– Les ruego que me disculpen, pero estoy cansadísima… -dijo Caroline, con una venenosa mirada a Elizabeth, que se la devolvió con un destello púrpura que las pupilas marrones de la señorita Bingley jamás podrían igualar.
– Yo voy enseguida, querida -dijo Louisa-, si me ayudas con la pobrecita Letitia. ¡Qué espectáculo! ¡Qué mala educación…!
– ¡Sí, largaos de aquí! -dijo Elizabeth con ira.
– Sólo puedo dar gracias a Dios por una cosa, Elizabeth -dijo Fitz a la puerta del dormitorio de su esposa, algunas horas después-, y es por que Charlie, Angus y el señor Griffiths no estuvieran presentes para escuchar cómo insultabas a la señorita Bingley con esa ordinariez tan vulgar.
– ¡Oh, que se pudra Caroline Bingley! -Elizabeth abrió la puerta de su cuarto y entró en él, con la mano en el picaporte, dispuesta a darle con la puerta en las narices a Fitz.
Pero él se adelantó y entró en la alcoba tras ella, con el rostro tan pálido como encendido estaba el de su esposa.
– ¡Que no te vuelva a oír hablar a uno de mis invitados de ese modo tan… tan despectivo!
– ¡Le hablaré a esa mujer en los términos que me apetezca! ¡Es una embustera y una chismosa, y lo que le he dicho son cumplidos comparados con algunas de sus otras cualidades! -dijo Elizabeth, terminando con un silbido viperino la última palabra-. ¡Repelente! ¡Maleducada! ¡Maliciosa! ¡Enredadora! ¡Zorra! ¡He estado soportando a Caroline Bingley durante veinte años, Fitz, y ya estoy harta! ¡La próxima vez que la invites a Pemberley o a Darcy House o a cualquier otro sitio donde dé la casualidad de que esté yo, te ruego tengas la amabilidad de decírmelo a tiempo para que pueda alejarme de ella a una buena distancia!
– ¡Esto es más de lo que puedo tolerar, señora mía! ¡Eres mi mujer, y ante Dios prometiste obedecerme! ¡Te ordeno que trates a Caroline civilizadamente! ¿Me oyes? ¡Te lo ordeno!
– ¿Sabes lo que puedes hacer con tus órdenes, Fitz? ¡Puedes metértelas por donde amargan los pepinos!
– ¡Elizabeth! ¡Mujer! ¿Es que estás tan completamente loca como tu hermana pequeña? ¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo tan asqueroso?
– ¡Qué gazmoño mojigato estás hecho…! Al menos se puede decir una cosa a favor de Caroline Bingley -dijo Elizabeth como si estuviera pensándoselo bien-, que no es más que lo que se ve. No tiene una fachada falsa. Es como una esponja empapada en vitriolo que va chorreando por donde va. En cambio, tú, Fitzwilliam, eres el hombre con más dobleces y más falso que he conocido. ¿Cómo te atreves a darme la noticia de que mi hermana Mary ha desaparecido delante de dos arpías como Caroline y Louisa? ¿Es que no tienes sentimientos? ¿No tienes compasión? ¿No has guardado ni un poco de la comprensión que le debes a tu mujer y a tu cuñada? ¿Qué te impedía llevarme a un lado, aparte, y habérmelo contado en privado? ¿Qué excusa puedes esgrimir ante esta estupidez y esta falta absoluta de consideración? ¡Ni siquiera pude… reaccionar ! Si lo hubiera hecho, habría sido la comidilla en las mejores familias… en cuanto Caroline regresara a Londres. ¡Una risilla tonta aquí, una miradita maliciosa allá, y en todas partes indirectas e insinuaciones! ¡Oh, has sido cruel, Fitz! ¡Asquerosamente cruel! -temblando visiblemente, Elizabeth se escondió en su alcoba corriendo, pues no supo qué más decir.
Darcy se adelantó unos pasos y rompió el silencio.
– Naturalmente. Tus críticas hacia mí no son un fenómeno novedoso, me doy cuenta de ello. Te encanta calificarme y juzgarme como… bueno… vanidoso, arrogante, orgulloso e indigno, desde hace veintiún años. Te felicito por haber encontrado otra sarta de adjetivos. Me dejas anonadado. ¿Por qué no te puse al tanto privadamente de la desaparición de Mary? Bueno, respecto a eso, cúlpate a ti misma. Me desagradan los lloriqueos y los desvanecimientos de las mujeres. Nuestro matrimonio no se asienta sobre una roca, señora, y se tambalea en arenas movedizas. Arenas que has creado. No me obedeces, aunque la obediencia sea parte de los votos conyugales que tú admitiste. Careces de un carácter amable y tu lenguaje es el colmo de la vulgaridad. Es más, tu conducta está empeorando de día en día, y rápidamente. Desde luego, ya no puedo estar seguro de que te vayas a comportar con más decencia que tu hermana Lydia.
– Bien al contrario, supongo que no crees que haya nada malo en decirme que te arrepientes de haberte casado conmigo -esgrimió Elizabeth, con los ojos brillantes.
Darcy levantó las cejas.
– Dije la verdad.
– Entonces creo que deberíamos poner fin a esta farsa de matrimonio, señor.
– La muerte se encargará de eso, señora, sólo la muerte y nada más. -Caminó hacia la puerta-. No te enfrentes más a mí, Elizabeth. Intentaré calmar el enfado de Caroline diciéndole que no estás en tus cabales. Una leve demencia desatada por la preocupación ante la situación de tus hermanas… Ella es consciente de la debilidad que afecta a toda tu familia, así que una explicación sucinta será suficiente.
– ¡No te he pedido que seas hipócrita comportándote amable y educadamente con Caroline Bingley! ¡De hecho, te pido que no te tomes esa molestia! ¡Estás injuriando a los Bennet! -exclamó cuando su marido abrió la puerta para salir-. ¡Lydia, Mary, y ahora yo…!
La puerta se cerró tras él con un leve portazo. Con las piernas temblando, Elizabeth se acercó casi desmayada a la silla más cercana y se sentó en ella con la cabeza entre las rodillas, luchando contra el vértigo y el desvanecimiento. «¡Oh, Fitz, Fitz…! ¿Cómo nos hemos equivocado tanto? ¿Quién es tu amante? ¿Quién?».
Los latidos de su pecho comenzaron a tranquilizarse, y su cabeza empezó a despejarse. Elizabeth se quitó su vestido de seda gris paloma, las joyas, la combinación y se puso su camisón casi transparente. «¿Por qué me ocuparé de todas estas fruslerías si nunca viene a mi cama? Porque son agradables, supongo. La franela que utilizaba cuando era joven raspaba y picaba».
En el exterior, en algún lugar oscuro, un zorro aulló y un búho comenzó a ulular lúgubremente. «¡Oh, Mary…! ¿Dónde estás? ¿Quién pudo enfrentarse a la violencia de Ned Skinner? ¿Y qué me está ocultando Fitz? ¿Cómo se encontrará Lydia en esa casa… en Hemmings?».
Después de comer un panecillo crujiente recién sacado del horno y tras tomar una taza de chocolate, Elizabeth salió a la mañana siguiente hacia Bingley Hall para visitar a su hermana Jane. Había sufrido un aborto… una bendición. Como Charles había escrito diciendo que estaría fuera al menos otros doce meses, quizá Jane podría recobrar su salud antes de que la misma historia de siempre comenzara de nuevo. ¿Qué era lo que había dicho Mary…? Que deseaba que Charles se pusiera un tapón… ¡Cómo se irritaría Fitz ante un modo de hablar tan vulgar en una dama soltera…!
Bingley Hall se encontraba en una finca de cinco mil acres en las afueras del pueblo de Wildboarclough, bastante al sur de Macclesfield. Había sido una feliz adquisición para una persona que ansiaba ascender socialmente de plutócrata a aristócrata, y había recaído en Charles por un buen precio, gracias a Fitzwilliam Darcy, que se presentó como avalista, y no por su dinero (absolutamente probado), sino por su respetabilidad y su categoría. ¡El avalista certificaba que Charles Bingley no usaría el tenedor equivocado ni pondría el decantador de oporto encima de la mesa! Las tierras se habían arrendado a buen precio y Charles era un excelente propietario, pero el principal encanto de la finca era la mansión, un gran edificio blanco con un cuerpo central y dos alas. Su fachada, de un precioso e imponente estilo paladiano [29], se remontaba al siglo xvii.
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