Calculando su camino con precisión, Ned se aproximó a la granja Carmody a la una del mediodía… la hora de comer. Encontró la puerta principal en el cuarto, camino por el que se adentró, con el nombre escrito orgullosamente sobre la cancela: carmody farm. Comprobando la situación de un solo vistazo, Ned resolvió que no valía la pena entrar por otro lado si adonde quería ir era a aquella granja; no habría otro sendero para llegar a la propiedad; si, aquél sería el camino por el que Zeke Carmody llegaría a su casa. Ned no sabía qué clase de transporte utilizaría el muchacho para volver a su hogar; muy probablemente se subiría de gorrón al carro de alguien que estuviera haciendo el mismo trayecto desde Nottingham. Pero Ned se apostó a sí mismo a que Zeke hala a pie el último cuarto de milla de su viaje semanal a casa.
El sábado, mientras Júpiter dormitaba en su establo con buena avena en su pesebre, Ned trabajaba muy secretamente en un curioso artefacto: era un palo al cual había atado una herradura como las que llevan los imponentes caballos de tiro, el tipo de caballos que se utiliza para las diligencias públicas, que son muy pesadas.
El sábado por la noche, a las diez, montó en Júpiter y salió en dirección a Carmody Farm, al principio por caminos principales desiertos a esas horas. Cincuenta millas no era mucho yendo en Júpiter , pero muchos de los jinetes que cabalgaban cien millas y más en un día -correos, reverendos con abundante cortejo, viajeros comerciales- con frecuencia caían enfermos o incluso morían. No había luna aquella noche, pero amplios grupos de estrellas iluminaban su camino, y Júpiter avanzaba con paso seguro.
Tuvieron un buen viaje. Ned llegó a su destino antes del amanecer, y se dispuso a esperar en la oscuridad, entre árboles que balanceaban sus ramas repletas de hojas, no lejos de la puerta principal de la granja. Desató de la silla el palo con la herradura y lo colocó a su lado, junto con otras cosas que llevaba. Aquel asunto le había herido el orgullo, puesto que se culpaba por haber perdido a Mary Bennet, y decidió que no dejaría ningún cabo suelto que algún policía entrometido pudiera descubrir.
Zeke Carmody sabía dónde se encontraba la casa del capitán Thunder, y sacaba a pasear la lengua con demasiada frecuencia. Aunque había una parte de Ned que comprendía las penurias de Zeke y se apiadaba de su destino -que no era sino morir-, ni aunque aquella piedad fuera un millón de veces más intensa el hombre de confianza de Fitz habría detenido su mano. Fitz estaba en peligro por su culpa, por culpa de Ned, por su incompetencia, y eso era lo único que importaba.
Un alegre silbido que empezó a oírse al final del camino interrumpió sus pensamientos. Ned se puso en pie, se estiró, y espero a su víctima escondido entre la arboleda. Cuando pasó el muchacho, Ned levantó el palo y lo golpeó en un lado de la cabeza. El mozo cayó desplomado en el camino sin emitir ni siquiera un quejido. Con movimientos rápidos, Ned arrastró el cuerpo bajo los árboles, donde había extendido una sábana de tela. Una vez que dispuso el cuerpo en el lienzo a su satisfacción, colocó la herradura contra la herida con precisión y sumo cuidado, y martilleó el final del palo con una piedra que había cogido de los campos de Carmody Farm. Una huella de la herradura sería suficiente; observó la masa sanguinolenta de la herida, y pensó que nadie dudaría de que aquel daño lo había producido la coz de un caballo grande, entonces, envolvió el cuerpo en el lienzo, lo levantó del suelo y lo llevó un poco más abajo, en el mismo camino, y lo desenvolvió en un prado en el que estaban pastando cuatro caballos de tiro, con los cascos y los flequillos de las patas embarrados por el fango que habían provocado las últimas lluvias.
Nadie salió de la casa, ningún perro ladró. Respirando casi con normalidad, Ned dobló el lienzo cuidadosamente para que la sangre no le manchara y deshizo el artefacto asesino. Arrojó la herradura al campo, muy lejos, y metió el palo entre los pliegues de la sábana. Fue caminando entre las sombras hasta que llegó al pequeño camino que conducía a Nether Heage; allí se enderezó y avanzó deprisa hacia Júpiter , que andaba pastando por allí. Después de ensillar a su caballo, que pareció alegrarse de verlo, montó y se alejó. En la distancia sonaban las campanas de una iglesia, pero nadie vio a Ned Skinner, que ahora avanzaba a medio galope por el camino de Chesterfield.
Sin duda, había otros mozos de cuadra que el capitán Thunder usaba como fuentes de información -las posadas de las casas de posta eran ideales para estos trabajos-, pero ésos no tenían la menor importancia. Era Ezequiel Carmody quien había estado hablando con aquel individuo gigantesco montado en un caballo gigantesco, y quien le había dicho dónde vivía el capitán. Por desgracia, Zeke había sufrido un terrible accidente y ya nadie podría relacionar a Ned Skinner con el salteador de caminos. Lo mejor era siempre ser escrupulosos y metódicos. Los policías del condado eran una pandilla de ineptos, pero…
La noticia de que Mary había sido raptada por personas desconocidas dejó aturdida y conmocionada a Elizabeth, sobre todo porque Fitz había decidido hacer públicas sus informaciones en el Salón Rubens, después de cenar, justo antes de que Charlie, Angus y Owen hubieran regresado. Aunque Elizabeth estaba al tanto de que su hermana había estado desaparecida durante algún tiempo, no le había comentado a su mujer de antemano y privadamente nada respecto al secuestro. Bien al contrario, se lo dijo delante de Caroline Bingley y Louisa Hurst… y delante de la hija de Louisa Letitia/Posy, quizá la muchacha más sosa y desabrida que Elizabeth había conocido jamás. Así que no tuvo otra alternativa que reprimir su furia hasta un momento más apropiado para desatarla sobre la cabeza helada y sin sentimientos de Fitz. Protegida por el aluvión de exclamaciones de Caroline, los desmayos de Louisa y los chillidos de Posy, Elizabeth permaneció sentada con un ascua ardiente en cada mejilla, pero con tanta compostura que nadie podría haber sospechado que no lo sabía. «Orgullo, Elizabeth. ¡Tú tienes demasiado orgullo!».
Su marido siguió explicando las medidas que pensaba tomar, y anunció prácticamente lo mismo que les había dicho a Charlie, Angus y Owen: el aviso en los periódicos, la recompensa, el esbozo de Susie a plumilla, la discreción. Les contó qué parte había tenido el capitán Thunder en el negocio y el irresoluble misterio de la desaparición de Mary mientras estaba al cuidado de Ned Skinner. No hizo ninguna insinuación de que el capitán pudiera haber sido el responsable de aquella segunda desaparición, aunque tampoco hizo mención de la muerte del capitán a manos de Ned. Sólo afirmó que el capitán no pudo ser el que la había secuestrado.
– ¿Le vas a decir tú a Susie lo del dibujo o se lo digo yo? -preguntó Elizabeth.
– Lo haré yo. Sé lo que quiero que haga -dijo Fitz.
– ¿Y cuándo no has sabido tú lo que quieres? Lo primero que voy a hacer es ir a Bingley Hall mañana mismo para contárselo a Jane.
– ¡Oh, permíteme que te acompañe…! -exclamó Caroline-. Hay veinticinco millas de distancia hasta allí, y otras veinticinco de regreso. Necesitas sin duda una amiga de verdad que te consuele.
Y a Elizabeth, literalmente, se le nubló la vista en rojo: un velo escarlata descendió ante su mirada.
– Se lo agradezco, señora -dijo en tono mordaz-, pero preferiría que me consolara Satanás antes que usted. Al menos la maldad del demonio es más honesta.
Se levantó un murmullo de sorpresa. Caroline se puso en pie, Louisa se desvaneció prácticamente en su silla y Posy se desmayó en el suelo. Elizabeth se sentó con un gesto de desprecio en su cara, disfrutando cada instante de aquel espectáculo. El ratón vendido se había convertido repentinamente en una rata grande y… ¡oh, se sentía maravillosamente! Tras una asombrada mirada a su esposa, Fitz fijó sus ojos en un espléndido desnudo de Rubens que había sobre la chimenea.
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