Colleen McCullough - La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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Un pequeño rumor que estoy seguro te encantará. Dicen que el señor Henry Cruger, miembro del Parlamento por Bristol y americano de nacimiento, cobrará una pensión real de por lo menos mil libras al año a cambio de información acerca de las actividades de los yanquis. Qué ironía, ¿verdad? Todo Bristol afirma indignado que Cruger es un espía yanqui, siendo así que ha estado espiando constantemente por cuenta de Inglaterra.

Y termino diciendo, mi querido Richard, que el aire de Londres es también beocio, no apto para que lo respiren mis áticos pulmones. No obstante, estoy bien, a menudo con algunas copas de más… a pesar de que el ron de aquí no se puede comparar con el de Thomas Cave.

El párrafo final, pensó Richard, confirmaba que el canto de los pájaros de Bristol decía la verdad. ¡Pobre Jem! Bristol tenía unos confines muy limitados. Había abrigado la esperanza de que no los hubiera en el gigantesco Londres, una ciudad que contaba con un considerable número de escritores de sátiras propios y no necesitaba para nada a los de Bristol.

Por consiguiente, las cartas que seguían inundando a Richard contenían noticias que éste ya sabía, pero no se atrevía a decirlo en sus respuestas.

– ¡Oh, Jem! -exclamó a finales de 1780 mientras leía una nueva misiva de Thistlethwaite-. ¡Habéis perdido agudeza!

El mundo está patas arriba, Richard. Sir Henry Clinton, nuestro último comandante en jefe, ha abandonado Filadelfia para conservar firmemente en su poder Manhattan y las zonas limítrofes de Nueva York. Lo cual me parece algo así como si una pequeña raposa se ocultara en su madriguera antes de oír los ladridos de los perros. Los franceses han reconocido oficialmente a los Estados Unidos de América y están haciendo el ridículo a cuenta del apolillado sombrero del embajador Benjamin Franklin. Toda Europa está tan preocupada que Catalina, la emperatriz de todas las Rusias, ha negociado una liga de neutralidad armada entre su país y Dinamarca, Suecia, Prusia, Austria y Sicilia. Lo único que tienen en común estos países es el temor a los ingleses y los franceses.

Escribí un brillante -¡y muy bien acogido!- artículo acerca de los 5.500 Hijos de la Libertad hechos prisioneros cuando sir Henry Clinton capturó Charles Town. ¡Han sido incorporados a nuestra propia Armada! Qué bonito detalle, ¿verdad? Mi artículo giraba en torno a un hecho curioso: ¡el de que los oficiales americanos no se atreven a azotar a sus soldados o marineros! ¡Ya puedes imaginarte lo que piensan los Hijos de la Libertad cuando el viejo y querido látigo inglés de nueve ramales azota el pellejo de sus espaldas y traseros!

Escribí también una defensa de la deserción del general Benedict Arnold, que considero una simple consecuencia de esta lenta y maldita guerra. Creo que él y sus traidores compañeros se han cansado de aguantar. Las comodidades de los mandos y las pensiones inglesas deben de constituir un motivo de envidia para muchos oficiales americanos de categoría superior. Por no hablar de los privilegios de los profesionales ingleses. A un comandante acostumbrado a pegar azotes le debe de hervir la sangre en las venas al ver a sus exhaustas tropas sin zapatos y sin sombrero, rebeldes por falta de paga y lo bastante independientes para mandarlo al carajo si no les gustan sus órdenes. ¡Y nada de azotes!

He apostado cien libras con una probabilidad de 10 a 1 a que ganarán los rebeldes, lo cual significa que tengo la posibilidad de ganar mil libras. Es una posibilidad. ¡Por Dios, Richard, cuánto dura esta desdichada guerra! El Parlamento y el rey están arruinando Inglaterra.

Pero la mente de Richard estaba padeciendo un dolor mucho más cercano que el de una guerra que se estaba combatiendo a casi tres mil millas de distancia. Peg se estaba encerrando en sí misma.

Tenía sus motivos: ya no volvería a tener hijos, William Henry era su única esperanza y Richard no estaba a su lado todo el día para consolarla y librarla de su mal humor y sus depresiones.

¿Será porque envejecemos, por lo que no somos capaces de conservar el fulgor de nuestros sueños juveniles? ¿Acaso la propia vida los apaga? ¿Es eso lo que le está ocurriendo a Peg? ¿Es eso lo que me está ocurriendo a mí? Antes yo tenía unos sueños maravillosos: la casita de Clifton en medio de un jardín lleno de flores, un precioso poni para ir a Bristol y un coche de dos ruedas para llevar a mi familia a merendar al campo en Durdham Down, unas amistosas relaciones con mis vecinos de igual condición, una docena de hijos y todas las emociones y angustias de verlos madurar. Como si yo no fuera más que un testigo de los misteriosos designios de Dios, sintiéndome bajo su amorosa protección, bondadoso con los míos y sin causar daño a nadie. Y, sin embargo, aquí estoy con treinta y dos años y nada de todo eso ha ocurrido. Tengo una pequeña fortuna en el Banco de Bristol y un polluelo en mi nido, pero estoy condenado a vivir para siempre en la casa de mi padre. Nunca seré independiente, pues a mi esposa, a quien adoro demasiado como para causarle daño, la aterran los cambios. La aterra perder a su único polluelo. ¿Cómo decirle que su terror es una tentación a Dios? Hace tiempo aprendí que los males se producen cuando uno lo hace todo a bombo y platillo y que lo mejor para evitar problemas es ser discreto y no llamar la atención.

Su amor a William Henry había experimentado un sutil cambio como consecuencia de la obsesión de Peg por el niño. Lo que había empezando siendo un temor de que su hijo se pusiera enfermo o se extraviara, se había convertido en compasión por la apurada situación del niño. Si corría en lugar de caminar, incluso en el interior de la taberna, Peg se le acercaba presurosa y le preguntaba por qué corría. Cuando Dick se llevaba a William Henry a dar su paseo cotidiano, Peg insistía en acompañarlos, por lo que el niño se veía obligado a caminar tomado de la mano y jamás podía correr libremente. Cuando intentaba acercarse al borde del Key Head y contar (podía contar hasta cien) el número de barcos de aquella prodigiosa avenida acuática, Peg lo apartaba, reprochándole con dureza a Dick su negligencia. Pero lo más lamentable era que el niño no protestaba, carecía de aquel impulso de afirmar su independencia de que estaban dotados con creces casi todos los niños de seis años.

– He estado hablando con el senhor Habitas -dijo Richard una larga noche de verano tras el cierre del Cooper's Arms-. No hay temor de que Tower Arms deje de hacernos pedidos en un próximo o lejano futuro, pero las cosas han adquirido un ritmo tan regular que podemos prestar atención a alguien que no tenga conocimientos. -Respiró hondo y miró a Peg desde el otro lado de la mesa de la cena-. A partir de ahora, me voy a llevar a William Henry a trabajar conmigo.

Tenía intención de seguir adelante y añadir que sólo lo haría durante algún tiempo, que el muchacho necesitaba desesperadamente el estímulo de nuevas experiencias y nuevos rostros, que tenía la misma paciencia que él, la misma aptitud para la mecánica y la misma afición a encajar las piezas de un rompecabezas. Pero no dijo nada.

Peg se puso a gritar.

– ¡No, no, no!

Sus chillidos eran tan aterradores que William Henry se encogió de miedo, se echó a temblar, bajó de su silla y corrió para ocultar la cabeza en el regazo de su padre.

Dick apretó los puños y se los miró, frunciendo los labios; Mag se levantó, tomó una jarra de agua del mostrador y la arrojó a la cara de Peg. Entonces ésta dejó de gritar y se puso a aullar.

– Era sólo una idea -le dijo Richard a su padre.

– No precisamente de las mejores, Richard.

– Pensé… ¡ven aquí, William Henry!

Rodeó con sus brazos al niño y lo sentó sobre sus rodillas, dirigiéndole a Dick una enfurecida mirada que le impidió hacer el menor comentario. Dick pensaba que su nieto era demasiado mayor como para que su padre le prodigara tantos mimos.

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