Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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– Por supuesto. Así como el Antiguo Testamento es la historia de los hechos de Dios entre los hombres, y el Nuevo Testamento es la historia de los hechos de Jesús entre los hombres, la Biblia de los Niños de Jesús será la historia del menor de los hijos de Dios (yo) entre los hombres y entre los hijos de los hombres -explicó el Padre Dominus.

– Entiendo. -Mary se sentó a la mesa, colocó varias hojas de aquel papel barato frente a ella y cogió un lápiz.

– ¡Eh, eh! -exclamó el viejo con un débil gritillo-. ¡Una hoja cada vez! ¡Es demasiado difícil encontrar papel como para permitir que cualquiera lo gaste sin conocimiento!

– Señor -dijo Mary con un punto de ironía-, atravesaré una cuartilla de este papel si la pongo sola, porque la superficie de la mesa es bastante rugosa. Sólo pretendía usar una docena de hojas o así bajo la hoja en la que vaya a escribir a modo de almohadillado. Si es usted un hombre de ciencia, debería saber eso sin necesidad de que nadie se lo dijera.

– Era otra prueba para saber si eras lista… -dijo con altanería-. Y, ahora, empieza: «Dios es la oscuridad, pues Dios existía antes de que fuera la luz, ¿y no es pues Lucifer el Portador de la Luz? En el principio fue Lucifer, y luego Satán. Todos los días se encarna en el Sol, y entabla feroz batalla con el Dios de la oscuridad, y se eleva en el cielo cada mañana en otro viaje inútil hacia la nada. Cree Lucifer que siempre habrá equilibrio entre su luz y las sombras divinas, pero Dios sabe mucho más. Durante mucho tiempo la luz ha estado gastando sus fuerzas, y sin embargo la oscuridad ha permanecido, porque la oscuridad es Dios.

»Se me hizo presente esta sublime revelación cuando, a la edad de mis treinta y cinco años, di inesperadamente con la Gruta Primitiva, el Ónfalos, el Ombligo del Mundo, el Vientre Universal, el lugar que yo llamo el Trono de Dios, su morada. Porque, ¿dónde, en este mundo de luz, puede encontrarse a Dios? Sólo cuando descubrí inopinadamente el Trono de Dios lo comprendí todo. Allí, en la negrura profunda, mis ojos se marchitaron por la ausencia de incluso el más mínimo rayo de luz, allí, en el silencio más profundo, mis oídos se marchitaron por la ausencia del más mínimo susurro; allí me adentré en las entrañas de Dios. Fui uno con Él, y experimenté por vez primera lo que se convertiría en una sucesión de revelaciones cuando Él derramó su oscuridad sobre mí, bendición tras bendición».

El padre Dominus se detuvo mientras el lápiz de Mary se afanaba para captarlo todo y su pensamiento daba vueltas intentando retener algo de su discurso para su propia reflexión y reacción.

«… tras bendición», escribió Mary, y se detuvo, con el lápiz balanceándose entre sus dedos y la mirada clavada en aquel rostro ajado, de ojos entrecerrados y blanquecinos con diminutas pupilas. «¿Por qué son como diminutos puntos negros?», se pregunto Mary con aquella parte de su mente que sólo le pertenecía a ella. «¿Se habrá drogado con algo? Parece que sí, efectivamente, sin embargo… ¿es posible que no vea nada? En efecto, sus manos agarrotadas le impiden escribir su propia obra, pero ¿también se lo impide la pobre visión que seguramente tiene?».

«¡No digas nada despreciativo, Mary! No digas nada para burlarte de él, o, de lo contrario, pondrás en duda su teología».

– Estoy anonadada… -dijo-, estoy anonadada por tener el honor de ser la escriba de una mente tan prodigiosa, padre.

– ¿Lo entiendes? -preguntó, inclinándose hacia delante con ansiedad.

– Sí, lo entiendo.

– Entonces, continuemos.

Y, efectivamente, continuó, y durante mucho rato; a medida que las páginas se apilaban a la derecha del improvisado almohadillado, las rodillas de Mary comenzaron a temblar y la mano empezó a dolerle. Finalmente, cuando el viejo se detuvo para tomarse un respiro, ella dejó caer el lápiz.

– Padre, no puedo escribir más por hoy… -dijo-. Tengo calambres en la mano, de tanto escribir, y dado que usted quiere que todo esto se pase a limpio, con buena caligrafía, debo rogarle que no siga.

Pareció que el anciano volvía en sí, como si hubiera estado fuera de su cuerpo, en un lugar distinto, y de repente parpadeó, se estremeció, y separó aquellos labios delgados en una sonrisa sin ninguna alegría.

– Oh, ha sido maravilloso… -exclamó-. Así es mucho más fácil que intentar extraer el sentido leyendo las palabras.

– ¿Cómo llama usted a esta teología? -preguntó Mary.

– Cosmogénesis -respondió el viejo.

– Raíces griegas, no latinas.

– ¡Los griegos sí que pensaban ! Todos los que vinieron después no hicieron más que imitarlos.

– Estoy deseando empezar nuestra próxima sesión de dictado. Pero no es necesario que me mantenga aquí encerrada -lo intentó una vez más-. Necesito hacer un poco de ejercicio, y caminar arriba y abajo por esta celda no sirve de nada. Y también preciso una estantería para mis libros, por favor.

– Considérate afortunada: te he dado los medios para que te hagas té -dijo, poniéndose de pie.

– Es usted un mal hombre, padre Dominus: no es mejor que ésos a quienes arrebató sus muchachos. Me da de comer y me ofrece refugio, pero me niega la libertad.

Pero todo aquello lo dijo al vacío, porque el anciano ya se había ido.

Se sentó en la cama para permitir que su cuerpo adoptara un cambio de postura y de asiento, e intentó enfrentarse abiertamente con aquel compendio de majaderías que el viejo había proferido. Para Mary, una firme adepta de la Iglesia anglicana, aquel hombre era un apóstata, peor que un hereje, porque hablaba de Dios como no hablaría ningún cristiano, y, desde luego, Jesús ni siquiera había entrado en el mundo teológico que había pintado. Lo cual significaba que tenía poco en común con casi todo lo que las sectas del norte de Inglaterra podían cacarear. Si ella, que nunca había tenido en cuenta el coste de decir lo que la gente no quería oír, había mantenido firmes las riendas de sus pensamientos y se había contenido implacablemente para no insultarlo, lo había hecho sólo porque, cerca ya del final de aquella larga sesión de trabajo, se había dado cuenta de que el anciano estaba completamente loco. No le quedaba más que acabar diciendo que él era Dios, o quizá Jesús, y que sus juicios eran irrevocables. La lógica ya no tenía lugar en su modo de observar el mundo, el cual parecía existir simplemente para acomodarse a sus deseos o coincidir con ellos. Aunque, en realidad, ¿cuáles eran sus deseos? Por ahora no tenía ni la menor idea. ¡Había dicho que era el hijo menor de Dios…!

Pensó que el anciano rondaría los setenta años, pero si estaba equivocada, se equivocaba por echarle de menos, no de más. Lo habían cuidado bien, aunque se pudiera discutir si habían sido sus muchachos u otras personas; era incluso posible que pudiera tener ochenta años. ¿Pero había estado siempre loco o era un achaque de la edad? No parecía senil en ningún otro sentido… su memoria era excelente y la fuerza de sus razonamientos, muy aguda. Se trataba de algo más… El problema no era sólo que su razón no fuera razonable o que su memoria estuviera desbaratada. Lo que había tenido delante era una persona cuyo ser no debía nada a la ética y la estructura de la sociedad inglesa. ¿Existían realmente aquellos cincuenta niños, treinta niños y veinte niñas? ¿Por qué se había transfigurado el rostro de Therese cuando había pronunciado aquellas cifras? ¿Hasta qué punto aquella niña había sido instruida rigurosamente por el padre Dominus para responder a las preguntas de la hermana Mary? Tenía el deber, para con la niña, de no ponerla en peligro, y quizá aquel gesto había acarreado severísimos castigos.

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