Había experimentado la tentación de escatimar en el trabajo que llevaba a cabo por cuenta del Gobierno, una tentación que otros también habían sentido en su afán de desbrozar sus propias tierras para que empezaran a dar fruto, pero Richard era juicioso y sabía resistir aquellos impulsos. El pobre George Guest, que era muy ambicioso, había sucumbido antes del cumplimiento de su condena y había sido azotado por ello.
El látigo estaba cada vez más a la orden del día mientras el comandante Ross, el teniente Clark y el capitán William Hill del cuerpo de Nueva Gales del Sur trataban por todos los medios de controlar a una población que carecía de ritmo y de solidaridad. Todos iban en distintas direcciones de acuerdo con sus orígenes, sus limitadas experiencias y sus ideas acerca de lo que era una vida feliz. Con frecuencia, la idea de una vida feliz era una vida de ocio. En Inglaterra, lo más probable es que jamás hubieran mantenido tratos entre sí, lo cual se podía aplicar tanto a los marinos y a los soldados como a los convictos. Todo ello exacerbado por otro hecho: el de que casi todos los mandos militares eran escoceses mientras que entre los delincuentes y entre las tropas no había prácticamente ningún escocés.
Estamos gobernados por el látigo, por el exilio a la isla Nepean y por el encadenamiento a la muela porque ni un solo miembro del Gobierno inglés conoce ninguna otra manera de gobernar que no sea por medio del castigo despiadado. Tiene que haber otra manera, ¡tiene que haberla! Pero yo ignoro cuál puede ser. ¿De qué forma se puede convertir en mejores marinos a tipos como Francis Mee o Elias Bishop? ¿Cómo se puede conseguir que tipos como Len Dyer o Sam Pickett sean mejor de lo que son? Son unos sujetos codiciosos y holgazanes que se complacen en cometer el mal y armar alboroto. El castigo no convierte a los Mees, los Bishops, los Dyers y los Picketts en ciudadanos trabajadores y responsables. Pero el gobierno relativamente benigno del teniente King en la época en la que este lugar albergaba menos de cien almas tampoco conseguía transformarlos. Su benevolencia era correspondida con amotinamientos y conjuras, desprecio y desconfianza. Y, cuando hacia el final de su gobierno, la población aumentó a casi ciento cincuenta personas, el teniente King también tuvo que recurrir al látigo con mayor severidad y con mucha mayor frecuencia. Cuando se ven entre la espada y la pared, azotan. No hay respuesta, pero, ¡cuánto quisiera yo que la hubiera! Para que mi Kitty y yo pudiéramos educar a nuestros hijos en un mundo más limpio y mejor ordenado.
De esta manera pudo Richard hacer más llevadera la prueba de tirar del trineo por la cuesta terriblemente empinada de Mt. George; puso su espalda a trabajar y ocupó la mente en los enigmas que rebasaban su capacidad de comprensión.
Una vez en lo alto del monte, ya fue todo mucho más fácil; el camino subía y bajaba pero no era tan escarpado. Morgan's Run apareció ante su vista y entonces él se apartó del camino y bajó por un sendero que discurría entre los árboles, muchos de ellos ya convertidos en tocones. Su intención era dejar un borde de pinos de cincuenta pies de profundidad alrededor del perímetro y desmontar por entero la zona central de la parte llana. Allí plantaría el trigo cuyo cultivo era muy delicado, al abrigo de los fuertes vientos salados que soplaban desde todos los puntos del compás; el escaso tamaño de la isla no permitía que ningún viento se pudiera desprender de la sal. Las laderas de la hendidura en cuyo interior nacía la corriente de agua las dedicaría al cultivo de maíz para sus prolíficos cerdos.
En lo alto de la hendidura se quitó el arnés del trineo, a pesar de que ya había abierto un buen sendero hasta el saliente de la roca en el que se estaba construyendo la casa. Por muy fuerte que fuera, sabía que no podría sujetar el trineo colina abajo con el peso de todo aquel hierro; así pues, lo descargó todo menos la cocina y, a continuación, se situó con su arnés en la parte posterior del trineo y hundió los talones en la tierra mientras él y el trineo adquirían impulso, el trineo delante y él detrás. La distancia era casi excesiva; el trineo subió por una cuesta terraplenada que él había rellenado para que sirviera de freno, la rebasó ligeramente y se detuvo con un sordo ruido que indujo a Kitty a subir corriendo desde su huerto.
– ¡Richard! -gritó ésta, acercándose a toda prisa-. ¡Estás loco!
Demasiado exhausto para refutar su acusación, Richard se sentó en el suelo, jadeando; ella le ofreció una jarra de agua fría y se sentó a su lado, temiendo que se hubiera lastimado.
– ¿Estás bien?
Richard se bebió el agua y asintió con la cabeza, sonriendo.
– Tengo una cocina para ti, Kitty, con horno y todo.
– ¡El capitán Monroe ya ha montado su tenderete! -Kitty se levantó e inspeccionó con interés la nueva adquisición-. ¡Me podré cocer yo misma el pan, Richard! Y hacer pasteles cuando me sobren suficientes migas y claras de huevo. Y asar la carne como es debido… ¡Oh, es maravilloso! ¡Gracias, mil veces gracias!
En una de las vigas del techo había una polea, por lo que el hecho de levantar la cocina del trineo no fue tan difícil como evitar que el trineo se cayera desde el borde del terraplén hacia el valle de abajo. Él y Kitty se dirigieron juntos a lo alto de la colina, donde ella descubrió todos los tejidos, los hilos y todo el material de costura que Richard le había comprado.
– Richard, eres demasiado bueno conmigo.
– No, eso no es posible. Llevas a mi hijo en tu vientre.
Después Richard empezó a descargar el trineo para hacer otro viaje cuesta abajo con la chimenea, la cual, como es lógico, no había suscitado en Kitty el menor interés. Después, ambos bajaron a casa por el camino de Queensborough, Richard tirando de un trineo mucho más liviano.
Robert Ross, que había salido a la puerta de la casa del Gobierno para contemplar la soberbia puesta de sol, los vio bajar con el trineo por la pendiente de Mount George. Varias horas atrás había visto a Richard tirando de aquel trineo por la empinada ladera de la colina y le había llamado la atención la resistencia de aquel hombre. ¡Y qué listo era! Era un bristoliano, naturalmente. Una ciudad de trineos. Si no puedes tener ruedas, usa patines. Dudo que un mulo tuviera más fuerza, y eso que él sólo tiene dos patas. Yo tengo apenas ocho años más que él, pero no habría podido hacer eso ni a los veinte. La chica, pensó, era un capricho de Morgan. Una suave mosquita muerta con un carácter muy dulce. Una chica de asilo, le había explicado la señora Morgan en tono despectivo. Pero es que las chicas de los asilos de la severa Iglesia anglicana, al igual que las chicas de Canterbury (Ross tenía la documentación de la chica) solían ser muy dulces. Por su parte, Morgan era un hombre culto perteneciente a la clase media, por lo que una chica de asilo era bajar un poco de categoría. Pero no tanto, pensó cínicamente el comandante, como cuando se había casado con su esposa legal.
Richard y Kitty se mudaron a la nueva casa el sábado y el domingo 27 y 28 de agosto de 1791. Los distintos equipos de trabajo se habían encargado de colocar las vigas, las alfardas, los revestimientos metálicos y las ripias del tejado, y de construir un sendero desde la puerta principal hasta la corriente; de momento, sólo terminarían la planta baja y se encargarían de la de arriba cuando hiciera falta. Pasaría mucho tiempo antes de que la nueva casa resultara tan bonita como la antigua, pero a Richard no le importaba.
Tenían varias mesas, un banco de cocina, seis sillas muy bonitas, dos camas estupendas (una de ellas con colchón y almohadas de plumas), varios estantes para los distintos objetos de Richard y una chimenea de piedra con un gran hogar. La cocina de hierro se había colocado en el interior de la chimenea y la chimenea de acero subía por las fauces de la de piedra; a partir de aquel momento, ya no encenderían troncos en la chimenea, lo cual oscurecería la casa cuando anocheciera, pero sería mucho más seguro.
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