Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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La nueva vida de Miss Bennet: краткое содержание, описание и аннотация

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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¿Aquel malvado la había llevado muy lejos? Los árboles no permitían el paso de un caballo, así que el ladrón tuvo que llevarla en brazos. ¿Sería lo suficientemente caballeroso para llevar a una dama como debe llevarse a una dama? ¿En brazos…? No. El capitán Thunder la habría cargado seguramente al hombro, lo cual significaba que, desde el camino, podría haberse adentrado casi una milla en el bosque.

Avanzó con decisión, pero el dolor de huesos iba de mal en peor y el dolor de cabeza ya era insoportable. Cuando levantó la mirada, el dosel de encaje vegetal giraba espantosamente y sus pies parecían avanzar sobre montones de algodón. «¡No me voy a morir…!», gritó por encima de los violentos latidos de su corazón. «¡No me voy a morir! ¡No me voy a morir…!».

Entonces, en la distancia, vio un claro en el bosque, donde daba de lleno la luz del sol… ¡el camino! Comenzó a correr, pero su cuerpo debilitado no soportó aquella carrera; tropezó con una raíz medio enterrada y cayó violentamente en el suelo. El mundo se tornó negro. «¡No es justo…!», fue lo último que pensó.

Cuando volvió a levantarse nuevamente, estaba tendida en una caballeriza, sobre la paja, doblada como un clavo viejo. Se retorció y dijo algunas palabras ininteligibles, y entonces se dio cuenta de que estaba a merced de otro captor, y no de un rescatador. Los rescatadores sostienen a una dama entre sus brazos, los captores las arrojan a los establos y las caballerizas. «No sabía que Inglaterra estuviera infestada de villanos», quiso decir. Alguien se acercó por detrás, le levantó la cabeza y los hombros, y la obligó a engullir un líquido horrible, forzándola a que le pasara por la garganta. Ahogándose, escupiendo, Mary se agitó y lo golpeó, pero lo que quiera que fuese que le hiciera beber consiguió que su cerebro girara enloquecido y volvió a deslizarse hacia aquel mundo de oscuridad y Pesadillas.

¡Oh, estaba tan calentita! ¡Maravillosamente cómoda! Mary abrió los ojos y se descubrió en una cama de plumas, con un ladrillo caliente a los pies. Sentía los brazos ligeros, y ya no olía a excrementos de caballo. Alguien la había lavado concienzudamente, incluso… el cabello, tal y como sus manos averiguaron de inmediato El camisón de franela no era el suyo, ni los calcetines que tenía en los pies. Pero el dolor de su cuerpo se había mitigado mucho y el dolor de cabeza había desaparecido. Los únicos recuerdos de su horrible experiencia eran los moratones en las muñecas, en el cuello y en la frente, y los de las muñecas, los únicos que podía ver, ya habían tornado del negro a ese amarillo asqueroso… Lo cual significaba que había transcurrido un tiempo considerable. ¿Dónde se encontraba?

Sacó los pies fuera de la cama y se sentó en el borde, con los ojos muy abiertos en la penumbra. Alrededor, todo eran muros de piedra, pero no de mampostería, sino roca viva. Había un hueco cubierto por una cortina, y un asiento tallado en roca natural tenía una plancha de madera sobre él, con un agujero… era una especie de orinal. Había también dos mesas; en una había comida sencilla y en la otra, libros. Ambas contaban con su silla, bien colocadas debajo. Pero, con mucho, el objeto más mágico en aquel lugar era la luz. En vez de velas, que era la única forma de iluminación que Mary creía que existía, había lámparas de cristal que mantenían una llama constante protegida por una especie de tubo. Había visto aquellos quinqués antes, se utilizaban cuando había que proteger una vela del viento, pero nunca los había visto así, con una llama constante que emergía de una ranura de metal. Por debajo de esa ranura había como un depósito de una especie de líquido en el cual se empapaba una cinta de mecha gruesa. «Una sola de estas lámparas», pensó mientras las observaba con curiosidad, «da tanta luz como cien velas».

Abandonó de mala gana su investigación sobre las nuevas lámparas -había cuatro grandes y una pequeña-, y vio que una alfombrilla cubría el suelo y que la cortina era de un pesado terciopelo verde oscuro.

El hambre y la sed se avivaron entonces. Había una jarrilla de cerveza aguada en la mesa de la comida, junto con un tazón de peltre; y aunque a Mary le disgustaba cualquier tipo de cerveza, aquélla, después de sus trabajos, le supo a néctar. Partió en pedazos unas rebanadas de pan crujiente, y encontró también mantequilla, mermelada y queso, y unas lonchas de un excelente jamón. ¡Oh, esto estaba mejor!

Con el estómago lleno, su mente volvió a ponerse en marcha. ¿Dónde se encontraba? Ninguna posada ni ninguna casa tienen las paredes de roca. Mary se acercó a la cortina y la apartó hacia un lado.

¡Barrotes! ¡Barrotes de hierro!

Aterrorizada, intentó descubrir qué había más allá, pero un gran telar le impedía la visión. Y el único sonido era un aullido agudo, aflautado, chirriante y constante. No eran sonidos de un ser humano, ni de un animal, ni el que pueden producir las plantas. Por debajo de aquel leve aullido sólo había silencio, como el silencio de una tumba.

Entonces Mary se percató de que su prisión se encontraba bajo tierra. ¡Estaba enterrada viva!

Capítulo 6

El duque y la duquesa de Derbyshire se disculparon y prescindieron de asistir al desayuno de la mañana siguiente; y otro tanto hizo el obispo de Londres. Elizabeth había hecho un esfuerzo especial con la cena de la noche anterior. Su jefe de cocina era francés, pero no de París; bien al contrario, era de Provenza, de modo que todo el mundo esperaba que presentara un menú que despertara el interés de los hastiados paladares de comensales acostumbrados a comer en las mejores mesas. Aún quedaban neveros en The Peak y Ned Skinner había viajado al oeste, a la costa de Gales, en busca de gambas, centollos, langostas y pescados, avituallándose de la nieve y el hielo de los elevados riscos de Snowdonia para transportarlos. El pescado fresco estaba muy de moda, y allí, en Pemberley, por supuesto, podía consumirse pescado con absoluta seguridad digestiva.

Para la velada, Elizabeth eligió una gasa lila, porque no salía del luto hasta noviembre. Durante los segundos seis meses no era obligatorio el negro, pero el blanco resultaba soso y el gris, un tanto deprimente. Los caballeros lo tienen más fácil, pensaba; una banda de luto en el brazo y ya podían ponerse lo que quisieran. Fitz hubiera preferido que se hubiera engalanado con el collar de perlas, seguramente el más valioso de Inglaterra, pero ella eligió el de amatistas, así como unos brazaletes de las mismas piedras.

Se encontró con Angus Sinclair y Caroline Bingley en lo alto de la escalinata.

– Mi querida Elizabeth, eres la personificación de tus jardines -dijo Angus, besándole la mano.

– Eso podría tomarse erróneamente: ¿quieres decir que Elizabeth es muy amplia y está aderezada con mal gusto? -dijo la señorita Bingley encantada con sus lentejuelas de ámbar y bronce y deslumbrantes zafiros amarillos.

La furia de Elizabeth se despertó.

– Oh, vamos, Caroline, ¿de verdad crees que los jardines de Pemberley están mal arreglados y son de mal gusto?

– Sí, me atrevería a decir que sí. Y aún no consigo comprender por qué los antepasados de Fitz no llamaron a Iñigo Jones o a Capability Brown para que los diseñaran… ¡Qué capacidad para todo lo que está a la moda [21]!

– Entonces no has visto los narcisos que cubren la hierba, por debajo de los almendros en flor, ni el pequeño valle en el que las campanillas blancas de invierno casi se juntan con los zarcillos colgantes de las cerezas rosadas.

– No, confieso que no he visto todo eso. Aún me ofende a la vista el recuerdo de esos parterres de caléndulas naranjas, de salvia escarlata y de unas cosas azules… -dijo Caroline, sin darse por vencida en absoluto.

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