Colleen McCullough - La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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– Todos los sábados, padre.

Aquella noche, cuando Richard se volvió para buscar a Peg y subirle cuidadosamente el camisón, ella le golpeó las manos.

– ¡No, Richard! -musitó Peg-. ¡William Henry aún no está dormido y es lo bastante mayor para comprender!

Permaneció tendido en la oscuridad, escuchando los ronquidos y silbidos de la habitación de la parte anterior, agotado por el duro esfuerzo, pero totalmente despierto. Aquel día había sido el comienzo de muchas cosas. Un trabajo que le gustaba, la separación de un hijo al que amaba, la separación de una esposa a la que amaba, la comprensión de que podía causar daño a las personas a las que amaba sin darse cuenta. Todo habría tenido que ser tan sencillo. Nada lo impulsaba salvo el amor… Tenía que trabajar para mantener a su familia, para que no les faltara nada. Y, sin embargo, Peg le había apartado las manos por primera vez desde que se casaran, y William Henry se había estremecido y ronroneado como un gato.

¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo encontrar una solución? Hoy he abierto un abismo sin querer. Jamás he pedido o esperado demasiado. Sólo la presencia de mi familia. En eso estriba la felicidad. Yo les pertenezco a ellos y ellos me pertenecen a mí. ¿Acaso siempre se abre un abismo cuando cambian las cosas? ¿Cuál es su profundidad? ¿Cuál su anchura?

– Senhor Habitas -dijo al romper el alba de su segundo día de trabajo-, ¿cuántos mosquetes esperáis que os haga en un día?

Ni un solo parpadeo. Tomas Habitas raras veces parpadeaba.

– ¿Por qué, Richard?

– No quiero permanecer aquí desde el amanecer hasta el ocaso. No es como antes. Mi familia también me necesita.

– Lo comprendo muy bien -dijo amablemente el senhor Habitas-. El dilema no tiene solución. Uno trabaja para ganar el dinero que le asegure la comodidad y el bienestar de su familia y, sin embargo, la familia necesita algo más que el dinero y un hombre no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Te pago por cada mosquete que haces, Richard. Eso quiere decir los muchos o los pocos que quieras hacer. -El armero se encogió de hombros con indiferencia-. Sí, me gustaría que me hicieras quince o veinte al día, pero acepto que me hagas uno solo. Eso depende de ti.

– ¿Diez al día, senhor?

– Diez me parece perfectamente aceptable.

Así pues, Richard regresaba al Cooper's Arms a media tarde, tras haber terminado y probado a su entera satisfacción los diez mosquetes. El senhor Habitas estaba contento y él veía lo suficiente a William Henry y a Peg y guardaba en el banco el suficiente dinero para convertir en realidad su sueño de construirse una casa en Clifton Hill. Su hijo ya caminaba; muy pronto las tentaciones de Broad Street lo llamarían a través de la puerta de la taberna y William Henry saldría para emprender nuevas aventuras.

Mucho mejor que sus pisadas lo llevaran por caminos perfumados con el aroma de las flores que por caminos impregnados del hedor del Froom en la bajamar.

Pero no fue Peg ni William Henry quien lo recibió al entrar; el señor James Thistlethwaite se levantó de «su» mesa para estrechar a Richard en un gran abrazo.

– ¡Soltadme, Jem! ¡Estas pistolas se van a disparar!

– ¡Richard, Richard! ¡Pensaba que no volvería a verte!

– ¿Que no me volveríais a ver? ¿Por qué? Si hubiera trabajado desde el amanecer hasta el ocaso -y ya veis que no es así-, me seguiríais viendo en invierno -replicó Richard, apartándose y alargando los brazos hacia William Henry que en aquellos momentos se estaba acercando a él con sus inseguros pasos infantiles.

Después se acercó Peg con una mirada de disculpa para darle un beso en la boca. Y, de esta manera, cuando Richard se sentó a la mesa de Jem Thistlethwaite, sintió que su mundo se había vuelto a recomponer y que el abismo ya había desaparecido.

Cuando Dick le ofreció una jarra de cerveza, apreció el sabor ligeramente amargo, pero no bebió con ansia. Era hijo de un tabernero que bebía con moderación y sólo bebía cerveza, aunque nunca la suficiente para notarlo. Lo cual, pensó, era una de las razones -aparte del natural afecto que sentía por él- de que el senhor Tomas Habitas lo tuviera en tanta estima. El trabajo exigía unas manos firmes debidamente conectadas con una mente clara, y resultaba muy difícil encontrar a un hombre que no bebiera más de la cuenta. Casi todo el mundo bebía demasiado. Con tres peniques se podía comprar media pinta de ron o, dependiendo de la cantidad, nada menos que toda una pinta de ginebra. Tampoco había leyes que prohibieran el exceso de bebida, a pesar de que había leyes que castigaban casi todo lo demás. El Gobierno ingresaba demasiado dinero con los impuestos y no estaba interesado en disuadir a los ciudadanos de que bebieran.

En Bristol se fabricaba y consumía más ron que ginebra; la ginebra era la bebida de los pobres. En su condición de principal ciudad importadora de azúcar de todas las islas Británicas, era lógico que Bristol se hubiera convertido en la capital del ron. En cuanto a la fuerza, poca era la diferencia entre las dos bebidas, aunque el ron tenía más cuerpo, permanecía más tiempo en la sangre y resultaba más soportable a la mañana siguiente.

El señor Thistlethwaite bebía ron de la mejor calidad y había convertido el Cooper's Arms en su hogar-fuera-del-hogar porque Dick Morgan compraba el ron en la destilería de ron del señor Thomas Cave de Redcliff; el ron de Cave no tenía igual.

Por consiguiente, cuando entró Richard, el señor Thistlethwaite estaba más alegre de lo que solía estar a las tres de la tarde. Echaba de menos a Richard, así de sencillo, y pensaba que, de ahora en adelante, Richard no regresaría a la taberna antes de las cinco de la tarde, la hora en que él se marchaba. La inflexible norma de las cinco representaba su último instinto de conservación; sabía que, si se quedara un solo minuto más, acabaría tendido permanentemente en el arroyo que discurría por el centro de Broad Street.

Alegrándose de que Richard siguiera formando parte de cada uno de los días de la taberna, se levantó tambaleándose y se dispuso a marcharse.

– Es muy pronto, lo sé, pero el hecho de contemplarte, Richard, me ha abrumado -anunció, encaminándose haciendo eses hacia la puerta-. Aunque no sé por qué -añadió su voz desde Broad Street-. La verdad es que no sé por qué, pues, ¿quién eres tú sino el hijo de mi tabernero? Es un misterio, un auténtico misterio. -Su cabeza con el maltrecho tricornio airosamente inclinado a un lado, asomó por la puerta-. ¿Es posible que los ojos de un borracho puedan sondear el futuro? ¿Creo en las premoniciones? ¡Ja, ja, ja! Llámame Casandra, pues juro que soy tan tonto como una vieja. ¡Jo, jo, jo, mis áticos y refinados pulmones literarios vuelan por el aire de la ignorante Beocia!

– Está loco -dijo Dick-. Loco como un cencerro.

La guerra contra las trece colonias americanas seguía adelante y los perplejos ciudadanos de Bristol suponían que, con tantas victorias inglesas, el día menos pensado se recibiría la noticia de la rendición americana. Pero la noticia jamás se recibió. Cierto que los colonos habían conseguido invadir Boston y se la habían arrebatado a sir William Howe, pero sir William se había trasladado rápidamente a Nueva York, con la aparente intención de dividir y vencer, empujando a George Washington hacia Nueva Jersey para que se interpusiera entre las colonias del norte y las del sur. Su hermano el almirante Howe había vencido a la inexperta armada americana en Nassau y en Narragansett Bay, por lo que Britania imperaba en los mares.

Hasta entonces, el gobierno colonial había intentado seguir un camino intermedio y reconciliar a los dos bandos en guerra, el de los leales a la corona y el de los rebeldes, pero ahora, justo cuando -a los ojos de Bristol por lo menos- la derrota americana parecía inevitable, Pensilvania repudiaba su alianza con la Corona y se unía con entusiasmo a los rebeldes. No tenía sentido, sobre todo para los cuáqueros de Bristol, que eran sus parientes consanguíneos.

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