– Una cosa tengo que decir en tu favor, niña -dijo Mary bruscamente, intentando no mirarse en el espejo-, que cuando me peinas, no noto ni las horquillas ni las pinzas.
Necesitó reunir todo su valor para atreverse a ir desde su habitación al salón de desayunos, pero todos los que se encontró por el camino le lanzaron deslumbrantes miradas de asombro que ella no pudo interpretar ni como condescendencia ni como burla.
Aún tenía muy buen apetito, aunque una vez que recuperó su peso habitual, pareció que dejaba de engordar. Por supuesto, ello se debía a que era una persona ocupada, muy activa, y siempre dispuesta a caminar grandes distancias; no le gustaba montar a caballo, porque en Longbourn nunca lo había hecho. El único caballo que habían tenido en casa había sido Nellie , y era un caballo para arar, demasiado ancho de grupa como para caerse y demasiado lento como para asustar a nadie con su galope. Siempre que Mary veía a Lizzie o a Georgie encima de una de aquellas bestias de Fitz, se le ponía el corazón en la garganta.
Aún no había llegado de verdad el invierno. «Cuando lo haga», se dijo Mary, «Pemberley va a ser como un caracol, todos nos tendremos que meter en casa». Mejor salir a caminar mientras se pudiera.
La ropa interior de seda era exquisitamente cómoda, y aquellos zapatos bajos tan suaves parecían bastante fuertes. No le rozaban ni en el talón ni en los dedos. Tenía los pies tan largos y tan estrechos que los zapatos y las botas que se compraba en la tienda siempre le hacían ampollas. Sí, la riqueza tiene sus ventajas, decidió cuando se puso el chal de seda lila oscura por encima de los hombros. Salió de la mansión y se adentró en los bosques por el pequeño puente de piedra, construido con tanto ingenio que parecía como si lo hubieran levantado los mismísimos romanos.
Como hasta ese punto no habían aparecido las ampollas, cogió el camino hacia su claro del bosque favorito, donde Lizzie decía que en primavera los narcisos formaban un verdadero mar ondulante y amarillo, porque allí les daba el sol. Un descanso; se sentó en una roca musgosa que había al borde del claro del bosque, observando encantada lo que ocurría a su alrededor. Las ardillas recogían frenéticamente las últimas nueces, un zorro acechaba, los pájaros invernales…
Y allí regresó su dolor secreto, la única cosa que arruinaba su laboriosa y productiva existencia: echaba de menos la presencia de Angus, deseaba que estuviera allí, exclusivamente para ella, ahora que todos se habían ido ya. ¡Tenía tantas cosas que decirle! ¡Y cuánto necesitaba sus consejos! Porque él sabía tanto… mucho más que ella. Además, era lo suficientemente fuerte como para oponerse a ella cuando necesitaba que alguien se opusiera.
– ¡Oh, Angus! ¡Ojalá estuvieras aquí…! -dijo en voz alta.
– Muy bien: pues aquí estoy -contestó él.
Mary ahogó un grito, se levantó de un salto, se volvió y lo miró boquiabierta.
– ¡Angus!
– Sí, así me llamo.
– ¿Qué estás haciendo aquí…?
– Voy de camino a Glasgow; allí están mis negocios familiares. No funcionan solos, Mary, aunque admito que tengo un hermano pequeño que se ocupa de que los motores de vapor sigan resoplando y las chimeneas de las fundiciones sigan echando humo. Siempre pasamos las Navidades juntos, luego hago una verdadera locura y regreso en barco a Londres, por esos mares invernales. Como todos los escoceses, me encanta el mar. Es la parte de vikingos que aún nos queda. -Se sentó en una roca, frente a ella-. Siéntate, querida.
– Deseaba tanto que estuvieras aquí… -dijo Mary, sentándose.
– Sí, ya te oí. ¿Está esto muy solitario desde que todos se fueron?
– Sí, pero no echo de menos a Lizzie, ni a Fitz ni a Charlie. Jane no viene a verme, aunque tampoco la echo de menos a ella. Te echo de menos a ti.
Su contestación no prestó atención a las quejas de Mary.
– Estás preciosa -dijo-. ¿A qué se debe semejante transformación?
– Lizzie me ha enviado una tonelada de ropa. ¡Es un derroche espantoso! De todos modos, si no me lo pongo yo, no se lo podrá poner nadie… Soy más alta y más delgada que las demás…
– «No malgastes y no tendrás que pedir», ¿no?
– Exactamente.
– ¿Por qué me has echado de menos a mí en particular, Mary?
– Porque sólo tú eres mi verdadero amigo, y no nos une ninguna relación por sangre o matrimonio. Me he acordado mucho de los días que pasamos en Hertford, cuando hablábamos de todo… Nada especial, excepto que yo estaba deseando verte en la calle principal del pueblo para que vinieras conmigo, y que nunca me defraudaste. No intentaste enredarme con engaños ni quitarme de la cabeza mi decisión, aunque sabías que era una locura. Por supuesto, lo sabías entonces, pero nunca pretendiste refrenar mi entusiasmo. Y qué embobada estaba con Argus… pobre hombre, quienquiera que sea. De verdad, ¡te estoy muy agradecida por tu comprensión! Nadie me comprendió, ni siquiera remotamente. No importa cuán errada estuviera, ¡ tenía que hacer ese viaje! Después de estar diecisiete años encerrada en Shelby Manor, era un pájaro al que por fin se le concedía la libertad. Y los males de Inglaterra, es decir, Argus, me ofreció una buena excusa para explorar un mundo salvaje y desconocido para mí. Por esa razón siempre apreciaré a Argus, aunque no lo ame.
– En ese caso, es hora de que haga una confesión -dijo Angus, con el rostro muy serio-. Espero que puedas perdonarme, pero aunque no puedas, debo decirte la verdad.
– ¿La verdad? -preguntó, al tiempo que se le ensombrecía la mirada.
– Yo soy Angus, pero también soy Argus.
Ella se quedó con la boca abierta, y aunque quiso gritar, sólo pudo intentar respirar.
– ¿ Tú … eres Argus?
– Sí, por mis pecados. Estaba aburrido, Mary, y ocioso. Alastair dirigía a la perfección los negocios familiares y el Chronicle prácticamente había comenzado a caminar solo. Así que inventé a Argus, con dos objetivos en mente. Uno era mantenerme ocupado. El otro era llamar la atención de las gentes acomodadas sobre los sufrimientos de los miserables. Lo cierto es que este segundo motivo nunca fue tan importante para mí como el primero, y ésa es la verdad. Hay un duende malvado viviendo en mí, y me reportaba una intensa satisfacción ir a comer a las mejores casas y escuchar a mis anfitriones rabiar contra las maldades y picardías de aquel Argus. Sí, era una sensación deliciosa, pero no tan deliciosa como poder andar por los pasillos de Westminster para encontrarme, con miembros de los lores y los comunes. Todas aquellas personas me daban muchas ideas, y me deleitaba más en las maldades que les hacía que en la conciencia social que estaba contribuyendo a formar.
– ¡Pero aquellas cartas y aquellos artículos eran tan reales…! -exclamó Mary.
– Sí, muy reales. Ésa es la parte que explica el poder de las palabras, Mary. Son seductoras, incluso en el papel. Habladas o escritas, pueden inspirar las revueltas de los oprimidos, como aconteció en Francia y en América. Son las palabras las que nos diferencian de los animales.
El enfado no llegaba a desatarse en Mary; se sentó, conmocionada, intentando recordar lo que le había dicho a Angus respecto a Argus. ¿Le habría dicho muchas tonterías? ¿Se habría comportado como una solterona idiota, desesperada de amor? Y él, con su confesado duende malvado, ¿había disfrutado engañándola como a una inocentona?
– Me has dejado en ridículo… -murmuró Mary.
Angus oyó sus palabras y suspiró.
– No lo hice a propósito, Mary. Te lo juro. Tus ideas exaltadas a propósito de Argus me humillaban y me avergonzaban. Habría querido confesarlo, pero no me atreví. Si lo hubiera hecho, me habrías rechazado. Habría perdido a mi amiga más querida. Todo lo que podía hacer era esperar hasta que considerara que me conocías lo suficientemente bien como para perdonarme. Te lo suplico, Mary, ¡perdóname!
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