El embarazo de Mary fue más accidentado, principalmente por el libro que Kitty le había enviado. Estaba escrito por un aristócrata alemán que ejercía de obstetra y que tenía ideas propias sobre la maternidad, a pesar (como protestó Angus) de no tener la posibilidad de experimentar el fenómeno en sus propias carnes. Todo lo que Mary consumía se medía o se pesaba, de acuerdo con toda una dieta precisa y regulada, y su propia situación corporal se controlaba implacablemente.
A medida que transcurrían los meses, en Angus fue aumentando la seguridad de que el embarazo de Mary era un indicativo ajustado de su capacidad para asumir todas las manías de una señora casada. Había saltado al lecho conyugal con toda la alegría de Lydia, por eso Angus estaba profundamente agradecido al cielo de que su tiempo para tener niños estuviera tocando a su fin. De otra forma, pensó, probablemente Mary habría seguido los pasos de Jane y se habría quedado embarazada cada vez que él se quitara los pantalones y durante veinte años seguidos. Así pues, Angus podía confiar en que su esposa cumpliría con las exigencias físicas del matrimonio.
Respecto a las exigencias intelectuales y espirituales… Mary lo hizo a su modo también. ¿Quién, sino Mary, podía abrazar las ideas de un desconocido accoucheur alemán como si su libro fuera la bíblia de la obstetricia? ¿Quién, sino Mary, podría haber aceptado el embarazo con aquella naturalidad, sin esconderse o apartarse lo más mínimo y, a medida que su barriga aumentaba, yendo de un lado a otro pensando que estaba tan delgada como siempre? Desacostumbrados a ver a damas embarazadas tan descaradas, aquellos que se topaban con ella (incluido el personal de su orfanato de Sheffield) se veían forzados a fingir que Mary estaba verdaderamente tan delgada como siempre. Cuando sus niños le dijeron que se estaba poniendo muy gorda, ella les contestó sin rodeos que ello se debía a que un bebé estaba creciendo dentro de su barriga, y los hizo partícipes de todo el proceso. Su sinceridad aterraba al personal, pero callaban… ¡era la mano que les daba de comer!
Y por si todo esto no fuera suficiente, insistió en viajar a Londres para ver cómo vivía Angus allí y, desde luego, tuvo que participar en los placeres de elegir mobiliario, alfombras, cortinas, los papeles de las paredes y la pintura para el interior de Ben Sinclair. Para inconmensurable alivio de Angus, su gusto en estas cosas resultó ser bastante mejor de lo que él esperaba y, además, cuando se apartaba demasiado de sus propios gustos, le dejaba la decisión final a él con notable ecuanimidad. Conoció a todos los amigos de Angus en Londres y asistió balanceándose a varias fiestas nocturnas, sin mostrar la menor intención de camuflar aquella engorrosa protuberancia.
– Lo peor de todo esto es que no puedo arrimar la silla a la mesa -le comunicó a la señora Drummond-Burrell, una dama insufriblemente estirada y decorosa, y lo hizo muriéndose de risa-, y al final siempre voy con lamparones de sopa y de salsa.
Quizá la época era buena para los cambios, o quizá sólo ocurría que Mary era Mary; Angus no lo sabía, pero lo cierto era que incluso sus amistades más conspicuas estaban deseando disfrutar de los encantos de Mary, y de su franqueza, particularmente después de comprender que su conocimiento de las cuestiones políticas era bastante profundo y que le importaba un rábano que se supusiera que las mujeres no tenían interés en la política. Angus renunció a preocuparse por ella y comprendió que en el breve espacio de aquel verano Mary había pasado de ser un vulgar diente de león a la orquídea más exótica. Lo que sospechaba que nunca podría averiguar era qué parte de aquella orquídea había estado siempre latente en ella.
Al entrar en el octavo mes, Mary regresó a Pemberley para asegurarse de que el niño nacería rodeado de toda su familia. Así que para cuando comenzaron los dolores del parto, a principios de septiembre, Angus tuvo una idea aproximada de lo que iba a ser su vida marital. Su mujer pretendía ser su compañera en todas sus iniciativas, y esperaba que él fuera su compañero en todo lo que ella emprendiera. Era evidente -tanto para él como para Fitz y Elizabeth- que los Sinclair iban a conformarse como la vanguardia del cambio social, sobre todo en las cuestiones relativas a la educación. Mary había encontrado su objetivo vital: ¡la educación universal! Por encima de las puertas de hierro forjado de los orfanatos de los Niños de Jesús, en Buxton y en Stannington, podía verse el lema que Mary había acuñado: Educación es libertad.
Para sorpresa de todo el mundo, excepto de Angus, Mary sobrellevó su parto con paciencia, tranquilidad y copiosas notas plagadas de contradicciones que fue redactando en un diario. Doce horas más tarde dio a luz a un niño delgado y muy grande, con unos pulmones prodigiosos; la casa se venía abajo con sus llantos, hasta que aprendió cuáles eran los fundamentos de un pezón, y entonces, gracias a Dios, se calló. Mary seguía a rajatabla los dictados de su biblia alemana y lo amamantó ella misma. Por fortuna, tenía mucha leche, mientras que su hermana Elizabeth, adornada con un opulento pecho, siempre estuvo seca.
– Dios ha sido muy bueno con nosotros -le dijo a Angus, que tenía un aspecto fantasmal después de pasar doce horas paseando arriba y abajo en la biblioteca grande, con la compañía de Fitz y Charlie-. ¿Cómo quieres que se llame?
– ¿No tienes tú alguna sugerencia…? -preguntó su esposo.
– Ninguna, mi queridísimo compañero. Tú puedes ponerle nombre a los niños y yo se los pondré a las niñas.
– Bueno… con ese pelo, que parece un pajar incendiado, tendrá que ser un nombre escocés, mi desenfrenada esposa. Hamish Duncan.
– ¿De qué otro color podría tener el pelo, sino el de las zanahorias? -preguntó Mary, acariciando la abundante pelusilla roja de su hijo-. ¡Qué niño tan bonito! Tengo que hablar con el doctor Marshall para circuncidarlo.
– ¿Qué? ¿Circuncidarlo? ¡Ningún hijo mío se circuncidará!
– Por supuesto que sí -dijo Mary, imperturbable-. Todo tipo de suciedades se acumulan bajo el prepucio, incluida una exudación natural llamada esmegma, que se parece al queso de los cottages . Todos los pueblos semíticos, como los judíos y los árabes, extirpan el prepucio, porque es un principio higiénico. Imagino que si algunos granitos de arena se cuelan ahí, eso puede doler horrorosamente, así que es fácil imaginar por qué las gentes del desierto fueron las primeras en iniciar esta costumbre. Graf von Tielschaft-Hohendorner-Göterund-Schunck dice que las pinturas murales de las tumbas del Nilo ya revelan que los antiguos egipcios se circuncidaban. Y recomienda que todos los niños sean circuncidados, independientemente de la religión a la que pertenezcan. He seguido sus consejos al pie de la letra y he tenido un embarazo y un parto muy buenos a mis cuarenta y un años, así que también le voy a hacer caso en esto.
– ¡Mary! ¡Te lo prohíbo! ¿Qué le dirán en la escuela?
– No, tú no me lo prohibirás -dijo amablemente-. Tú lo consentirás, porque es lo que hay que hacer. Para cuando vaya a la escuela, ya le habré enseñado cómo discutir con más éxito que un montón de consejeros de la Corona.
– ¡Pobre hijo mío! -dijo el padre de Hamish con gesto malhumorado-. Nuestro hijo será tachado de excéntrico mucho antes de salir del colegio.
– Eso tiene sus ventajas -dijo la madre de Hamish pensativamente-. Así tendrá su peculiaridad. Y teniendo unos padres como nosotros, no crecerá como una persona estrecha de miras, como crecí yo.
– Desde luego, no le faltará carácter, ni será un tímido mojigato. Pero, Mary, ¡te prohíbo absolutamente la circuncisión!
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