Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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– ¡Lizzie!

Ruborizándose hasta el escarlata, Elizabeth volvió de su paseo y miró a todas partes excepto a Fitz, que estaba sonriendo como si supiera en lo que había estado pensando su esposa.

– ¡Oh! ¿Qué? ¿Sí?

– No has escuchado ni una sola de las palabras que he dicho -dijo Mary malhumorada.

– Lo siento, querida. Dilo otra vez.

– Que creo que deberíamos construir al menos cuatro orfanatos, pero nadie está de acuerdo conmigo… ¡ni siquiera Angus! -Y se volvió hacia el desventurado escocés con furia-. ¡Al menos esperaba que tú me apoyaras!

– Nunca te apoyaré en las locuras, Mary. Fitz tiene toda la razón en este asunto. Si construyes cuatro orfanatos, no podrás dividirte en cuatro partes, lo cual significa que las instituciones no se vigilarán adecuadamente. Te engañarían, te tomarían el pelo. Lo que nosotros consideramos caridad, otros lo verán como unas formidables ganancias. Hay un viejo dicho que afirma que la caridad empieza por uno mismo. Muy bien, muchas personas que trabajan en instituciones de caridad han adoptado como suyo este credo… pero no en un sentido demasiado honorable.

Angus pareció heroico al desafiar con éxito a Mary; Mary parecía desconcertada.

– ¿Te ha picado un mosquito escocés, tía Mary? -preguntó Charlie maliciosamente.

– Ya veo que ningún hombre está de acuerdo conmigo -dijo Mary enfurruñada.

– Y yo tampoco estoy de acuerdo contigo -dijo Elizabeth-. Yo sugiero construir dos orfanatos de Niños de Jesús: el primero, cerca de Buxton, y un segundo cerca de Sheffield. Manchester es demasiado grande.

Y eso fue lo que se acordó.

Los cuarenta y siete Niños de Jesús se habían instalado en Hemmings y allí descubrieron todos los horrores de la lectura, la escritura y las cuentas. Al menos en un aspecto, Mary conservó su buen sentido común; la jefa de las maestras y la jefa de las niñeras fueron privadas de la vara, aunque no del todo.

– Como han estado aislados y sometidos, algunas veces tienden a hacer lo contrario de lo que se les dice -les comunicó Mary a la maestra y a la niñera, ambas petrificadas ante ella-. Deben enseñárseles las normas de conducta ahora, no después. Sus verdaderas personalidades emergerán bajo nuestro amable régimen, pero no debemos imaginar que tendremos cuarenta y siete ángeles. Habrá algunos diablillos (William es uno) y posiblemente un diablo o dos (Johnny y Percy). Les impondremos reglas uniformes y constantes, de modo que todos ellos sepan las cosas que se considerarán positivamente y las que se condenarán… y las que tendrán como premio la vara de abedul. A los niños que ni siquiera quieran corregirse con la vara de abedul, habrá que amenazarlos con la expulsión, o con algunas otras consecuencias extremas. -Mary miró a su alrededor-. Veo que hay un piano aquí… Creo que podríamos enseñar música a los niños a los que les guste. Buscaré a un maestro. En nuestras instituciones de los Niños de Jesús daremos clases de piano y violín. -Y lanzó una mirada furiosa-. ¡Pero de arpa no! ¡Qué instrumento más tonto [42]!

Salió entonces de la casa y se fue en el carruaje. Había un largo trecho hasta Hemmings. Una vez acomodada en el vehículo, se recostó contra los cojines y suspiró con absoluto placer.

¿Quién podría haber creído jamás que sobreviviría a su breve odisea? Los días en los que soñaba con Argus parecían perdidos en la niebla de los tiempos… ¡habían ocurrido tantas cosas! «¡Una locura de una cría de escuela!», pensó. «Las ideas de Argus inflamaron esa pasión, e imaginé que eso era una prueba de amor. En fin, aún no sé lo que es el amor, pero con toda seguridad no es aquello que sentía por Argus. A propósito, por lo que sé, no ha escrito ni un solo artículo en el Westminster Chronicle desde que salí de Hertford. Me pregunto qué habrá hecho este verano. Tal vez su mujer se ha puesto enferma, o ha tenido un niño. Son la clase de cosas que destruyen las pasiones personales. Puede que me pregunte qué habrá sido de él, pero no siento nada más allá de una consternación natural por sus desgracias, cualesquiera que sean. Había hecho un buen trabajo, pero ¿qué puede hacerse en realidad si Fitz dice que el Parlamento no va a actuar? Los lores son los que gobiernan Inglaterra, porque la Cámara de los Comunes está repleta con sus hijos, con los segundos, los terceros, los cuartos, etcétera, etcétera. Nada podrá hacerse hasta que la Cámara de los Comunes no se llene con gente verdaderamente común: hombres cuyas raíces no se hundan en la Cámara de los Lores».

Debió de quedarse un poco traspuesta, porque el carruaje había pasado por Leek y se encontraba ahora en el camino de Buxton. Al despertar, apenas recordaba en qué había estado pensando. En fin, era tiempo de pensar en su propio futuro. Fitz la había llamado el día anterior y le había pedido perdón sinceramente… ¡Cuánto había cambiado ese hombre! No había en él orgullo ni soberbia en absoluto. Por supuesto, cualquier tonto podría darse cuenta de que él y Lizzie se habían reconciliado del todo; parecían flotar en una nueva luna de miel, intercambiando miradas que lo decían todo, compartiendo bromas privadas… Sin embargo, al mismo tiempo, habían desarrollado aquella irritante costumbre que sólo se observa en la gente que lleva casada mucho tiempo: decían lo mismo y al mismo tiempo, y luego se sonreían satisfechos de sí mismos.

Fitz le había dicho que recibiría una recompensa por el descubrimiento del oro: quince mil libras. Invertidas en los fondos, obtendría unas ganancias de dos mil libras anuales, más que suficiente, según Fitz, para vivir exactamente como deseara y donde deseara. Si quería vivir sin dama de compañía, él no pondría ninguna objeción, salvo el consejo de que viviera en una ciudad. ¿Cuánto le quedaba de aquellas nueve mil quinientas libras?, preguntó Mary. Estaba orgullosa de tener la posibilidad de preguntárselo: le quedaba casi todo. Muy bien, entonces lo usaría para comprarse una buena casa, dijo. Al tiempo que prometía pensarlo todo concienzudamente antes de actuar, Mary se había despedido, muy incómoda ante ese Fitz tan comprensivo y amable. Porque Mary había descubierto que se crecía con el enfrentamiento, y ahora nadie iba a oponerse a nada de lo que dijera o hiciera. Sólo se habían puesto en su contra con el asunto del número de orfanatos, pero la propia Mary se había dejado convencer de que lo mejor era construir sólo dos orfanatos, y sólo dos.

¡Oh, qué desastre! La independencia había sido un reto cuando todo el mundo estaba en contra, pero ahora que, en efecto, podía hacer lo que le apeteciera, había perdido buena parte de su encanto. De todos modos, ¡la dependencia era infinitamente peor! «Imagínate que necesitaras a otra persona del modo que (obviamente) Lizzie necesita a Fitz, y él a ella». Cuando niña, Mary nunca había disfrutado de la cercanía que tenían Jane y Lizzie, o Kitty y Lydia. Mary era la del medio y nadie le prestó atención. Ahora se encontraba en el medio otra vez, pero en un sentido mucho mejor. Lizzie, Jane y Kitty la admiraban tanto como la querían, y ahora la querían mucho más que antes. Admitió que se había ganado aquel cariño actuando como un ser racional, y que había ampliado su pequeño núcleo hasta convertirlo en algo más extenso y variado. Pero nada de aquello respondía a su dilema: ¿qué iba a hacer con su vida? ¿Podría llenar su existencia con orfanatos y otras buenas obras? Todo aquello era muy satisfactorio, pero no la dejaría verdaderamente satisfecha .

Para cuando llegó a una conclusión al respecto, Buxton había aparecido y desaparecido tras el carruaje. Y la conclusión era que se haría responsable, ella sola, del orfanato de Sheffield, dejando el de Buxton a Lizzie y a Jane. Si lo hacía así, no tendría que estar constantemente viajando en carruaje de un lado a otro. Después de un tiempo, pensó, los rostros de los niños se confundirían y ella sería incapaz de distinguir qué niños estaban en un orfanato y cuáles estaban en el otro. Y como tenían familias de las que ocuparse, Lizzie y Jane podrían compartir las obligaciones del orfanato alternándose. El orfanato de Sheffield iba a construirse en Stannington, de modo que tal vez podría comprarse una casa en Bradfield o en High Bradfield, en los límites de los páramos. Eso resultaba muy atractivo; a Mary le gustaban los paisajes hermosos. No necesitaba una casa señorial. Sólo un cottage espacioso con una cocinera, un ama de llaves, tres criadas y un hombre que se ocupara de los trabajos habituales de una casa y que también fuera jardinero. Cuando estuvo de alquiler en Hertford, aprendió que a ningún criado le gusta trabajar en exceso y que todos los criados tienen métodos para evitar el trabajo. Lo que tenía que hacer, resolvió Mary, era pagarles bien y esperar calidad de servicio a cambio de dinero.

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