– Nunca te he pedido que mates a nadie.
– Ya lo sé, y te lo agradezco. De todos modos, Fitz, si ello fuera necesario, estoy a tu disposición.
Fitz se echó hacia atrás con gesto horrorizado.
– No, Ned, ¡no! Puede que considere necesario que a algún loco testarudo se le dé una paliza que quede a una pulgada de la muerte, pero nunca se me ocurrirá acabar con la vida de esa persona. ¡Te lo prohíbo!
– Claro, claro… No pienses más en ello -dijo sonriendo Ned-. Piensa sólo en ser primer ministro, y yo me sentiré muy orgulloso de ti.
Entre todos los invitados, Angus Sinclair fue el primero en llegar, tan ansioso estaba por instalarse rápidamente en aquella maravillosa casa señorial. Las dependencias que le habían correspondido conformaban una suite decorada con el tartán de los Sinclair, una idea que Fitz había llevado a cabo cuando Angus había visitado por vez primera la casa, hacía ya nueve años. Era un modo de decir que siempre sería bien recibido en la casa, sin importar cuánto tiempo pasara. Su criado, Stubbs, estaba igualmente satisfecho con su cubículo mal ventilado, junto al vestidor de su amo. Lo peor de las reuniones festivas, según el punto de vista de Stubbs, eran los alojamientos de la servidumbre, porque generalmente se encontraban a una agotadora distancia de los aposentos de sus señores, y se veían precisados a subir y bajar muchas escaleras; por otro lado, ningún ayuda de cámara de postín deseaba mezclarse con un tropel de subordinados. Bueno, éste no era el caso de Pemberley, donde, para su inmensa satisfacción, sabía que los ayudas de cámara de postín y las doncellas de las damas incluso tenían sus propios comedores.
Angus dejó a un Stubbs inusualmente alegre deshaciendo las maletas, y se dirigió a la biblioteca, la cual nunca dejaba de asombrarle. «¡Dios santo!, ¿qué diría un miembro de la Royal Society si pudiera ver esto…? Estaría completamente seguro de que no hay ningún impedimento para que Fitz no pueda ingresar en los círculos dedicados a la adquisición del conocimiento y la ciencia». Absorto, Angus deambuló por la sala escudriñando los lomos de los muchos miles de volúmenes que había en la biblioteca y lamentando no tener la posibilidad de organizar semejantes tesoros, pues era evidente que nadie con un verdadero amor a los libros habría colocado a Apuleyo con Apicio, ni a Sófocles con Eurípides y Esquilo, ni habría dispuesto juntos los libros de viajes y descubrimientos, al otro extremo de los tratados de frenología y teorías del flogisto.
En una estantería encontró los documentos de los Darcy, una enorme colección de legajos, atados con lazos, algunos incluso sin anudar, sobre concesión de tierras y adquisiciones, arrendamientos, propiedades muy lejanas de Pemberley, requerimientos de reyes, codicilos de testamentos, y numerosas autobiografías de los Darcy realistas, de los yorkistas, de los católicos, de los jacobitas, de los normandos, de los sajones y de los daneses.
– ¡Ah…! -exclamó una voz a su espalda.
Era la voz de un hombre muy joven, que dio un salto entre los dos sofás Chesterfield; su rostro reflejaba claramente la belleza de Elizabeth, con un pelo lleno de rizos castaños y personalidad propia, la cual Angus de inmediato identificó como una combinación de determinación y curiosidad. Tenía que ser Charlie, el hijo que causaba tantas desilusiones a su padre.
– ¿Buscando cadáveres en los armarios de la familia, eh? -preguntó sonriente.
– Desde hace años. Pero esta falta de huesos me irrita. Este lugar es un batiburrillo infame. Hay que clasificar, catalogar y ordenar todo esto, y los documentos de la familia deberían estar en un archivo adecuado.
Un gesto de tristeza se adivinó en el rostro de Charlie, que asintió con seriedad.
Llevo mucho tiempo diciéndoselo a mi padre, pero me dice que soy demasiado meticuloso. Un gran hombre, mi padre, pero no excesivamente estudioso. Cuando sea un poco mayor, volveré a intentarlo.
Angus pasó el dedo por los documentos.
– Los Darcy han seguido el camino correcto, parece… York, no Lancaster [15].
– Oh, sí. Además, Owen de Tudor fue un arribista, y su nieto Enrique vii un usurpador para los Darcy. ¡Oh, y ahora, cómo odian los Darcy al rey Jorge, el príncipe de Hannover…!
– Dada la antigüedad de la casa, me sorprende que los Darcy no sean católicos.
– El trono siempre ha significado más que la religión.
– ¡Le ruego que me perdone…! -exclamó Angus, recordando que debía guardar las formas-. Me llamo Angus Sinclair.
– Yo soy Charlie Darcy, el heredero de este abrumador palacio. Lo único que me gusta de toda la casa es esta sala, aunque yo lo sacaría todo de aquí y lo volvería a colocar de un modo más lógico. Para trabajar, mi padre prescindió de esta biblioteca y dispuso otra mucho más pequeña, su biblioteca parlamentaria, con sus Hansards y sus leyes, y prefiere trabajar allí.
– Cuando decida ponerse con esta sala, hágamelo saber. Estaré encantado de ayudarle sin pedir nada a cambio. Aunque lo que más necesita es un pequeño rayo de sol que la ilumine.
– Un problema irresoluble, señor Sinclair.
– Angus, al menos cuando no estemos en compañía de damas y caballeros.
– Angus, de acuerdo. ¡Qué extraño…! Nunca imaginé que el propietario del Westminster Chronicle fuera un hombre como usted.
– ¿Y qué clase de hombre había usted imaginado? -preguntó Angus, parpadeando.
– Oh, un individuo con una enorme barriga, descuidadamente afeitado, con manchas de sopa en la corbata, casposo y quizá con una faja…
– No, no, no… ¡Un hombre con manchas de sopa en la corbata y caspa no puede ser el mismo que lleve faja! Lo primero indica indiferencia ante las apariencias, mientras que la faja apunta a una espeluznante vanidad.
– Bueno, dudo que usted haya tenido caspa alguna vez o necesite faja. ¿Cómo consigue tener tan buen aspecto viviendo en Londres?
– Más esgrima que boxeo y más caminar que cabalgar.
Se acomodaron en los dos Chesterfield, cerca y enfrente uno de otro, y comenzaron a sentar las bases de una estrecha amistad.
«¡Ojalá Angus hubiera sido mi padre!», pensó Charlie con cierta melancolía. «Su carácter es exactamente el que debería tener un padre… comprensivo, compasivo, firme, divertido, inteligente, sin prejuicios ni dogmas. Angus me apreciaría por lo que soy, y no me habría menospreciado como si no valiera para nada. No me juzgaría como un afeminado con el único fundamento de mi cara. ¡No puedo evitar tener esta cara!».
Mientras, Angus pensaba que el heredero de Fitz estaba muy lejos de ser el muchacho enclenque, debilucho y afeminado en quien le habían obligado a pensar. Aunque era la novena ocasión que visitaba Pemberley, nunca había visto a Charlie más que a las cuatro niñas; Fitz mantenía a las chicas, incluso a la que tenía ya diecisiete años, en la sala de estudio. Ahora, mirando al heredero de Fitz por vez primera, lo sintió mucho por el joven. No, Charlie no tenía la constitución de un buey ni tenía los huesos de un deportista, pero su inteligencia era poderosa y sus emociones, admirables. Ni era un afeminado. Si deseaba algo, movería montañas hasta conseguirlo, y, sin embargo, nunca lo haría de un modo violento, nunca avasallando a los demás. «Si fuera mi hijo», pensó Angus, «yo estaría muy orgulloso de él. La gente no quiere a Fitz, Pero adorarán a Charlie».
No transcurrió mucho tiempo antes de que Charlie confesara cuál era la razón por la que había llegado a Pemberley precisamente cuando había una de aquellas reuniones estivales en la casa.
– Tengo que rescatar a mi tía -dijo.
– ¿Te refieres a la señorita Mary Bennet?
Charlie titubeó.
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