Colleen McCullough - La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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¡Dios mío del Cielo, mi mujer cree que William Henry se ahogará en el Avon si nos vamos a vivir a Clifton! Mientras que yo tengo el presentimiento de que Bristol lo matará. ¡Te ruego, te suplico que protejas a mi hijo! ¡No me arrebates a este hijo único! Su madre dice que ya no habrá otros, y yo la creo.

– Nos quedaremos en el Cooper's Arms -le dijo a Peg cuando ambos se levantaron justo antes del amanecer.

El rostro de Peg se iluminó mientras ésta lo abrazaba con un profundo suspiro de alivio.

– ¡Gracias, Richard, gracias!

La guerra en América siguió siendo favorable a Inglaterra durante algún tiempo, a pesar de que muy pocos miembros tories del Parlamento se sentían lo suficientemente fuertes para abandonar el Gobierno en señal de protesta contra la política del rey. El caballero Johnny Burgoyne recibió el encargo de acabar con todos los rebeldes del norte de Nueva York y demostró la valía de sus hazañas tácticas tomando el Fort Ticonderoga junto al lago Champlain, una plaza fuerte que los rebeldes consideraban invulnerable. Pero entre el lago y la cabecera del río Hudson había unos yermos que Burgoyne recorría al ritmo de una milla diaria. Su suerte cambió y también la de su contingente de tropas de diversión, derrotado en Bennington. Horado Gates se había puesto al mando de los rebeldes y contaba con la colaboración del genial Benedict Arnold. Dos veces obligado a librar batalla en Bemis Heights, Burgoyne descendió en picado hacia su derrota final y su rendición en Saratoga.

La noticia de Saratoga hizo estremecer los cimientos de toda Inglaterra. ¡La rendición! Lo de Saratoga superaba en cierto modo todas las victorias alcanzadas hasta la fecha, una misteriosa y sutil consecuencia que ni lord North ni el rey habían tomado en consideración. A los ingleses y las inglesas del montón, Saratoga les decía que Inglaterra estaba perdiendo la guerra y que los rebeldes americanos tenían algo que no tenían ni los franceses, los españoles y los holandeses.

Si sir William Howe hubiera avanzado hacia el Hudson para ir al encuentro de Burgoyne, las cosas habrían podido ser muy distintas, pero Howe decidió, en su lugar, invadir Pensilvania. Derrotó a George Washington en Brandywine y después consiguió tomar Filadelfia y Germantown. El Congreso americano huyó a la York de Pensilvania, lo cual desconcertó tanto a los ingleses de allí… como a los de casa. ¡La gente no abandonaba su capital al enemigo, sino que la defendía hasta la muerte! ¿De qué servía tomar Filadelfia si ya no era la sede del gobierno rebelde? Algo nuevo estaba ocurriendo sobre la faz de la tierra.

A pesar de que las conquistas de Howe en Pensilvania coincidieron más o menos con las campañas de Burgoyne en la zona norte de Nueva York, en Inglaterra no podían competir con la derrota de Saratoga. A partir de Saratoga, el Parlamento empezó a preguntarse si Inglaterra podría ganar aquella guerra. El gobierno de lord North se puso a la defensiva, empezó a preocuparse por los acontecimientos de Irlanda, imposibilitada de comerciar directamente allende los mares y dispuesta a reclutar voluntarios para combatir contra los franceses, aliados con los americanos. ¡Bueno, en Londres todo el mundo comprendía el significado de todo aquello! Si los irlandeses querían combatir, lo harían contra los ingleses. Lo cual no sería nada fácil, siendo los tories mayoría en la Cámara.

En Bristol, la depresión económica era cada vez más grave. Los corsarios franceses y americanos surcaban los mares y lo estaban haciendo mucho mejor que los corsarios ingleses; la Armada Real se encontraba también en los confines del océano Occidental. En su perenne afán de aumentar el número de los corsarios, muchos plutócratas de Bristol aportaban dinero destinado a transformar los buques mercantes en fortalezas flotantes erizadas de armas. Los corsarios ingleses lo habían hecho extremadamente bien durante la guerra de los Siete Años contra Francia, por lo que nadie pensaba que aquella guerra pudiera tener un resultado distinto.

Pero nuestros inversores han perdido elevadas sumas -le escribió Richard al señor Thistlethwaite en una carta que le envió en la segunda mitad de 1778-. Bristol botó veintiún corsarios, pero sólo los dos buques negreros, el Tartar y el Alexander capturaron un botín… un nativo de las Indias Orientales francesas lo valoró en cien mil libras. El comercio marítimo se ha reducido tanto que dice el Ayuntamiento que los impuestos portuarios no bastarán tan siquiera para cubrir el sueldo del alcalde.

Los salteadores de caminos abundan por doquier. Hasta el White Ladies Inn de la barrera de portazgo de Aust se considera ahora un lugar demasiado peligroso para una excursión dominical, y el señor Maurice Trevillian y su esposa, pertenecientes a la ilustre familia de Cornualles, se vieron obligados a detenerse y fueron víctimas de un robo en su propio carruaje, justo a la entrada de su residencia de Park Street. Perdieron un reloj de oro, varias costosas joyas y una elevada suma de dinero.

En resumen, Jem, la situación es francamente delicada.

El señor Thistlethwaite contestó a la carta de Richard con notable prontitud. Algunos hostiles pajaritos de Bristol estaban gorjeando un alegre canto, en el que decían que a Jem Thistlethwaite no le estaban yendo nada bien las cosas en Londres. No había tenido más remedio, añadían con sus trinos, a escribir por cuenta de ciertos editores e incluso a revender por cuenta de algunas papelerías.

¡Richard, cuánto me alegro de recibir noticias tuyas! Echo de menos la contemplación de tu hermoso rostro, pero tu carta me ayuda a evocarlo.

La única diferencia entre un pirata y un corsario es la Patente de Corso del Gobierno de S. M., que se queda con buena parte de los beneficios. Lo que empezó siendo una conflagración local se ha convertido en una guerra mundial. Las avanzadas inglesas están sufriendo ataques en casi todas las esquinas del globo -¿cómo es posible que un globo tenga esquinas?-, incluso en algunas extremadamente remotas.

No me sorprende que los únicos que capturaran un botín fueran dos buques negreros. Especialmente el Alexander y el Tartar . Justo del mismo peso y tamaño. Ciento veinte hombres para servir a dieciséis cañones. Perfecto. Además, los buques negreros navegan muy bien. Rápidos y manejables. Y más les vale hacer algo, ahora que el comercio de esclavos es prácticamente imposible.

Si Bristol está pasando por una situación apurada, Liverpool se encuentra al borde de un desastre. Es una ciudad casi tan grande como Bristol y, sin embargo, dispone de menos de una cuarta parte de instituciones benéficas en comparación con Bristol. Miles de personas recurren a las parroquias, las cuales, sin los donativos de los filántropos, no las pueden alimentar. Se están muriendo literalmente de hambre, pero lord Penrhyn y los liverpoolianos de su clase jamás han oído hablar de la palabra «filantropía». Eso es lo que ocurre en una ciudad cuyos ricachones andan todos metidos en la trata de esclavos.

Aunque Londres mire hacia el este, millones de almas también están sufriendo, Richard. La Compañía de las Indias Orientales también pasa algunos apuros y teme a los franceses, a quienes les va muy bien con sus aliados yanquis. ¡Los Estados Unidos de América! Un título rimbombante para una débil confederación de pequeñas colonias unidas por una urgente necesidad… una necesidad que pasará. Entonces yo vaticino que cada colonia seguirá su propio camino y los Estados Unidos de América se disolverán en una inalcanzable idea filosófica en la mente de un puñado de brillantes e ilustrados hombres de gran talento. Los colonos americanos ganarán la guerra, eso jamás lo he puesto en duda, pero se convertirán en trece estados distintos, unidos por algo tan endeble como un tratado de mutua ayuda.

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