Ya era hora, por ejemplo, de volver a sentarse ante el piano; llevaba sin tocar muchísimas semanas. En eso emplearía el tiempo libre del que iba a disponer. Y una biblioteca. ¡Su nueva casa tendría una biblioteca maravillosa! Un día a la semana pasaría toda la jornada en el orfanato. Sí, un día a la semana era suficiente. Si lo visitara más a menudo, el personal podría mostrarse descontento, creyendo que no se les concedía la independencia necesaria. «¡Independencia… de nuevo esa palabra! Todo el mundo necesita independencia en alguna medida», pensó. «Sin ella, nos marchitamos. Así que no debe parecer que soy la superintendente; sólo lo que soy en realidad: una benefactora. ¡Aunque nunca sabrán qué día de la semana me presentaré en el orfanato…!».
Lo que más la desconcertaba era su añoranza de Hertford, porque la diminuta vida que había llevado allí, después de salir de Shelby Manor, había desaparecido. Sí… echaba de menos las reuniones y las fiestas, la gente… la señora Botolph, lady Appleby, la señora Markham, la señora McLeod, el señor Wilde… Y el señor Angus Sinclair, en cuya compañía había pasado nueve maravillosos días. Más tiempo, en realidad, del que había pasado con él durante las últimas semanas en Pemberley, donde siempre había mucha gente alrededor en cada comida, en cada conversación, en cada reunión sobre los orfanatos, en cada todo … En Pemberley, el señor Sinclair no se comportaba con ella como en Hertford, y eso le dolía. ¡Qué conversaciones tan encantadoras…! ¡Cuánto lo había echado de menos cuando emprendió su aventura! ¡Y cuánto se alegró de ver su rostro cuando concluyeron sus sufrimientos! Pero él había retrocedido, había dado un paso atrás, probablemente entendiendo que, ahora que ella estaba con su familia, ya no lo necesitaría.
«¡Pero sí lo necesito!», exclamó para sí misma. «Quiero que regrese mi amigo, necesito a mi amigo en mi vida, y cuando me traslade cerca de Sheffield ya nunca lo veré, excepto durante mis visitas a Pemberley, si es que él se encuentra allí, lo cual no ocurre muy a menudo. Sólo durante esas reuniones estivales… Este año se ha quedado más tiempo por mí, pero no por razones personales… Para ayudar a sus amigos Fitz y Elizabeth. Ahora ya está hablando de regresar a Londres. ¡Por supuesto, tendrá que regresar! Vive en Londres. Cuando yo estaba en Hertford, no era un problema, porque está muy cerca de Londres; pero Pemberley y el norte están lejos, e incluso en carruaje privado hay un viaje interminable y pesado desde Londres. ¡Ya nunca lo veré…! ¡Qué horrible sensación de vacío siento…! Como perder a Lydia, pero mucho más… Ella era importante para mí, porque era casi una obligación; no la admiraba ni pensaba que fuera una mujer agradable. Y respecto a mamá, su muerte fue como liberarme de una jaula. Y ni siquiera eché de menos a papá, que siempre me miraba con desprecio. ¡Oh, pero lamentaré mucho la ausencia de Angus! ¡Y ni siquiera está muerto…! Simplemente, ya no estará más en mi vida. ¡Qué horrible…!».
Y estuvo llorando durante todo el camino, hasta que llegó a casa.
Finalmente el grupo iba a separarse. Fitz y Elizabeth habían decidido acompañar a Charlie a Oxford, y luego marcharían a Londres, porque Fitz tenía que acudir a las sesiones del Parlamento y Elizabeth tenía que abrir Darcy House y prepararla para la presentación de Georgie la primavera siguiente. Angus decidió viajar con ellos, pero a nadie se le ocurrió preguntarle a Mary qué pensaba hacer. Con Georgie y Kitty en el coche, Elizabeth no se encontraría sola, desde luego. «¡Qué extraño resulta no tener la oscura presencia de Ned Skinner acechando en cualquier esquina!», pensó Elizabeth. «Me protegía, y nunca lo supe…».
Los orfanatos habían comenzado a construirse, pero ninguno de los dos estaría aún dispuesto para recibir a sus inquilinos hasta finales de la primavera siguiente, y Mary admitió que había muchas decisiones que sólo podía tomar alguno de los fundadores. Sus días en Pemberley no serían ociosos.
Así que a primeros de septiembre Mary se encontraba en la puerta de Pemberley diciéndoles a todos adiós con la mano al tiempo que iniciaban el viaje hacia Oxford y Londres. Entonces, huyendo de la apatía, hizo llamar a la señorita Eustacia Scrimpton para que fuera a pasar unos días a Pemberley con la intención de conversar sobre la contratación del personal de mando. Naturalmente, la señorita Scrimpton se presentó con celeridad y presteza, y las dos damas se dispusieron a discutir qué clase de requisitos serían necesarios para ocupar tan apetecibles puestos de trabajo.
– Tendrá usted lo mejor de lo mejor, mi querida señorita Bennet -dijo la señorita Scrimpton-, teniendo en cuenta la generosidad de los salarios. Lo llamaremos remuneración de personal superior: eso les hace sentir muy importantes. Los salarios son sólo para los criados…
Para cuando aquella señorita partió hacia York, una semana después, todo estaba dispuesto para poner anuncios en los mejores periódicos y a la mayor brevedad posible.
Mary se dejó aconsejar igualmente por Matthew Spottiswoode, que le ofreció también muy buenas ideas, algunas de ellas por sugerencias de los constructores.
Fogones de carbón, chimeneas en los dormitorios, agua caliente para lavarse por las mañanas, sentenció Mary, sin admitir oposición.
– Con todo eso, el orfanato de los Niños de Jesús será mejor que Eton o Harrow -dijo Matthew con una sonrisa.
– Sin duda, no está de más que los niños mimados de los poderosos pasen un poco de frío -dijo Mary, un poco picada-, pero nuestros niños ya habrán tenido su cuota de frío cuando vengan al orfanato.
– Desde luego -dijo Matthew apuradamente. «Dios mío, ¡esta mujer es una fiera!».
Elegir a los niños se presentaba también como una tarea verdaderamente difícil, puesto que sólo cuarenta y siete, de los doscientos que ocuparían los dos orfanatos, estaban ya asignados, por decirlo así. Ciento cincuenta y tres apenas eran unos granos de arena en aquellos desiertos de pobreza y miseria. Aparte del requisito obvio de no tener padres, ninguno de los afortunados niños podía estar alojado en un albergue parroquial. Ni más ni menos que una personalidad como el obispo de Londres había escrito para decirle a Mary los nombres de dos caballeros con alguna experiencia en este tipo de actividades.
«¿Y ahora qué hago?», se preguntó Mary cuando llegó diciembre y la Navidad amenazaba en el calendario. Lizzie le había enviado una verdadera carretada de cajas y sombrereras llenas de ropa. «¡Ropa! ¡Qué gasto más escandaloso!», pensó Mary enojada, abriendo caja tras caja en las que iban apareciendo delicadísimos vestidos de lino y muselina, lanas exquisitamente suaves, y sedas, tafetanes, rasos y encajes para las veladas nocturnas. ¡Así que por eso habían desaparecido sus zapatos favoritos…! ¡Lizzie se los había llevado para que le sirvieran de modelo al zapatero…! ¡Oh, qué derroche! ¿Qué había de malo en el negro, aunque ya hubiera salido del luto? (Lizzie había decretado que no llevarían luto ni por Lydia ni por Ned).
Además había un precioso vestido lila de linón bordado con ramitos de flores de mil colores, y un par de zapatos bajos que al parecer combinaban con él. ¡Medias de seda! ¡Lencería de seda! Bueno, de todos modos… si ella no se ponía todas aquellas maravillas, Lizzie tampoco podría disfrutarlas: era casi una cabeza más baja que Mary y mucho más exuberante de pecho. También tenía los pies más pequeños. Ya lo dice el proverbio: «No malgastes y no tendrás que pedir», se dijo Mary a la mañana siguiente mientras se ponía el vestido lila y metía los pies, con sus medias de seda, en los zapatos a juego. Lizzie le había asignado una criada, una muchacha encantadora llamada Bertha, y Bertha tenía un don natural para el arte de la peluquería. Como Mary se negaba a adoptar la moda de cortarse el pelo alrededor del rostro y no quería ponerse rulos para que los rizos le enmarcaran la cara, Bertha cogió toda la melena de cabellos dorados y rojizos y la reunió en lo alto de la cabeza de Mary, pero con negligencia, de modo que pareciera tan abundante y ondulado como era en realidad.
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