Colleen McCullough - La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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Los consejos de guerra, por su parte, aumentaron en gran manera debido a que las diferencias de opinión y el rencor nacidos del rango y la procedencia herían profundamente los delicados sentimientos militares, auténticos o (con harta frecuencia) imaginarios. Casi todos los marinos y soldados, incluyendo a los oficiales, eran incultos, mezquinos, impresionables, irascibles, increíblemente inmaduros y predispuestos a creer cualquier cosa que les dijeran. Una ofensa sin importancia se convertía en un imperdonable insulto antes de que empezaran a circular los correspondientes rumores, tanto entre los libres como entre los convictos.

El infatigable teniente Ralph Clark se ganó todavía más el aprecio del comandante Ross, detectando (por medio de pequeños fisgoneos) la existencia de una carta ilícita del secretario del comandante, Francis Folks, al juez abogado de Port Jackson, capitán David Collins. El documento acusaba a Ross de extremada crueldad y opresión, de reducir las raciones tanto de los libres como de los convictos, etc. Se adjuntaban unos papeles y algunas opiniones acerca de la conducta del teniente gobernador en relación con los asuntos de la isla de Norfolk, según los cuales éste era algo así como una mezcla entre Iván el Terrible y Torquemada. La reacción de Ross fue aherrojar a Folks y requisar la carta, los papeles y las opiniones para utilizarlo todo como prueba directa, y ordenar que Folks fuera juzgado en Port Jackson por el propio destinatario de la carta, Collins. Mientras actuaba, el comandante ya supo a quién creería Collins. No importaba. Los protocolos eran muy precisos y la ley marcial era cosa del pasado. Por desgracia.

El Atlantic llegó el 2 de noviembre con una noticia que resultó totalmente inesperada para todos menos para el propio comandante Ross. El barco transportaba la correspondencia y los paquetes que el Gorgon había transportado desde Portsmouth: sí, al final, había llegado el Gorgon . El Atlantic también llevaba a bordo al nuevo teniente gobernador de la isla de Norfolk, el comandante Philip Gidley King, que había regresado de Inglaterra en el Gorgon en compañía de su flamante esposa Anna Josepha. Cuando desembarcaron del Atlantic en la isla de Norfolk, ella ya se encontraba en las últimas etapas del embarazo, mimada y cuidada con esmero por el joven William Neate Chapman, el protegido y (oficialmente) el agrimensor de King. A una comunidad ya acostumbrada al gobierno del comandante Ross, le resultó muy difícil establecer cuál de los dos, Anna Josepha o Willy Chapman, era más tonto; se llamaban el uno al otro «hermano» y «hermana», se reían constantemente, se miraban socarronamente y llamaban la atención por la similitud entre sus rasgos faciales. Los dos hijos de King habidos de Ann Innet no habían acompañado a su padre aunque, según los rumores, Norfolk, el mayor de los dos, estaba al cuidado, en Inglaterra, de los padres de la esposa del señor Philip Gidley King. Los padres del propio King eran más severos, lo cual indujo a algunos a suponer que, a lo mejor, la familia de Anna Josepha estaba acostumbrada a los bastardos, por lo que, a lo mejor, Anna Josepha y Willy Chapman eran…

Del Atlantic desembarcó también el capitán William Peterson del cuerpo de Nueva Gales del Sur, su mujer -escocesa, naturalmente- y el reverendo Richard Johnson que había viajado para bendecir, casar a la gente y también bautizar a treinta y un bebés de la isla de Norfolk. Algunos de los visitantes permanecerían muy poco tiempo en la isla. El Queen , recién llegado a Port Jackson, transportaba más convictos…, esta vez, convictos irlandeses de pura cepa que habían embarcado en Cork.

Todo lo cual marcaría el final de la presencia de los infantes de marina. El comandante Ross, los tenientes Clark, Faddy y Ross, hijo, y los últimos marinos reclutados deberían abandonar la isla a bordo del Queen . Pasarían algún tiempo en Port Jackson, donde esperarían el regreso del Gorgon de su travesía en busca de provisiones a la bengalí ciudad de Calcuta, patria de una fuerte y resistente raza de ganado. Los años habían pasado en Port Jackson pero de aquel desaparecido rebaño del Gobierno jamás se había visto ni rastro.

¡La situación era tan confusa! ¡Tan inquietante! Todo pareció ocurrir en un abrir y cerrar de ojos… Los barcos y los comandantes vinieron y se fueron, más bocas que alimentar. Los iniciales habitantes de la isla vagaban sin rumbo y se preguntaban en qué pararía todo aquello.

El comandante King se horrorizó al ver lo que había ocurrido en su amada isla. ¡Maldita sea, aquel lugar no era más que una versión en madera de aquel antro de iniquidad llamado Port Jackson! En cuanto a la casa del Gobierno…, ¿cómo podía pedirle a su flamante esposa que viviera en una residencia tan ruinosa, pequeña y destartalada? ¡Y nada menos que bajo la égida de una vulgar ramera como la señora Morgan que se había emperifollado con sus mejores galas para recibirlo y acompañarlo en un recorrido por la residencia! Tendría que echarla más tarde o más temprano.

El estado de ánimo de King no mejoró precisamente cuando éste se enteró de que las numerosas cabezas de ganado que había adquirido por iniciativa propia en la Ciudad del Cabo no habían resistido la travesía a bordo del Gorgon ; sólo llegaron con él unos cuantos en el Atlantic… , algunas ovejas, cabras y pavos enfermos y ni una sola vaca viva.

¡Oh, qué descuidado y ruinoso estaba todo! ¿Cómo había permitido el comandante Ross que su joyel del océano se hundiera de aquella manera? Pero ¿qué otra cosa se podía esperar de un palurdo marino escocés? Ligeramente pagado de sí mismo y dominado al máximo por su parte celta, King estaba deseando hacer grandes cosas pero, al mismo tiempo, no estaba muy seguro de que la isla de Norfolk estuviera en condiciones de ofrecerle semejante oportunidad. En su romanticismo, había abrigado la sincera esperanza de que una colonia de más de mil trescientas personas pudiera ser exactamente igual que una de ciento cuarenta y nueve. El único consuelo, aparte del que le deparaba su pequeña y querida Anna Josepha, era el hecho de que sus existencias de oporto fueran prácticamente inagotables.

Él y el comandante Ross, obligados a convivir durante unos cuantos días, se miraban el uno al otro con el mismo recelo que dos perros que no estuvieran muy seguros de cuál de ellos podría ganar una posible pelea. Con su habitual franqueza, el comandante no presentó excusas ni disculpas por el lamentable estado de la isla, se limitó a entregar unos breves resúmenes de lo que sus documentos y registros decían con más detalle. Lo que hubiera podido degenerar en pelea durante el almuerzo en la abarrotada casa del Gobierno no degeneró gracias sobre todo al tacto del reverendo Johnson, la presencia de los presuntos hermanos Anna Josepha y Willy Chapman, la exquisita comida servida por la esposa de Richard Morgan y varias botellas de oporto.

El capitán William Hill del cuerpo de Nueva Gales del Sur hizo todo lo posible por empañar la reputación del comandante saliente Ross, acusándolo de haber examinado bajo juramento a unos convictos seleccionados, antes de la llegada del reverendo Johnson y del médico señor Balmain que iba a ocupar el puesto del doctor Denis Considen. Hill y Andrew le arrojaron encima toda la porquería que pudieron, pero el comandante se defendió demostrando sin la menor dificultad que los convictos eran unos bribones perjuros y que Hill y Hume no les iban demasiado a la zaga. La batalla no tendría más remedio que prolongarse en Port Jackson, pero, de momento, los combatientes declararon el cese de hostilidades y se dispusieron a hacer o deshacer sus baúles y maletas.

Richard se mantuvo cuidadosamente al margen, lamentando mucho la partida del comandante Ross, sin estar muy seguro de si le apetecía ver al teniente…, mejor dicho, al comandante King ocupar el lugar de aquél. Ross podía ser muchas cosas, pero no cabía duda de que Ross era por encima de todo un hombre realista.

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