Cuando subió a la cabina del carruaje descubrió que el cochero había embutido a cuatro personas en cada banco, y que los dos caballeros mayores que la flanqueaban no eran especialmente educados. La miraron y se negaron a hacerle sitio, pero en Mary Bennet encontraron la horma de sus zapatos. Ni tímida ni temerosa, dio una fuerte sacudida con su trasero y consiguió hacerse un hueco entre ambos. Sujeta como si estuviera en una atroz cámara de tormento, se sentó bien derecha y se quedó mirando fijamente las caras de los cuatro pasajeros que tenía enfrente. Desafortunadamente, iba mirando en dirección contraria a la marcha de la diligencia, lo cual le provocó cierto mareo, y sólo después de una frenética búsqueda sus ojos encontraron un lugar donde centrarse… una hilera de clavos que había en el techo. ¡Qué cosa más espantosa es ir embutida codo con codo con otros siete viajeros! Sobre todo si ninguno de ellos muestra una expresión amable o da un poco de conversación. «¡Me voy a morir antes de llegar a Stevenage!», pensó, y luego levantó la barbilla y se dedicó a pensar en sus asuntos. «No puedo hacer nada, nada en absoluto».
Aunque las ventanillas estaban bajadas, ni siquiera un vendaval podría disipar el agrio hedor de los cuerpos sin lavar y las ropas sucias. En sus fantasías, Mary había imaginado el placer de viajar e ir mirando por las ventanillas el veloz discurrir del paisaje campestre, deseosa de admirar sus bellezas; ahora comprendió que eso era imposible, embutida como estaba entre la corpulenta hinchazón de los dos caballeros que tenía a cada lado, con el enorme baúl que la señora que tenía justo enfrente llevaba sobre el regazo, a la derecha, y con un paquete igual de grande que llevaba encima el joven de la izquierda, junto a la ventana. Cuando alguien hablaba, era para pedir que se cerraran las ventanas… «¡No, no, no !». Después de un acalorado debate, la señora exigió que se votara la cuestión, y ganó la opción de que las ventanas permanecieran abiertas.
Tres horas después de salir de The Blue Boar, el carruaje se detuvo en Stevenage. ¡Ni con mucho era tan grande como Hertford! Con las rodillas entumecidas y dolor de cabeza, Mary fue liberada en el exterior de la posada de turno, pero después de algunas preguntas, la enviaron a un establecimiento más pequeño y peor que se encontraba a media milla de allí. Con una bolsa en cada mano, comenzó a caminar antes de darse cuenta de que no se había asegurado de preguntar a qué hora pasaba el coche al día siguiente. Todavía estaba el sol muy alto; mejor dar la vuelta y preguntarlo.
Finalmente pudo dejar las bolsas de mano en el suelo de una pequeña habitación en la posada llamada The Pig and Whistle; sólo entonces pudo valerse de un objeto que había estado dando vueltas en su mente durante la mitad del viaje. «¡Oh, gracias a Dios…! ¡Un orinal bajo la cama de la habitación…! Al menos no tengo que andar buscando penosamente un retrete fuera de la casa…». Como todas las mujeres, Mary sabía que era mejor no beber mucho durante los viajes. Incluso así, era necesario mantener un control férreo.
«Quizá no ha sido el comienzo más feliz y propicio», reflexionó mientras se peleaba con un grasiento estofado en un rincón apartado de la taberna; la posada no tenía salón de café y no había bandejas disponibles. Sólo su expresión más hosca había mantenido a raya a varios bebedores achispados; no tenía mucha hambre en realidad, así que comió lo que pudo y subió a su habitación, para descubrir que The Pig and Whistle no cerraba las puertas de la taberna hasta bien entrada la madrugada. «Vaya día para comenzar un viaje. Ya es sábado…».
La diligencia en la que se montó a las siete de la mañana la llevó hasta Biggleswade, donde un grupo con influencia en la compañía de las diligencias, en Londres, había reservado todos los asientos disponibles desde ese punto en adelante. El cochero ordenó la cabina de pasajeros con tres personas en cada asiento y la parada del mediodía fue de una hora, tiempo para beber una taza de café ardiendo, entrar en el apestoso retrete y estirar las piernas. La mujer de la esquina de la izquierda hablaba incesantemente, y Mary podría haberlo tolerado mejor si no se hubiera descubierto preguntándose aterradoras cuestiones… ¿Quién era? ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Quién había muerto para impulsarla a vestir de luto? ¿No era una completa estupidez ponerse a investigar los sufrimientos de los pobres…? El único modo con el que Mary podía detener aquella oleada de preguntas era imaginarse a su madre con un ataque de hipidos y gimoteos. Después de aquello, permaneció sentada y más tranquila. La posada de Biggleswade era también más soportable, aunque tuvo que levantarse a las cinco para coger el coche que la llevaría hasta Huntingdon, y luego esperar una hora a que llegara.
Se encontraba a muchas millas al este de donde quería estar, pero sabía que tendría que llegar a Grantham y buscar luego una parada de postas para poder dirigirse al oeste. Los primeros dos días de su viaje los había pasado en el asiento del medio y en dirección contraria a la marcha, pero, para su alegría, ahora iba a tener más suerte: consiguió un asiento junto a la ventana y mirando hacia delante. Poder mirar al exterior, al campo, era maravilloso. El paisaje era encantador, con amplios campos llanos y verdes sembrados, sotos y bosquecillos; el carruaje serpenteaba por caminos, a veces cruzando misericordiosas sombras que refrescaban el viaje; para estar en mayo, el tiempo era muy caluroso, y cada día hacía más calor. Cuando pasaban de vez en cuando por alguna aldea, los niños salían en avalancha saludando y diciendo adiós con la mano; al parecer, no se cansaban nunca de ver aquel monstruoso vehículo y sus laboriosos caballos. Efectivamente, los caballos hacían su labor: tiraban de pasajeros, del correo local y de diversos paquetes, de las mercancías y los equipajes: la diligencia era sumamente pesada.
Los caminos eran espantosos, pero ninguno de los viajeros esperaba que fueran de otro modo. El cochero intentaba evitar los peores baches, pero, al ir por las roderas, resultaba casi imposible salvar los hoyos del camino. En dos ocasiones pasaron junto a carruajes que se habían salido de la vía y permanecían tirados en la cuneta, y en otra ocasión un individuo embozado en un enorme gabán estuvo a punto de lanzarlos a la cuneta cuando pasó como un rayo en un curricle tirado por cuatro caballos grises emparejados, rozando los cubos de las ruedas con la diligencia y dejando atrás al cochero lanzando maldiciones. Los carros de los pueblos cercanos, los carromatos y las carretelas representaban un gran peligro, hasta que sus conductores se daban cuenta de que si no abandonaban el camino al instante, acabarían convirtiéndose en un montón de astillas.
Las personas que disponían de dinero para comprar un billete para la diligencia no eran pobres, aunque algunos estaban cerca de serlo. El compañero de asiento de Mary era una simple muchacha que iba a ejercer de institutriz de dos niños en un lugar cerca de Peterborough; cuando observó aquella dulce carita, Mary sintió un estremecimiento. Porque supo, como si fuera una gitana observando en el interior de una bola de cristal, que aquellos dos mozalbetes serían con toda seguridad incorregibles. El hecho de contratar a aquella muchacha significaba que los padres de Peterborough habían contratado y despedido ya a muchísimas institutrices. La mujer de mediana edad que Mary tenía enfrente era una cocinera que iba a ocupar un nuevo empleo, pero estaba ya en el declive de su carrera: no se trasladaba para ocupar un puesto mejor; su conversación dispersa indicaba a las claras una profunda relación con la botella y los engaños y los robos domésticos. «¡Qué divertido!», pensó Mary mientras iban devorando millas y millas del camino. «Por fin estoy conociendo a la gente, y de repente me doy cuenta de que mis criados en Hertford me engañaban, y que me consideraban exactamemente una palurda ignorante. Puede que no haya visto a ningún pobre miserable, pero de todos modos estoy recibiendo una buena educación… Jamás antes en toda mi vida había estado tan absolutamente desprotegida ante gentes extrañas».
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