Colleen McCullough - La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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En el fondo de la sombrerera había una abultada carta cuyo sello formado por las iniciales JT y una pluma de ave estaba visiblemente intacto, aunque las huellas digitales del exterior indicaban que había sido cuidadosamente examinado y apretado. En aquel momento comprendió por qué le habían abierto la caja y quién lo había hecho.

En los almacenes del Gobierno en Port Jackson, un alto funcionario en busca de monedas de oro. Si hubieran encontrado alguna, ésta habría ido a parar a las arcas del Gobierno, que no andaba muy sobrado de oro. Richard sabía que la caja contenía oro, aunque, a juzgar por el estado de la caja, él dudaba mucho que lo hubieran encontrado. Los altos funcionarios no tenían mucha imaginación.

Encontró el manual de Jethro Tull sobre horticultura y una colección de la segunda edición de la Encyclopaedia Britannica ; docenas de novelas en tres volúmenes; toda la colección de Félix Farley's Bristol Journal y varias gacetas de Londres, las obras de John Donne, Robert Herrick, Alexander Pope, Richard Dryden, Oliver Goldsmith, más libros de la obra maestra de Edward Gibbon sobre Roma, algunos informes parlamentarios, una resma de papel de la mejor calidad, más plumas de acero, frascos de tinta, láudano, tónicos, tinturas, laxantes y un emético; varios tarros de ungüentos y pomadas; y una docena de estupendos moldes de velas.

Kitty saltó apoyando alternativamente el peso del cuerpo en uno y otro pie, un poco decepcionada por el hecho de que la caja contuviera libros en lugar de una vajilla de Josiah Wedgwood, pero contenta de todos modos porque Richard estaba contento.

– ¿Quién lo envía?

– Un viejo y querido amigo, Jem Thistlethwaite. Con algunas cosas de mi familia de Bristol -contestó Richard con la carta en la mano-. Ahora, si me disculpas, Kitty, me voy a sentar en la puerta a leer la carta de Jem. Stephen viene a cenar esta noche, entonces os contaré a los dos todas mis noticias.

Kitty tenía previsto preparar para aquella noche una cena a base de pan y ensalada, pero quiso estar a la altura de las circunstancias preparando un estofado de carne de cerdo salada con bola de masa hervida aderezada con pimienta; la carne era exquisita y reciente, pues procedía de su propia producción.

Cuando vio el sombrero, Stephen se partió de risa e insistió en colocárselo a Kitty en la cabeza, atándole artísticamente las cintas.

– Me temo -dijo sin dejar de reírse- que es el sombrero el que te lleva a ti y no tú al sombrero.

– Lo sé muy bien -contestó ella con orgullo.

– ¿Qué tal está tu familia? -preguntó a continuación Stephen, volviendo a dejar el sombrero en su sitio.

– Todos muy bien excepto el primo James el farmacéutico -contestó tristemente Richard-. Ha perdido casi por completo la vista, los hijos se han tenido que hacer cargo del negocio y él se ha retirado a vivir a una preciosa mansión en las afueras de Bath en compañía de su mujer y de sus dos hijas solteronas. Mi padre se ha trasladado a la Bell Tavern de la vuelta de la esquina porque el Ayuntamiento está en pleno furor constructor y ha derribado el Cooper's Arms. El chico mayor de mi hermano está con ellos, lo cual es un gran consuelo. Y el primo James el clérigo ha ascendido a la categoría de canónigo de la catedral para su gran alegría. Mis hermanas también están bien. -Una sombra cruzó por delante de su rostro-. La única muerte que se ha producido entre los que yo conozco es la de John Trevillian Ceely Trevillian, el cual murió de un empacho… De qué clase de empacho es un misterio.

– De soporíferos y estimulantes, probablemente -dijo Stephen, que conocía toda la historia-. Me alegro.

– Hay muchas noticias generales y muchos comentarios que redondean las noticias. En Francia ha habido efectivamente una revolución que ha abolido la monarquía aunque el rey y la reina aún están vivos. Para gran asombro de Jem, los Estados Unidos de América se mantienen todavía como una unidad, están elaborando una especie de radical constitución escrita y van recuperando rápidamente su dinero. -Richard esbozó una sonrisa-. Según Jem, el único motivo de la revolución de los gabachos fue el sombrero de piel de Benjamin Franklin. ¿Qué escribe Jem? -Richard pasó las páginas de la carta-. ¡Ah, sí! «A diferencia de los americanos, que han calculado científicamente un sistema de controles y equilibrios parlamentarios, los franceses han decidido no crear ninguno. La lógica tendrá forzosamente que hacer lo que la ley no permite que se haga. Y, puesto que los franceses carecen de lógica, predigo que el gobierno republicano en Francia no va a durar.»

– En eso tiene razón.

Kitty permanecía sentada mirando de uno a otro rostro sin seguir demasiado la conversación, pero alegrándose de que Richard y Stephen estuvieran tan interesados por las cosas que ocurrían en los confines buenos del mundo.

– El rey estuvo muy enfermo en 1788 y ciertos elementos intentaron declarar regente al príncipe de Gales, pero el rey se restableció y Georgy-Porgy no consiguió levantarse de su lodazal de deudas. Sigue empeñado en no casarse con la persona adecuada y su gran amor sigue siendo la católica romana señora María Fitzherbert.

– La religión y las diferencias religiosas -dijo Stephen, lanzando un suspiro- son las mayores maldiciones de la humanidad. ¿Por qué no podemos vivir y dejar vivir? Fijaos en Johnson. Insistía en que los convictos se casaran entre sí, pero no les daba la oportunidad de conocerse primero porque la fornicación forma parte del conocimiento. ¡Bah! -Reprimió su cólera y cambió de tema-. ¿Y qué se cuenta de Inglaterra?

– El señor Pitt ejerce el mando absoluto. Los impuestos han subido tremendamente. Hay incluso un impuesto sobre los periódicos, las gacetas y las revistas, y los que se anuncian en ellos tienen que pagar un impuesto de dos chelines con seis peniques, cualquiera que sea el tamaño del anuncio. Jem dice que eso está obligando a las pequeñas tiendas y los pequeños negocios a no anunciarse, lo cual deja el campo libre a los más grandes y poderosos.

– ¿Tiene Jem algo que añadir al hecho de que el segundo oficial y algunos tripulantes del Bounty se amotinaran y colocaran al teniente Bigh en una lancha? -preguntó Stephen.

– Bueno, yo creo que el interés por el Bounty surge del hecho de que los tripulantes preferían las deliciosas doncellas de Otaheite a los frutos del árbol del pan.

– Indudablemente. Pero ¿qué dice Jem? Al parecer, se ha producido un gran escándalo y una gran controversia en Inglaterra. Dicen que Bligh no es enteramente inocente.

– Su mejor noticia se refiere a la génesis de la expedición a Otaheite para llevar a casa el fruto del árbol del pan, que yo supongo que se pretendía convertir en comida barata para los esclavos negros de las Indias Occidentales -dijo Richard, volviendo a rebuscar entre las páginas-. Aquí lo tengo… El estilo de Jem es inimitable, por consiguiente, es mejor que lo oigamos directamente de él. «Un teniente naval llamado William Bligh está casado con una natural de la isla de Man cuyo tío es casualmente Duncan Campbell, propietario de los pontones prisión. Las circunvoluciones son muy tortuosas, pero lo más probable es que, a través del señor Campbell, Bligh fuera presentado al señor Joseph Banks, muy interesado en la discutible peregrinación a Otaheite en busca del árbol del pan.

»Lo que a mí me fascinó fue el carácter incestuoso del resultado final del matrimonio expedicionario entre la Armada Real y la Royal Society. Campbell vendió uno de sus barcos, el Bethea , a la Armada. La Armada le cambió el nombre por el de Bounty y nombró a Bligh, el marido de la sobrina de Campbell, comandante y contable del Bounty . Junto con Bligh zarpó un tal Fletcher Christian perteneciente a una familia de la isla de Man emparentada con la esposa de Bligh y sobrina de Campbell. Christian era el segundo de a bordo, pero no tenía ningún cargo oficial. Él y Bligh habían navegado juntos en otras ocasiones y estaban tan unidos como una pareja de señoritas Molly.» ¡No digas más, Jem, no digas más!

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