Colleen McCullough - La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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– No pasa nada, William Henry, no pasa nada.

– ¿Madre? -preguntó el niño, con el rostro más pálido que la cera y los ojos enormemente abiertos.

– Tu madre no se encuentra bien, pero pronto se repondrá. ¿Lo ves? La abuela sabe lo que tiene que hacer. He dicho algo que no debía, eso es todo. -Richard frotó la espalda de su hijo y miró a Dick, reprimiendo un fuerte impulso de reírse. No a causa del regocijo sino de la rabia-. No hago nada a derechas, padre -dijo-. Lo he dicho sin mala intención.

– Lo sé -dijo Dick, levantándose para tirar del rabo del gato-. Sé que no te gusta el ron, pero, a veces, una fuerte medicina es lo mejor.

Para su asombro, Richard descubrió que el ron le sentaba bien, le tranquilizaba los nervios y aliviaba su dolor.

– ¿Qué voy a hacer, padre? -preguntó entonces.

– Por de pronto, no llevarte a William Henry al taller de Habitas.

– Está peor que indispuesta, ¿verdad?

– Me temo que sí, Richard. Y lo peor de todo es que no es bueno para él eso de estar tan mimado.

– ¿Quién es «él»? -preguntó William Henry.

Ambos hombres miraron al niño y después se miraron el uno al otro.

– «Él» -dijo Richard con determinación- eres tú, William Henry. Eres lo bastante mayor para que se te pueda decir que tu madre se preocupa demasiado por ti.

– Ya lo sé, papá -dijo William Henry. Bajó de la rodilla de Richard, se acercó a su madre y le dio unas palmadas en los trémulos hombros-. Madre, no tienes que preocuparte tanto. Ahora soy un chico mayor.

– ¡Pero si sólo es un chiquillo! -gimoteó Peg cuando Richard la acompañó al piso de arriba y la ayudó a acostarse-. Richard, ¿cómo has podido ser tan estúpido? ¡Un bebé en una armería!

– Peg, nosotros fabricamos armas, no las utilizamos -contestó pacientemente Richard-. William Henry es lo bastante mayor para que pueda… -buscó afanosamente una palabra que resultara expresiva- ampliar sus horizontes.

Ella se apartó de él.

– ¡Eso es ridículo! ¿Qué necesidad tiene de ampliar horizontes alguien cuyo hogar es una taberna?

– Una taberna expone a un niño a muchas barbaridades -dijo Richard, procurando disimular la exasperación de su voz-. Desde que sus ojos pueden ver, ha sido testigo de borracheras, autocompasión, comentarios imprudentes, puñetazos, palabrotas, comportamientos impúdicos y desagradables alborotos. Tú crees que tu presencia lo hace todo aceptable, que todo eso no le puede hacer daño, pero yo también fui hijo de un tabernero y recuerdo muy bien el daño que me hizo la vida de la taberna. La verdad es que me alegré de que me enviaran al internado de Colston y más todavía de que no tuviera que hacer mi aprendizaje como tabernero. Sería muy beneficioso para William Henry conocer y mantener contacto con hombres sobrios.

– ¡No te lo llevarás al taller de Habitas! -le escupió ella.

– Ya lo veo, Peg, no hace falta que me lo digas. Pero este episodio me ha hecho comprender -dijo Richard, acostándose en la cama y apoyando una mano en el hombro de Peg- que ha llegado el momento de que hablemos. No puedes mantener a William Henry envuelto en pañales durante el resto de su infancia por la simple razón de que es nuestro único hijo. Lo de hoy me ha hecho comprender que ya es hora de que nuestro hijo disfrute de un poco más de libertad. Tienes que aprender a soltar un poco a William Henry, pues el año que viene irá al internado de Colston y yo tengo empeño en que así sea, ocurra lo que ocurra.

– ¡No permitiré que vaya! -gritó Peg.

– Tendrás que permitirlo. Si no lo haces, Peg, quiere decir que no es tu hijo quien ocupa tus pensamientos sino tu propia persona.

– ¡Lo sé, lo sé, lo sé! -Peg rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos al tiempo que se balanceaba hacia delante y hacia atrás-. Pero ¿cómo puedo evitarlo? Es lo único que tengo… ¡lo único que jamás tendré!

– Me tienes a mí.

Por un instante, Peg no contestó.

– Sí -dijo al final-, te tengo a ti. Pero no es lo mismo, Richard, no es lo mismo. Si algo le ocurriera a William Henry, me moriría.

Había desaparecido casi toda la luz; un pequeño rayo gris se filtró a través de una de las rendijas del tabique y se posó como una telaraña sobre el rostro de Richard mientras éste permanecía incorporado, contemplando a su mujer. No, no es lo mismo, pensó. No es lo mismo.

El internado masculino de Colston había permitido que muchos de los hijos de los pobres menos desfavorecidos de Bristol aprendieran a leer y escribir. Pero no era en modo alguno el único; todos los credos religiosos excepto el católico disponían de escuelas benéficas, sobre todo, la Iglesia anglicana. Aunque sólo dos de ellas tenían uniformes especiales para sus alumnos. Los chicos de Colston llevaban unos uniformes azules y las Red Maids , las Doncellas Rojas, vestían de rojo. Ambas instituciones dependían de la Iglesia de Inglaterra, si bien las Red Maids no eran tan afortunadas como los chicos, pues sólo se las enseñaba a leer pero no a escribir y dedicaban casi todo el tiempo a bordar chalecos y chaquetas de seda para los miembros de la alta burguesía y la nobleza, un trabajo por el cual sus maestras cobraban, pero ellas no. La capacidad de leer y escribir así como la aritmética estaban mucho más extendidas entre los varones de Bristol que entre los de cualquier otra ciudad de Inglaterra, incluida Londres. En otros lugares solían ser un privilegio de los ricos.

Los cien muchachos de la institución benéfica de Colston vivían, naturalmente, en régimen de internado, algo que también le había tocado en suerte a Richard. Entre las edades de siete y diecinueve años, éste sólo pudo ver a sus padres los domingos y en períodos de vacaciones. ¡Cualquiera se imaginaba a Peg, aguantando semejante situación! Afortunadamente, Colston proporcionaba otra modalidad de enseñanza; a cambio de una elevada suma, el hijo de un hombre adinerado podía asistir a clase de siete de la mañana a dos de la tarde y de lunes a sábado como alumno externo. Con unas generosas vacaciones, por supuesto; ningún maestro de escuela deseaba un mayor castigo para sí que el que imponía la Iglesia anglicana y el testamento del difunto señor Colston.

Aquella mañana, mientras trotaba al lado de su abuelo (Mag había armado un escándalo mayúsculo, gracias al cual había impedido que Peg acompañara también a su hijo), a William Henry se le abrió algo más que una puerta a la escuela y la enseñanza; era el primer día de toda una nueva vida y él se moría de curiosidad. A lo mejor, si hubiera podido acompañar a Richard a la armería, su interés no habría sido tan apremiante, pero los muros carcelarios que su madre había levantado a su alrededor seguían intactos y él ya estaba harto de la situación. Un muchacho más apasionado e impulsivo habría protestado con visible frustración, pero William Henry era tan paciente y comedido como su padre. Su lema era «esperar».

La Escuela Masculina de Colston no difería para nada de las otras dos docenas de imponentes edificios que gozaban de títulos tales como escuela, asilo de pobres, hospital o casa de caridad; era una siniestra construcción muy mal cuidada en la que jamás se limpiaban los cristales de las ventanas, el enlucido se encontraba en muy mal estado y las maderas crujían. La humedad lo invadía todo, desde los cimientos a las chimeneas a estilo Tudor, el interior no había sido diseñado como escuela y el hedor del Froom que discurría a escasos metros de distancia era nauseabundo salvo para la nariz de los bristolianos.

Disponía de una verja y un patio y de algo así como unos mil muchachos, aproximadamente la mitad de los cuales vestía el famoso uniforme azul. Como todos los demás alumnos externos de pago, William Henry no estaba obligado a llevarlo; algunos alumnos externos eran hijos de concejales y mercaderes que no deseaban que sus vástagos se mancharan con el estigma de la beneficencia. Un alto y delgado sujeto enfundado en el negro traje y el blanco alzacuello almidonado propio de un clérigo se acercó a Dick y a William Henry esbozando una sonrisa que puso al descubierto sus manchados y cariados dientes: un bebedor de ron.

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