Colleen McCullough - La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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– ¿Qué ideas tenéis? -preguntó.

– Ya no os odio por haberme robado a Richard -dijo Lizzie, levantándose para volver a llenar la tetera, trocear un poco más de azúcar y echar más té.

– ¡Pero yo no os lo robé!

– Ya lo sé. Más bien os robó él a vos. Qué curiosos son, ¿verdad? Me refiero a los hombres. Por lo que a ellos respecta, basta con que tengan bien alimentado el vientre y lo que cuelga de él para que sean felices. Pero Richard siempre fue distinto, desde el momento en que entró en la cárcel de Gloucester como si fuera un príncipe…, frío, distante y reposado. Nunca tenía que levantar la voz. Y que conste que es todo un hombre, ¡ja, ja, ja! ¿Verdad, Kitty? ¿Acaso no es cierto?

– Sí -contestó Kitty, ruborizándose.

– Se enfrentó con Ike Rogers -que era todavía más hombre que él- en un abrir y cerrar de ojos. Y lo intimidó con la mirada. Pero después me enteré de que se habían hecho muy buenos amigos. Así es Richard. Estoy enamorada de él, pero él nunca estuvo enamorado de mí. No hay esperanza. No hay esperanza. -Con voz llorosa, la señora Morgan se levantó para verter el contenido de la botella en su taza de té-. ¡Ya está! De esta manera, eso será un auténtico festín. ¿Os apetece un poco?

– No, gracias. ¿Cuáles son vuestros planes, Lizzie?

Kitty comprendió que lo que Lizzie se había vertido en el té era algo que ésta ya llevaba un buen rato bebiendo, probablemente desde el momento en que el señor King se había retirado tras haberle notificado su despido.

– Estoy pensando en Thomas Sculley, un marino que acaba de llegar para cultivar unas tierras de aquí. No lejos de Morgan's Run. Un hombre muy tranquilo, un poco como Richard en este sentido. Pero no quiere hijos. No tiene mujer y me hizo un ofrecimiento tras saborear mis buñuelos de bananas con ron. Lo rechacé, pero ahora que el comandante dice que me tengo que ir, puede que me vaya con Sculley.

– Será bonito teneros por vecina -dijo Kitty con toda sinceridad, disponiéndose a marcharse.

– ¿Cuándo nacerá el bebé?

– Dentro de unos dos meses y medio.

– Gracias por traerme el sombrero. ¿El señor Thistlethwaite, habéis dicho?

– Sí, el señor James Thistlethwaite.

Mucho más tranquila, Kitty se retiró para reunirse con Joey y los dos perros que la esperaban al pie de Mount George.

– Hiciste muy bien en empeñarte en que fuera a entregar el sombrero -le dijo a Richard mientras cortaba la carne de cerdo salada en finas lonchas, le echaba salsa de cebolla encima y añadía gran cantidad de patatas y judías verdes en los platos de peltre-. Lizzie y yo vamos a ser amigas. -Soltó una risita-. Las dos señoras Morgan. -Colocó un plato delante de Stephen y otro delante de Richard y después llevó el suyo a la mesa y se sentó-. El comandante King ha despedido a la pobrecilla esta mañana.

– Me lo temía -dijo Stephen, troceándolo todo con el cuchillo para poderlo comer con cuchara. ¡Qué bien si tuviera un tenedor!-. King es un marido muy estricto y quiere proteger a su mujer de todo lo que es sórdido e indigno, y no cabe duda de que Lizzie Lock es para él la quinta esencia de la indignidad. Una lástima, realmente. Porque la señora King es una alta y desgarbada criatura que no parece especialmente gazmoña, sobre todo cuando está en compañía de Willy Chapman. -Richard hizo una mueca-. El que de verdad es indigno es William Neate Chapman. Una auténtica sanguijuela.

– Tienen tazas y platitos de porcelana -dijo Kitty, ocupada en la tarea de comer por dos- y yo he bebido té en una de ellas. Puesto que hay tazas y platitos de porcelana hasta en la cocina, supongo que la señora King debe de ser bondadosa.

– Yo te podría comprar tazas y platitos de porcelana, Kitty -dijo Richard-, pero se trata de algo más que de una cuestión de dinero.

Interesado por el tema, Stephen levantó los ojos.

– Exactamente -dijo-. Sospecho que, en un próximo futuro, lo más cercano a una tienda que tendrá la isla de Norfolk será un tenderete en la playa recta regentado por cierto capitán de barco. Por desgracia, semejantes tenderetes no venden fruslerías como juegos de té de porcelana y tenedores de plata. Siempre venden los mismos cacharros, cocinas, indianas, papel barato y tinta.

– Nosotros necesitamos cacharros, cocinas e indianas más que fruslerías -dijo Richard, Dios Padre Todopoderoso-. A veces venden prendas de vestir.

– Sí, pero yo he observado que a las mujeres no les interesan demasiado -replicó Stephen.

– Eso es porque las eligen los hombres -dijo Kitty, sonriendo-. Siempre creen que las mujeres prefieren comprar prendas de vestir que porcelana o visillos para las ventanas y acaban eligiendo las prendas equivocadas.

– ¿Acaso tú prefieres visillos para las ventanas? -preguntó Stephen, sorprendiéndose de que a Kitty no le importara el hecho de no poder casarse con Richard-. Las dos señoras de Richard Morgan… -añadió sin ningún remordimiento.

– Pues sí. -Kitty posó la cuchara y contempló la sala de estar que la rodeaba. La construcción ya estaba muy adelantada; las paredes interiores ya se habían levantado y casi todas ellas se habían pulido, había varios estantes de libros los unos debajo de los otros e incluso una planta florida que ella había colocado en una maltrecha jarra-. Lo que más me gusta es mi casa. Me encantaría tener alfombras y cortinas, jarrones y cuadros en las paredes. Si tuviera seda bordada, podría confeccionar cojines para las sillas y dechados para las paredes.

– Algún día -le prometió Richard-. Algún día. Tendremos que esperar a que algún día aparezca un capitán de barco más emprendedor que venda lámparas y aceite, sedas bordadas, juegos de té de porcelana y jarrones. Los almacenes del Gobierno no tienen mucha imaginación. Ropa barata, zapatos, cuencos de madera, cucharas y jarras de peltre, mantas, cazos y velas de sebo.

Después de la cena, ambos hombres comentaron las noticias de las gacetas y las copias de los despachos y después pasaron a temas más importantes como el trigo, los desmontes de la tierra, las sierras, la cal y los cambios que estaba llevando a cabo el comandante King.

– A pesar de todas sus bonitas promesas, no ha conseguido reducir los castigos -dijo Richard-. ¡Ochocientos latigazos, por el amor de Dios! Sería más compasivo ahorcar a un hombre. A lo más que llegó el comandante Ross fue a quinientos y siempre perdonaba una buena parte. Y ahora observo que los médicos no están autorizados a intervenir con la misma libertad que antes.

– Tienes que ser justo, Richard. La culpa la tiene el cuerpo de Nueva Gales del Sur, que está integrado por unos brutos bajo el mando de unos brutos. Me gustaría que no se concentraran tanto en los pobres irlandeses, pero lo hacen.

– Bueno, es que los irlandeses son unos indeseables y pocos de ellos hablan inglés. Los soldados insisten en que lo hablan, pero no hay manera. ¿Cómo quieres que trabajen si no comprenden las órdenes? Sin embargo, he encontrado entre ellos a uno con quien da gusto aserrar…, el mejor compañero desde Billy Wigfall. Jovial, obediente… No comprende ni una sola palabra de lo que le digo ni yo comprendo las suyas. Pero tomamos una sierra de corte al través entre los dos y nos entendemos de maravilla.

– ¿Cómo se llama?

– No tengo ni idea. Podría ser Flippety O'Flappety. Yo le llamo Paddy y le ofrezco un buen almuerzo a base de pan y verdura en el aserradero. Y también carne fría. Un hombre no puede aserrar si no come debidamente, se lo tendré que volver a recalcar al señor King.

De repente, Kitty se echó a reír y empezó a batir palmas.

– ¡Vamos, Richard, deja de hablar de tus aserraderos! Stephen tiene una gran noticia.

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