Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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– ¡Caminar…! -exclamó encantada Mary, levantándose de la silla.

– Algo así -dijo el muchacho-. El padre me ha dicho que te puedo llevar hasta el río y volver, pero necesitarás tus botas… Algunas partes de este sitio están empapadas. Pero luego no te podrás quedar con las botas… Tengo que llevárselas después, cuando te vuelva a encerrar. Y, por favor, no pienses en huir -dijo mientras abría la puerta enrejada y entraba en la celda, desenrollando la cuerda-. Aquí no hay ningún sitio adonde ir, y sin una luz, esto son las entrañas de Dios. Tengo que atarte un extremo de la cuerda alrededor de la cintura, y el otro extremo me lo ataré yo. Y llevaremos un farol cada uno. El aceite dura lo suficiente como para dar el paseo con un pequeño descanso junto al río, pero no haremos nada aparte de eso.

– No intentaré escapar, lo prometo -dijo Mary, encantada, al tiempo que le permitía que atase un extremo de la cuerda alrededor de su cintura mientras ella se ponía las botas.

Estaba deseando ver qué había tras el telar que servía de pantalla y se sintió defraudada cuando se vio frente a la boca de un túnel que, si hubiera sabido que estaba allí, podría haberlo comprendido; ella sólo había adivinado que allí había una densa sombra negra. Al principio, el camino, iluminado por el farol del muchacho, que iba delante, y por el suyo, que iba detrás, estaba seco y se distinguían algunas piedras esparcidas por el suelo, pero quizá solo diez minutos después, a medida que avanzaban por el túnel, que formaba una leve pendiente hacia abajo, apareció el primer charco, y después el suelo se fue embarrando cada vez más. Después de caminar media hora, Mary se encontró al borde de un torrente que discurría veloz por su cauce, una considerable masa de agua que horadaba la cuenca del suelo en una caverna tan enorme que la débil luz de sus faroles apenas conseguían iluminarla en toda su grandeza. ¡Ahora Mary podía ver aquello de lo que tantas veces le había hablado Charlie! Grandes estalactitas y estalagmitas relucientes que se descolgaban del techo y se elevaban desde el suelo, con las superficies pulidas y brillantes lanzando destellos. Había una formación curiosa al fondo: parecía una tela semitraslúcida y brillante; era como un chal gigantesco tendido sobre el abismo; grandes columnas de cristal asomaban en los charcos o en alguna fuente escondida en las sombras.

– ¡Maravilloso! -exclamó la prisionera, completamente asombrada.

«Ahora comienzo a comprender cómo el padre Dominus formuló su extraño concepto de Dios. Estar atrapado aquí, sin luz, puede provocar perfectamente la locura, pero la débil luz de un farol no puede evitar el terror ante esta inmensidad. Ruego a Dios que nunca me pierda aquí abajo…».

– Sí, es bonito -dijo el hermano Ignatius-, pero ahora tenemos que volver, hermana Mary.

Subir la cuesta del túnel fue una tarea más ardua, pero Mary lo disfrutó enormemente; si no hacía ejercicio, no podría conservar sus fuerzas.

– ¿Cuánto tiempo llevas con el padre Dominus? -le preguntó Mary al muchacho.

– No sé. Realmente no recuerdo haber estado en ningún otro lugar. Therese y yo somos los mayores, los que más tiempo llevamos con el padre.

– Sí, eso me dijo Therese. También me dijo que el padre trajo a Jerome de Sheffield. ¿Tú también viniste de Sheffield?

– No sé. Jerome es un caso especial, dice el padre. Sabe leer y escribir.

– ¿Y tú tuviste uno de esos amos tan malos…?

– ¿Un qué…?

– Un mal amo. Un hombre malo que te pegaba para que trabajaras.

– No, el padre Dominus no pega -fue su respuesta, pero el muchacho parecía confuso.

– ¿Qué coméis?

– Pan reciente que hacemos nosotros. Mantequilla y jamón y queso. Y carne asada para cenar los domingos. Filetes. Sopa.

– ¿Qué clase de sopa?

– Depende. Está bien.

– ¿Quién cocina?

– Therese. Camille le ayuda, y también las otras niñas, por turnos.

– Así que no sufrís inanición.

– ¿Qué es «inanición»?

– Pasar hambre por tener poca y mala alimentación.

– No.

– ¿Qué bebéis?

– Cerveza aguada. Y chocolate caliente los domingos.

– ¿Y bizcochos?

– Tarta de melaza. Y bizcocho de frutas al horno. Y tarta de ruibarbo. Crema.

– ¿Tenéis vacas?

– No. Jerome trae la leche y la nata.

– ¿Tenéis día de oración?

– ¿Oración?

– Sí, hablar con Dios. Agradecerle sus bondades.

– No. Nosotros se lo agradecemos al padre.

Bueno, ¡aquello era muy interesante! Así que el dios del padre Dominus era sólo suyo, y no tenía ninguna relación con sus muchachos. Aparentemente, los niños pertenecían a Jesús, aunque sería muy interesante preguntarle al hermano Ignatius, en el próximo paseo, qué les había enseñado el padre sobre Jesús.

Pero cuando el padre Dominus apareció al día siguiente, Mary temió que no se le permitiera volver a dar un paseo. El fundador de a Cosmogénesis no estaba contento con su secretaria.

– ¡Las páginas estaban desordenadas! -le dijo en tono acusatorio, de pie frente a ella.

– ¡Ay, Dios mío!, ¿de verdad? -preguntó Mary, con gesto de absoluta inocencia-. Lo siento mucho, mucho, padre. Como no tengo reloj ni un artefacto de ninguna clase para medir el tiempo, me temo que estoy un poco confusa. Iba revisando las páginas para asegurarme de que ninguna de ellas tenía ningún error, y cuando usted vino a buscarlas, me cogió desprevenida. Las puse todas juntas tan apresuradamente que olvidé que no las había ordenado. ¡Por favor, perdóneme, por favor…!

Relajó un poco su postura, aunque su rostro no se suavizó.

– Menos mal, para ti, que habías numerado las páginas -dijo con frialdad-. Una lástima que no puedas imprimir, como en un libro de verdad.

– Las únicas personas que hicieron eso, padre -dijo, conteniendo su furia-, eran los monjes medievales. No digo que no pudiera aprender y hacerlo, pero ¿tiene usted suficiente tiempo como para permitirse que yo pueda aprender?

– ¡No, no, no…! Hoy trabajaremos. Empieza, empieza así: «La luz es el mal, creada por Lucifer a su imagen y semejanza. Dios no tiene ojos, pero Lucifer arrancó dos carbunclos de su cuerpo y los convirtió en ojos para poder contemplar su propia belleza. Ese es el mal de la luz: su belleza, su seductora belleza, su capacidad para deslumbrar, aturdir y ensimismar la mente abren la puerta a Lucifer». -Se detuvo y la miró-. Tienes pelo de Lucifer -dijo-. Te advierto, hermana Mary, que vi el demonio en ti incluso cuando estabas tendida e inconsciente en ese catre. Sin embargo, Dios te trajo a mí como respuesta a mis plegarias, y el que está avisado está también prevenido. En ti se verificó la eficacia de mi tratamiento para el edema cerebral, y ahora tú me sirves como escribana. ¡Pero yo sé de dónde vienes! ¡No lo olvides nunca!

Luego volvió a su disertación sobre Lucifer, un batiburrillo de improperios contra los fenómenos naturales de la luz que sirvió para convencerla de que, al perder la vista, la severa experiencia en la caverna cuando tenía treinta y cinco años se había convertido en un desprecio de un mundo que él no podía ver sino muy débilmente. En todo el mundo había gentes que veneraban las cuevas y las grutas, e incluso llegaban a considerarlas como los hogares de sus dioses, pero pocos habían llegado al punto de detestar y temer la creación más conmovedora de Dios: la luz. Toda la variedad infinita de grises habían desaparecido de la filosofía del padre Dominus, y se había quedado sólo con el negro de su Dios y el blanco de Satanás, a quien él llamaba Lucifer porque se ajustaba más a su etimología latina: Lucifer, el portador de la luz. Era el desnortado credo de un fanático, y todas las religiones tenían gentes así. Pero ninguno era tan extremado como el padre Dominus, cuyas ideas eran, después de todo, bastante originales.

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