Colleen McCullough - La huida de Morgan
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– Pues sí -contestó agresivamente el señor Thistlethwaite-, ¡me voy, maldita sea!
Peg y Mag rompieron a llorar; Richard las acompañó al piso de arriba en compañía de un perplejo William Henry para que lloraran en privado, y después se enfrentó con el aparentemente enojado señor Thistlethwaite.
– ¡Jem, vos sois un cliente fijo de la casa! ¡No os podéis ir!
– ¡No soy un cliente fijo y me voy!
– ¡Vamos, hombre, sentaos! ¡Y dejad de comportaros como si estuviéramos enfrentándonos en un combate de boxeo! No somos adversarios -dijo Richard con la cara muy seria-. Sentaos, Jem, y decidnos por qué.
– ¡ Ajá! -dijo el señor Thistlethwaite, haciendo lo que le decían-. O sea que puedes salir de tu tímido caparazón. ¿Tanto significa mi partida?
– Eso es tremendo -dijo Richard-. Padre, dadme una cerveza y a Jem un poco del mejor ron de Cave.
Dick se levantó y así lo hizo.
– Bueno pues, ¿qué es lo que ocurre? -preguntó Richard.
– Estoy harto, Richard, eso es todo. Ya he cumplido mi papel en Bristol. ¿Quién me queda por satirizar? ¿El anciano obispo Newton? No pienso hacerle esta mala jugada a alguien con el suficiente ingenio para calificar el metodismo de forma bastarda de papismo. ¿Y qué otra cosa puedo hacer contra el Ayuntamiento? ¿Qué otro aguijón me queda como no sea el de afirmar que sir Abraham Isaac Elton habla mucho y es un prepotente, John Vernon es un prepotente pero no dice nada y Rowles Scudamore ni es prepotente ni abre la boca? He dado a conocer la antigua condición de clérigo disidente de Daniel Harson y la de John Powell como médico de un barco negrero. No, ya he disparado toda mi artillería contra Bristol y tengo intención de buscar prados más verdes. Por consiguiente, me largo a Londres.
¿Cómo expresar diplomáticamente que una refulgente luz en Bristol podía quedar oscurecida por la niebla de un lugar veinte veces más grande que Bristol?
– Es un lugar inmenso -se atrevió a decir Richard.
– Tengo amigos allí -replicó el señor Thistlethwaite.
– ¿No pensáis cambiar de idea?
– No.
– Pues entonces -dijo Dick, algo más recuperado-, brindo por vuestra buena suerte y vuestra salud, Jem. -Levantó su vaso-. Por lo menos, me ahorraré el gasto de la tinta y las plumas.
– ¿Nos escribiréis para contarnos qué tal estáis? -preguntó Richard poco después, cuando la cólera del señor Thistlethwaite ya se había transformado en una sentimental compasión de sí mismo.
– Siempre y cuando tú me escribas a mí. -El Bardo de Bristol soltó un gemido y se secó una lágrima-. ¡Oh, Richard, el mundo es un lugar muy cruel! Y yo me propongo ser cruel con él en un lienzo más grande que el que me ofrece Bristol.
Aquella noche Richard sentó a William Henry sobre sus rodillas y volvió el rostro del niño hacia el suyo. A sus dos años y medio, William Henry era vigoroso y de buena estatura y tenía, al decir de su padre, el rostro de un ángel inflexible. La culpa era de aquellos ojos, naturalmente, tan grandes y singulares -auténticamente singulares, pues nadie había visto jamás una mezcla de cerveza y pimienta como aquélla-, pero también de los planos de sus huesos y de la perfección de su piel. Dondequiera que fuera, la gente volvía la cabeza para contemplar su asombrosa belleza, lo cual significaba que semejante opinión no era exclusivamente la de su complaciente progenitor. A juicio de todo el mundo, William Henry era un niño fuera de lo corriente.
– El señor Thistlethwaite se va -le dijo Richard a su hijo.
– ¿Lejos?
– Sí, a Londres. Ahora ya no lo veremos muy a menudo, William Henry.
Los ojos no se llenaron de lágrimas, pero adoptaron una expresión que Richard sabía por experiencia que era de dolor interior, secreto y emocionado.
– ¿Ya no le gustamos, padre?
– Le gustamos mucho. Pero necesita más espacio del que tiene en Bristol y eso no tiene nada que ver con nosotros.
Mientras los escuchaba, Peg se agarró a los barrotes de su propia jaula, una estructura tan invisible y secreta como los pensamientos que cruzaban por la mente de William Henry. Después de aquella vengativa reacción contra el derecho de Richard a tocarla, había decidido someterse a la obediencia conyugal y, en caso de que Richard hubiera notado que su respuesta a sus requerimientos amorosos era más mecánica que antes, no lo había comentado. No es que lo amara menos; su retraimiento emocional se debía a su sensación de culpa. A su esterilidad. Las entrañas se le habían encogido y vaciado, ya no eran capaces de llevar otra cosa que no fuera la menstruación y ella se había casado con un hombre que amaba a sus hijos casi en exceso. Que necesitaba una tribu de hijos para no tener que centrar todo su afecto en un niño llamado William Henry.
– Amor mío -le dijo a Richard mientras ambos se encontraban en la cama, tranquilizados por los sonoros ronquidos de la habitación de la parte anterior y la profunda respiración de William Henry-, temo que jamás volveré a concebir un hijo.
Ya estaba. Finalmente, había tenido el valor de soltarlo.
– ¿Has hablado con el primo James el farmacéutico?
– No necesito hablar con él y sé que no me podría dar una respuesta. Dios me hizo así, lo sé.
Richard parpadeó y tragó saliva.
– Bueno, ya tenemos a William Henry.
– Lo sé. Y está asombrosamente sano. Pero, precisamente por eso, quiero hablar contigo, Richard -dijo ella, incorporándose.
Richard también se incorporó y se rodeó las rodillas con los brazos.
– Pues habla entonces, Peg.
– No quiero trasladarme a vivir a Clifton.
Richard se inclinó hacia un lado, tomó la yesca y encendió la vela para poder contemplar el rostro de su esposa. Redondo, delicadamente agraciado y tenso a causa de la inquietud, con unos grandes ojos castaños nublados por la inquietud.
– ¡Por el bien de nuestro hijo tenemos que trasladarnos a Clifton!
Peg cerró súbitamente los puños tal como solía hacer su hijo…
Cualesquiera que fueran sus sentimientos, no encontraría las palabras apropiadas para expresarlos.
– Es por el bien de William Henry por lo que lo digo. Sé que tienes dinero para comprar una preciosa casita en las laderas de las colinas, pero yo me sentiría muy sola en ella con William Henry, y no podría llamar a nadie en caso de necesidad.
– Nos podemos permitir el lujo de una criada, Peg, ya te lo he dicho.
– Sí, pero una criada no es de la familia. Aquí podemos recurrir a tus padres… Tres de nosotros podemos encargarnos de que William Henry esté bien atendido, Richard. -Apretó sus fuertes dientes, alimentados por el agua dura de la ciudad-. Sufro pesadillas. Veo a William Henry bajando al Avon y cayendo al agua mientras yo estoy ocupada cociendo el pan y la criada se ha ido a buscar agua al Jacobs Well. Veo la escena una y otra vez…¡una y otra vez!
La llama de la vela iluminó un repentino torrente de lágrimas; Richard posó la vela en la cómoda de la ropa situada al lado de la cama y atrajo a su mujer a sus brazos.
– Peg, Peg… eso no son más que sueños. Yo también los tengo, amor mío. Pero en mi pesadilla veo a William Henry aplastado por las ruedas de un trineo o a William Henry enfermo de tisis o a William Henry cayendo a la boca de acceso de una cloaca. Nada de todo eso puede ocurrir en Clifton. Pero, si tan preocupada estás, tendremos también una niñera para él.
– Tus pesadillas son todas distintas -dijo Peg en tono quejumbroso-, pero la mía es siempre la misma. William Henry cayendo al Avon desde el barranco, William Henry aterrorizado por algo que yo no puedo ver.
Richard la acarició hasta conseguir que se calmara y se quedara finalmente dormida en sus brazos. Después se tumbó, luchando contra su propio dolor mientras la vela se iba extinguiendo poco a poco. Sabía que todo aquello era una conspiración familiar. Su madre y su padre estaban ejerciendo influencia sobre Peg. Mag porque adoraba a William Henry y apreciaba a su nuera como una hija, y Dick porque… bueno, quizás en lo más hondo de su corazón, pensaba que, cuando Richard se fuera a vivir a Clifton, dejaría de cobrar aquellos dos chelines diarios; un hombre que es dueño de su propia casa tiene muchos gastos extras. Todo su instinto lo animaba a no prestar atención a todas aquellas presiones e irse con su mujer y su hijo a las verdes colinas de Clifton, pero lo que Dick Morgan consideraba una debilidad en su hijo era, de hecho, una capacidad de comprender y compadecerse de las acciones de los demás y especialmente de las de su familia. Si insistiera en hablar de la casita de Clifton -había encontrado la más adecuada, amplia, con una preciosa techumbre de paja, no demasiado antigua, con cocina separada en la parte de atrás y un desván para la servidumbre-, si insistiera en hablar de aquella casita de Clifton, ahora ya sabía que Peg había decidido no vivir en ella. Había decidido aborrecerla ¡Qué extraño, tratándose de la hija de un campesino! Ni por un instante se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ella no se adaptara a un estilo de vida más rural con tanto entusiasmo como el suyo, él que era un hombre nacido y criado en la ciudad. Sus labios se estremecieron, pero en la intimidad de la noche, Richard Morgan no lloró. Se limitó a armarse de valor para aceptar el hecho de que jamás se trasladaría a vivir a Clifton.
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