Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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Suspirando, le entregó sus dos bolsas de mano al cochero del vehículo indicado.

– ¿Cuánto es el billete? -preguntó.

– Ya le cobraré en la primera parada. Ya voy con retraso.

Rogando al cielo que el día le fuera propicio, subió al coche y ocupó un sitio junto a la ventana, mirando en la dirección de la marcha. Hasta ese momento era la única pasajera, una situación que, desde luego, no tardaría en cambiar, en opinión de Mary. ¡Pero no cambió! «¡Gracias, Dios mío, gracias!». El carruaje, un vehículo viejo y apestoso tirado sólo por cuatro caballos, avanzó y salió del patio. «Quizá», pensó, despertando su sentido del humor, «huelo tan mal que nadie puede soportar mi compañía». Aquello demostraba cuánto estaba cambiando Mary; la antigua Mary había encontrado pocas cosas en la vida de las que reírse. O quizá la nueva Mary estaba tan acosada por la desgracia que aprendió que era mejor reír que llorar.

El inconcebible lujo de tener toda la cabina del carruaje para ella sola la animó sobremanera. Puso los pies en el asiento de enfrente colocó la cabeza en un cojín de viaje y se quedó dormida.

Sólo se despertó cuando cesó el movimiento del carruaje. Bajó los pies y sacó la cabeza por la ventana.

– ¡Mansfield! -rugió el cochero.

¿Mansfield? Los conocimientos de geografía de Mary no alcanzaban para conocer todas las ciudades y pueblos de Inglaterra, pero eran lo suficientemente amplios como para saber que Mansfield no se encontraba en la carretera que iba de Nottingham a Derby. Salió de la cabina cuando el cochero estaba descendiendo del pescante.

– Señor, ¿ha dicho usted… Mansfield?

– Eso es.

– ¡Oh…! -exclamó Mary, y elevó la mirada al cielo pesado y gris-. ¿Es que no es éste el coche que va de Nottingham a Derby, señor?

El cochero la miró como si estuviera loca.

– Señora, ésta es la diligencia que va a Sheffield. ¡La de Derby era la otra!

– ¡Pero aquel mozo me señaló ésta…!

– Los mozos pueden señalar el sol, la luna, las estrellas y al Papa, señora. ¡Esta es la diligencia de Sheffield, porque si no, no estaríamos en Mansfield!

– ¡Pero yo no quiero ir a Sheffield!

– Entonces lo mejor será que se quede aquí. Seis peniques me debe.

– ¿Hay alguna diligencia que vuelva otra vez a Nottingham?

– No, hoy no hay. Pero si entra usted en la posada y pregunta, seguro que encontrará a alguien que vaya en esa dirección. -Pensó un poco y luego gruñó-. Puede que incluso haya gente que vaya a Chesterfield. Hay mucho tráfico entre Mansfield y Chesterfield. Desde allí puede usted ir a Manchester, pero viéndola, señora, usted no querrá ir a ninguno de esos sitios…

– ¡Pues sí! ¡Yo quiero ir a Manchester! ¡Es mi destino final!

– Ahí estamos, entonces -dijo, y adelantó una zarpa callosa-. Suelte seis peniques, si no le importa. Sea o no su diligencia, son seis peniques de Nottingham a Mansfield.

Mary comprendió su lógica. Desató los cierres de su bolso para darle el dinero, y retrocedió aterrorizada: ¡el bolso apestaba! ¡Las guineas! ¡Había olvidado lavarlas…!

La diligencia de Sheffield partió, con dos hombres en el techo, tumbados y roncando. A juzgar por las nubes, pronto comenzaría a diluviar. Mary entró en la taberna de una pequeña posada, muy respetable, resignada a aceptar la ayuda de algún granjero que quisiera hacerle un sitio en su carreta con los cerdos. ¡Eso combinaría maravillosamente con su pestilencia!

El lugar olía a sopa picante, y el suelo aún estaba húmedo. La mujer del propietario, esgrimiendo un mocho de fregar, se plantó ante ella de repente.

– ¡Anda atrás, sucia criatura! -gritó, con las aletas de la nariz temblando de furia-. ¡Vamos, atrás, atrás…! -y esgrimía su mocho como un indígena su lanza.

– Me iré con mucho gusto, señora -dijo Mary fríamente-, si antes tiene usted la amabilidad de proporcionarme el nombre de un establecimiento desde el cual pueda asegurarme un medio de transporte en dirección a Chesterfield.

Poco impresionada por aquel discurso, la mujer la observó con desconfianza.

– ¡Sólo hay un sitio para las que son como tú! La taberna que se llama The Green Man. Hiedes igual que los que van allí.

– ¿Cómo puedo encontrar The Green Man? -Y mientras lo preguntaba, Mary se vio empujada a la calle: una garra huesuda que se le clavaba en los nervios del codo la arrastró fuera-. ¡No me toques, maldita perra sarnosa! -gritó Mary, retorciéndose para liberarse-. ¿Es que no tiene usted caridad? ¡He tenido un desgraciado accidente…! Y en vez de ser amable, es usted así de descortés. ¿Perra? ¡Eso sería un eufemismo! ¡Le voy a decir lo que es usted! ¡Una bruja !

– Di lo que quieras, que por un oído me entra y por el otro me sale. ¡Una milla abajo, por aquella calle! -dijo la propietaria, y cerró la taberna con un portazo. Mary oyó cómo se corría un pestillo.

– Se aprecia claramente que el Eau de Cheval no es el perfume favorito de la gente -dijo Mary a nadie, y, con una bolsa en cada mano, fue bajando «por aquella calle».

A la derecha dejó atrás unas granjas, y a la izquierda, después no había más que campo, pero sin tierras de labrantío: sólo se veían bosques. Con el ceño fruncido, levantó la mirada para ver si aún le quedaban horas de sol, pero los rayos no podían abrirse paso entre las densas nubes que cubrían el cielo. A menos que The Green Man estuviera muy cerca, iba a empaparse. Caminó más rápido. ¿Estaba yendo de verdad hacia el oeste…? ¿O aquel camino le llevaba a las espesas e impenetrables profundidades del bosque de Sherwood? «¡Qué bobadas, Mary! El bosque de Sherwood es fruto de la imaginación, desaparecido desde hace mucho tiempo: sus grandes árboles fueron talados para hacerle sitio a las mansiones de los nuevos ricos, convertidos ahora en caballeros, si no para tallar las vigas y las cuadernas de los barcos de guerra de Su Majestad. Sólo pequeños rastros quedaban de aquel bosque, y estaban a muchas millas al este de Mansfield. Lo sé porque lo he leído» [20].

En cualquier caso, aquel bosque sin nombre se extendía a ambos lados, y en el suelo se amontonaban las hojas secas o las ramas pisadas de los verdes helechos, e incluso el propio camino se difuminaba como los objetos al atardecer.

Escuchó el sonido de unos cascos trotando a sus espaldas; Mary se volvió, por si acaso fuera un granjero con su carreta de cerdos, pero sólo vio a un hombre sobre un poderoso caballo. «¿Qué voy a hacer ahora? ¿Lo ignoro o le pregunto si voy en la dirección correcta?». Entonces, cuando el caballero se acercó, dejó caer los brazos y resopló con un gesto de alivio. Era el amable caballero que la había ayudado en el patio de coches de Nottingham y le había devuelto sus guineas.

– ¡Oh, señor…! ¡Cuánto me alegro de verle! -exclamó.

El hombre descabalgó con tanta destreza como si la silla le quedara a la altura del suelo, enrolló las riendas alrededor de su antebrazo izquierdo y avanzó hacia ella.

– No me podría haber imaginado que me sucediera nada mejor -dijo, con una sonrisa-. No tiene usted suerte, ¿verdad?

– ¿Perdón…?

– No tuve oportunidad de robarle las guineas en aquella estación llena de gente… pero aquí… Será tan fácil como arrebatarle un sonajero a un bebé.

Obedeciendo a un impulso natural, Mary dejó caer las bolsas de mano y se aferró rápidamente a su bolso.

– Por favor, señor, tenga la amabilidad de olvidar lo que ha dicho y permítame ir a The Green Man -dijo, con la barbilla levantada, los ojos fijos en él y sin un ápice de temor. Sí, su corazón estaba latiendo a una velocidad desconocida y su respiración se había acelerado, pero estaba más dispuesta a luchar que a escapar.

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