Colleen McCullough - La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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– No puedo, Peg. Padre ya se está cansando, pero lo peor no es eso. William Henry es lo bastante mayor para darse cuenta de que su madre se comporta de una manera extraña. Por favor, procura portarte bien por él.

– A William Henry le importo un bledo, ¿por qué iba yo a hacer algo por él?

– ¡Vamos, Peg, eso no es cierto!

Parecía que se movieran en círculos concéntricos; ni las dulces palabras ni la paciencia de Richard ni la irritación de Dick bastaban para aplacar a los monstruos que devoraban su mente, aunque abandonó el ron cuando William Henry le preguntó sin andarse por las ramas por qué se emborrachaba.

El carácter directo de la pregunta la dejó pasmada. -Aunque no sé por qué -le dijo más tarde Dick a Richard-, William Henry es un hijo de tabernero.

A finales de febrero de 1782, el señor James Thistlethwaite envió una carta a Richard por correo especial:

Escribo esta carta la noche del día 27, mi querido amigo, y acabo de ganar mil libras. Pagadas con una letra de cambio del banco de mi desventurada víctima. ¡La noticia ya es oficial! Hoy el Parlamento ha votado en favor de interrumpir la guerra ofensiva contra las trece colonias y pronto empezaremos a retirar nuestras tropas.

Echo la culpa de todo al sombrero de piel de Franklin. Los gabachos han demostrado ser unos firmes aliados, tanto el general De Grasse como el general De Rochambeau, lo cual evidencia que, si un hombre cautiva el sentido francés de la moda, todo es posible. George Washington y los gabachos tocaron campanas a nuestro alrededor en Yorktown, aunque yo creo que lo que ha inducido al Parlamento a tomar esta decisión ha sido la rendición de lord Cornwallis. Sí, ya sé que Clinton se lo estaba pasando demasiado bien en Nueva York para bajar con su velero a echar una mano a Cornwallis y también sé que la armada francesa hizo posible que Washington y sus gabachos de tierra tomaran Yorktown, pero eso no disminuye la magnitud de la rendición.

Lo mismo que ocurrió con Burgoyne. A Londres se le está partiendo el corazón de vergüenza.

Da a conocer la noticia, Richard, pues mi correo llegará primero a Bristol, y no olvides añadir que tu fuente es James Thistlethwaite, que vivió hasta hace muy poco tiempo en el Bristol de Cornwallis.

¿Oigo que me preguntas qué voy a hacer con las mil libras? Comprarme una barrica de ron de la destilería del señor Thomas Cave… ¡y eso que me consta que una barrica contiene ciento cinco galones! Bajaré también dando un paseo al Green Canister de Half Moon Street para comprarle a la señora Phillips doce docenas de sus mejores condones. Estas putas de Londres están todas enfermas de sífilis y gonorrea, pero a la señora Phillips se le ha ocurrido el mejor invento del mundo desde el descubrimiento del ron. Ahora podré menear impunemente mi caña de azúcar debidamente encondonada.

Al cabo de un año -marzo de 1783-, el senhor Tomas Habitas se vio obligado a prescindir de los servicios de Richard. Para entonces, el Banco de Bristol ya guardaba tres mil libras, de las que apenas se había tocado un penique. ¿Por qué iba a gastarlas? Peg no quería irse a vivir a Clifton y su padre (a quien él había tratado de convencer de que comprara el Black Horse Inn de Clifton Hill) decía encontrarse a gusto en el Cooper's Arms. No todos los doce peniques diarios que Richard le pagaba desde hacía siete años se habían gastado, explicó ingenuamente Dick. Podía permitirse el lujo de esperar la llegada de tiempos más duros allí donde estaba, en Broad Street, en el mismísimo centro de todas las actividades de la ciudad.

Sí, la guerra americana había terminado y, a su debido tiempo, un tratado lo confirmaría, pero la prosperidad no se había recuperado. Ello se debía en parte al caos que reinaba en el Parlamento, donde Charles James Fox y lord North protestaban a gritos contra las injustificadas concesiones que lord Shelburne les estaba haciendo a los americanos. Nadie se preocupaba de vulgaridades tales como el Gobierno . Las efímeras administraciones que se caracterizaban por las disputas y los juegos de poder causaban estragos en Westminster; pero la verdad era que nadie, ni siquiera el enloquecido rey, sabía qué hacer con una deuda bélica de doscientos treinta y dos millones de libras y la disminución de las rentas públicas.

Surgieron disturbios por la comida entre los marineros de Bristol, los cuales cobraban treinta chelines al mes siempre y cuando estuvieran embarcados. En tierra, ni un penique. La situación era tan desesperada que el alcalde consiguió convencer a los armadores de que pagaran quince chelines mensuales a sus marineros cuando estuvieran en tierra. En 1775 el número de barcos que pagaban el llamado Tributo del Alcalde eran quinientos veintinueve; en 1782, el número había bajado a ciento dos. Puesto que casi todos los barcos eran de Bristol y estaban amarrados en los muelles y las rebalsas y también río abajo en la parte de Pill, no se podían desatender las demandas de varios miles de marineros.

En Liverpool, diez mil de sus cuatrocientos mil habitantes dependían de los escasos recursos benéficos de aquella ciudad, y en Bristol los índices de pobreza habían subido a un ciento cincuenta por ciento. El Ayuntamiento y el Gremio de Mercaderes no tuvieron más remedio que vender sus propiedades. Se tuvieron que establecer unas nuevas ordenanzas más estrictas para hacer frente a la incesante afluencia de pobres procedentes de las zonas rurales que acudían a las parroquias en busca de comida. Los que eran sorprendidos estafando a las parroquias eran expuestos a la picota y azotados públicamente antes de ser desterrados; pero la afluencia de pobres seguía incrementándose a más velocidad que las mareas del Avon.

– ¿Has visto eso, Dick? -preguntó el primo James el farmacéutico, entrando en la taberna antes de regresar a su casa desde su tienda de Corn Street. Agitaba en la mano una hoja de periódico-. ¡Un anuncio de nuestros presos de Newgate, imagínate! Dicen que no pueden comer con sus dos peniques diarios… es una vergüenza, cuando un cuarto de hogaza de pan cuesta dieciséis peniques.

– Un penique al día si se encuentran pendientes de juicio -dijo Dick.

– Me encargaré de que Jenkins el tahonero les envíe todo el pan que necesiten. Y queso y culatas de buey.

Dick asintió tímidamente.

– Pero, cómo, Jim, ¿no vas a depositar peniques en sus manos extendidas?

El primo James el farmacéutico se ruborizó.

– Sí, tienes razón, Dick. La verdad es que se lo gastaban todo en bebida.

– Siempre se lo gastarán en bebida. Enviarles pan me parece muy sensato. Pero encárgate de que tus filantrópicos amigos hagan lo mismo.

– ¿Cómo está Richard ahora que no trabaja? Jamás lo veo.

– Bastante bien -contestó lacónicamente el padre de Richard-. La razón de que no lo veas está arriba, en su cama.

– ¿Borracha?

– Qué va. Dejó de beber cuando William Henry le preguntó sin rodeos por qué bebía tanta ginebra. -Dick se encogió de hombros-. Cuando William Henry no está en casa, se tumba en la cama con la mirada perdida.

– ¿Y cuando William Henry está en casa?

– Se comporta como Dios manda. -El patrón carraspeó y soltó un enorme escupitajo sobre el serrín del suelo-. ¡Las mujeres! Son unos bichos muy raros, Jim.

La imagen mental de su hipocondríaca esposa y de sus dos hijas solteronas con cara de escuadra, tal como solía decirse por allí, apareció ante los ojos del primo James el farmacéutico, el cual asintió con la cabeza, esbozando una triste sonrisa.

– A menudo me he preguntado -dijo- por qué razón habrá decidido el mundo comparar una cara con una escuadra.

Dick soltó una sonora carcajada.

– ¿Estás pensando en tus niñas, Jim?

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