Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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– Ahora marchad y cenad algo, por favor. ¿Qué me decís de mi Chambertin?

– Suave y afrutado -dijo Angus con un aire en absoluto sincero-. Bonaparte tiene buen paladar. No es extraño en un francés -añadió tímidamente.

Fitz se burló con desprecio.

– Ese hombre no es francés. ¡Es un campesino corso!

* * *

Maldiciendo su propia falta de previsión, Ned Skinner se dio cuenta de que aquel mozo de la estación de diligencias de Nottingham era un cabo suelto que había que atar. ¿Por qué no se había detenido a averiguar el nombre de aquel muchacho y su paradero? «Porque no tenías ni idea de lo importante que podría llegar a ser», se respondió a sí mismo enfadadísimo mientras preparaba la carretela y a Júpiter para el viaje que llevaría a Lydia Wickham a Hemmings. Era evidente que el mozo era un secuaz del capitán Thunder en Nottingham, y que recibía dinero del salteador de caminos a cambio de la información sobre las personas que utilizaban la diligencia. No todos los que cogían la diligencia pública deambulaban en los aledaños de la miseria; algunos viajeros podían permitirse coches privados, pero pensaban que así llamarían más la atención de los bandoleros, sin imaginar la red de informantes que éstos tenían en las estaciones. Las remesas de moneda que se remitían a los bancos de provincias también iban en estas diligencias públicas, y el contenido de algunos paquetes que se enviaban por diligencia también era valioso. El mozo pagado del capitán Thunder conocía los movimientos de todos los vehículos que pasaban por la estación de Nottingham, y Nottingham era una gran ciudad, con numerosas industrias y, por lo tanto, con abundante riqueza.

Los periódicos que llevaban el anuncio sobre Mary y sus cien libras de recompensa se publicarían en breve plazo, y el mozo de postas no debía tener ninguna posibilidad de leerlos o saber de ellos. Si lo hacía, no tardaría ni un santiamén en dar cuenta de toda la información que tenía, y el cuello de Ned Skinner podría correr algún peligro. Porque… ¿quién podría olvidarlo, con su altura? Lo último que necesitaba Fitz era tener a su hombre de confianza encerrado en una celda acusado de cualquier cosa , y poco importaba de qué se tratara y lo poco que tardara en aclararse todo.

Así que aquel jueves Ned estaba de mal humor, pues iba a emplear todo el día en llevar a la señora Lydia Wickham a su nueva casa, Hemmings.

La metió en el coche con la promesa de una botella de coñac. Lydia había procedido a beber con tal ansia que se dio cuenta de que estaba borracha cuando pasaron por Leek. Hemmings se encontraba diez millas más allá de la ciudad, y era una pequeña mansión con diez acres de tierra alrededor. Los establos se habían acondicionado con un buen carruaje, uno de esos que llamaban barouche , dos caballos castaños y un poni para la carretela. Era mucho más agradable que Shelby Manor, excepto por un detalle… A pesar de la inminente llegada de la noche, los agudos ojos de Ned descubrieron barrotes de hierro en las ventanas de la planta baja. ¡Sí, pues claro! El último inquilino de Hemmings había sido un lunático peligroso, pero Ned había estado presente cuando Fitz le había dicho a Matthew Spottiswoode que mirara a ver si podía quitar los barrotes, así que… ¿por qué seguían allí… todavía? Cerró los ojos para poder pensar, intentando comprender cómo podía sacar provecho de aquel olvido. Los barrotes no podían mantenerse allí, eso era indiscutible, sobre todo cuando la señora Darcy y la señora Bingley decidieran visitar a su hermana, pero… ¡sí, podía funcionar!

Ned conocía muy bien a la señorita Mirabelle Maplethorpe, y no le cabía la menor duda de que se las arreglaría para cumplir con la tarea de ocuparse de Lydia. Se habían hecho algunos ligeros movimientos administrativos para que obtuviera el empleo como dama de compañía de Lydia, con perfecto éxito, y nadie se había percatado de nada, ni siquiera Fitz.

La señorita Maplethorpe abrió la puerta.

– ¡Ah, Ned!

– Aquí te traigo el trabajo, Mirry.

– Todo está preparado. Métela dentro -dijo la señorita Maplethorpe, una mujer alta y robusta de unos cuarenta años cuyo rostro era indiscutiblemente la razón por la que seguía soltera; recordaba a la Judy de un espectáculo de Punch y Judy [28]. ¡Pobre Mirry! ¡En raras ocasiones un rostro y un trabajo habían combinado tan bien…!

– Está grogui. La única manera que tenía de traerla aquí sin atarla de pies y manos era darle una botella de coñac.

– Entiendo. -Y sus ojos glaciales lo miraron con gesto irónico-. Eres lo suficientemente grande como para meterla en casa, Ned.

– Cierto. Pero no me apetece llevar el abrigo apestando a vómitos todo el camino de regreso a casa. Hay que sacarla de ahí… y seguro que se pone a vomitar…

– Entonces, espera un momento. -Y lo dejó en la entrada mientras ella iba adentro y regresaba con dos hombres que más parecían boxeadores que criados.

– Adelante, chicos. -Ned los condujo hasta el carruaje y abrió la puerta-. Ya estamos, señora Wickham. ¡Arriba…!

Desde luego, no se levantó, pero se movió del asiento, puso un pie en el estribo del coche y salió tambaleándose mientras le entraba la risa tonta. Tal y como Ned había profetizado, todo el coñac, junto con el contenido de una cesta de viaje, hizo el recorrido gástrico inverso. Los dos hombres se apartaron precipitadamente.

– Cogedla por los brazos, chicos… ¡y andad con ojo!

Cuando Ned Skinner daba una orden, se le obedecía, hubiera vómitos o no. Aún riéndose como una tonta y balbuceando, fueron medio arrastrando a Lydia, medio llevándola en volandas, y la metieron en su nueva casa mientras la señorita Maplethorpe observaba con gesto severo.

– Que tengas suerte, Mirry -dijo Ned-. El coche y los hombres, de vuelta mañana. Órdenes del señor Darcy.

Se acercó a Júpiter y volvió a montar.

– Vamos, amigo -le dijo al caballo mientras se alejaba en su grupa-. Tenemos diez millas hasta Leek, y allí buscaremos un lugar donde pasar la noche.

Poco después del amanecer, Ned estaba otra vez en camino, pero no se dirigía al norte ni a Pemberley, sino que avanzaba campo a través, apartado de los caminos principales e incluso, cuando era posible, también de los senderos. Sabía perfectamente adonde se dirigía; iba a un lugar que se encontraba a veinte millas de Leek, en las afueras de Derby.

Sin apurarse, dejó a Júpiter que escogiera el paso que más le conviniera, un regalo que aquel gran caballo negro aceptó de buen grado.

En el sitio adecuado, junto a un indicador que señalaba varias direcciones distintas, Ned se encontró con su confidente, un mozo de cuadras perteneciente a lo peor de la hostelería de Sheffield, con un aspecto tan caballuno que evidentemente se encontraba muy a gusto entre otros de su especie. Aquel hombre hacía ese tipo de trabajos ocasionalmente para el señor Skinner, a quien había conocido hacía mucho tiempo, y al que temía y respetaba.

– ¿Y bien, Tom? -preguntó Ned, sujetando las riendas cuando estuvo a su altura.

– Sin problemas, señor Skinner. Se llama Ezekiel Carmody… Zeke, para abreviar. Trabaja seis días a la semana en la estación de las diligencias, y duerme allí mismo, en la cuadra. Los domingos va a casa. Su padre tiene una granja en las afueras de Nether Heage… un buen sitio, cría caballos de tiro.

– ¿El nombre de la granja?

– Carmody.

– Gracias, Tom. -Cinco guineas cambiaron de mano-. Ahora, vuelve a casa.

Y Tom se alejó, muy satisfecho.

Las noticias eran mejores de lo que Ned había esperado. Con un nombre como Ezekiel, el mozo era evidentemente metodista; y pasar el domingo en casa sería para él una obligación. «Pero dudo que la familia sepa que su fiel hijo Zeke es uña y carne de un salteador de caminos», pensó Ned. «Bueno, ¿quién puede culpar a ese pobre muchacho? Con un padre metodista, no sabrá lo que es el dinero, estoy seguro; los caballos de papá se venden a las compañías de transporte y los salarios de Zeke van a parar a la familia y a la iglesia. Ni hablar de una pinta de cerveza ni una zorrilla barata. Es una historia con la que me topo una y otra vez, y siempre es igual».

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