Bueno pues, aquí ha ocurrido lo mismo. Mis aserraderos han producido miles y miles de pies de madera a lo largo de los últimos veinte meses.
Buena parte de ellos se habrían tenido que curar durante más tiempo del que se curaron porque la llegada de nuevos convictos era incesante. Se podría decir que el comandante Ross, Nat Lucas, yo y otros muchos nos vimos metidos de lleno en esta situación. Pero nadie tiene la culpa. Por lo menos, nadie de esta parte del globo.
Sin apartar la mirada de los ojos de King, Richard esperó serenamente. Sin servilismo, pero también sin el más mínimo descaro o la más mínima arrogancia. Si este hombre quiere sobrevivir, pensó, deberá tener en cuenta lo que yo le he dicho. De lo contrario, fracasará y el cuerpo de Nueva Gales del Sur acabará gobernando la isla de Norfolk.
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