– Sería mejor que te quitaras la chaqueta. No estoy abrazando más que ropa.
Él se quitó la chaqueta, una verdadera odisea, porque se la había hecho en Weston y le quedaba justa como un guante de piel.
– ¿Algo más?
– La corbata. Raspa. ¿Por qué está tan almidonada?
– Para mantener la forma. ¿Así mejor…?
– Mucho mejor. -Ella le desabotonó el cuello de la camisa y deslizó una mano por dentro-. ¡Qué agradable es tu piel…! Como seda.
Angus había cerrado los ojos, pero con un gesto de desesperación.
– Mary, ¡no puedes actuar como una seductora! Soy un hombre de cuarenta y un años, pero si sigues provocándome, ¡no creo que me pueda controlar!
– Me encanta tu pelo -dijo, acariciándolo con su mano libre. Inspiró con fuerza-. ¡Y qué bien huele! Ni pomadas ni nada, sólo ese jabón tan caro. Y nunca te quedarás calvo. -La otra mano buscaba su pecho-. ¡Angus, estás muy fuerte!
– ¡Cállate! -rugió Angus, y la besó.
Hubiera querido que su primer contacto con los labios de Mary hubiera sido tierno y cariñoso, pero el fuego ardía en él, así que el beso fue violento y apasionado, profundo. Para asombro de Angus, ella respondió fogosamente, con ambas manos apartándole la camisa, mientras las suyas, que odiaban la ociosidad, comenzaban una laboriosa tarea con los lazos que adornaban la espalda del vestido. Sus dulces pechos de algún modo quedaron a su merced, y comenzó a besarlos en éxtasis de arrobamiento.
De repente, él la empujó suavemente.
– ¡No podemos! ¡Alguien podría entrar! -dijo con voz entrecortada.
– Cerraré la puerta con llave -dijo Mary, levantándose del sofá al tiempo que se quitaba el vestido y las enaguas, lanzadas al aire con una patada, y caminando con paso decidido hacia la puerta sólo ataviada con su ropa interior de seda. Clic.
– Ya está. Cerrada.
Su pelo se había derramado sobre los hombros; y las últimas prendas íntimas salieron volando hacia un rincón, la camisola y las bragas quedaron por el suelo tras ella, como agotadas mariposas blancas.
Angus había aprovechado el tiempo por su parte y la abrazó, desnuda como estaba, excepto por las medias, que le permitió que le quitara. ¡Oh, aquello era celestial…! No hubo más composturas, sólo gemidos y jadeos y quejidos de placer.
– Ahora tendrás que casarte conmigo -dijo Mary mucho rato después, cuando él se levantó para poner algunos leños más en la chimenea.
– Ven a Escocia conmigo -le dijo Angus, arrodillado junto al fuego, y giró la cabeza para que ella viera su sonrisa-. Podemos casarnos en casa del herrero de Gretna Green [43].
– ¡Oh, es un modo perfecto de casarse! -exclamó Mary. Ya estaba temiendo una boda familiar, con todos los curiosos viniendo a mirar como embobados-. Desde luego, una boda en Gretna Green es lo mejor. ¿Pero no está muy al este? Creía que el camino de Glasgow iría más hacia el oeste.
– Tengo un carruaje, mi querido y preguntón amor, y entre este lugar y Glasgow hay un brazo de mar llamado Solway Firth. El camino de Glasgow, como el que va a Edimburgo, pasa por Gretna.
– Oh. Es muy apropiado que una de las hermanas Bennet se fugue y se case en Gretna Green.
– No te creo -dijo, absolutamente enamorado.
– Debo de parecerme a Lydia más de lo que sospechaba, mi queridísimo querido Angus. Esto ha sido la cosa más adorable que he hecho en mi vida. ¡Hagámoslo otra vez, por favor!
– Otra vez, muy bien, mujer insaciable… -Y se tumbaron en el suelo mientras ella apoyaba la cabeza en su hombro-. Después nos vestiremos como personas respetables y nos iremos a la cama. Cada uno en su habitación, ¡recuérdalo! A Parmenter le dará un infarto si se entera. Al menos podremos dormir un poco. Al amanecer saldremos hacia Gretna Green. Si por casualidad te he dejado embarazada, mejor darnos prisa, o de lo contrario todas las viejas comadres empezarán a hacer cuentas.
Fitz entró en la habitación de Elizabeth con el gesto preocupado.
– Amor mío, creo que tenemos malas noticias de Pemberley -dijo, sentándose en borde de la cama, con una carta entre las manos-. Acaban de traer esta carta para ti.
– Oh, Fitz… ¡Seguro que se trata de Mary! -Con los dedos temblando, Elizabeth rompió el sello y desdobló la única hoja de papel, y comenzó a leer los pocos renglones que traía escritos.
Emitió un sonido que estaba a medias entre un aullido y un chillido.
– ¿Qué ocurre? -preguntó inquieto Fitz-. ¡Dímelo!
– ¡Mary y Angus van camino de Gretna Green! -dijo, y le entregó la carta-. ¡Léelo, léelo tú mismo!
– ¡Ah, no me sorprende en absoluto! -respiró-. No quieren que esté nadie presente, sólo ellos… ¡La cosa se ha adelantado!
– ¿Cómo habrán decidido eso? -preguntó Elizabeth, experimentando sentimientos encontrados.
– Me atrevo a pensar que felizmente. Ella es una excéntrica, y él es un hombre al que le gustan las cosas raras. Él le dará rienda suelta hasta que ella se desboque, y entonces le pondrá freno con firmeza pero con amabilidad. Estoy encantado por ellos, de verdad te lo digo.
– Sí, yo también… creo. Dice que le ha escrito a Charlie para darle la noticia. ¡Oh! ¿Por qué seguimos en Londres? ¡Quiero ir a casa!
– No podemos hasta que no concluyan las sesiones parlamentarias, ya lo sabes. Tengo esperanzas de que Georgie siga comportándose bien, pero si no estamos aquí…
– Sí, desde luego, tienes razón. ¿Crees que Georgie aceptará al duque o a lord Wilderney?
– No, es mucha Darcy como para que le interesen los nobles. Creo que puede elegir al señor John Parker, de Virginia.
– ¡Fitz! ¿Un americano?
– ¿Y por qué no? Tiene su entrée : su madre es lady De Main. Además, es extraordinariamente rico, así que ni siquiera necesita la dote de Georgie. Bueno, aún es pronto. La temporada apenas ha comenzado.
– Nuestro primer pollito probablemente volará del nido -dijo Elizabeth, bastante desconsolada.
– Tenemos otros cuatro.
– No -dijo ella, sonrojándose-. Cinco.
– ¡Elizabeth, no!
– Elizabeth, sí. En junio, creo.
– Entonces volveremos a casa en abril, haya sesión o no en el Parlamento. No querrás estar en Londres cuando estés muy embarazada; además, en primavera hay mucha humedad y mucho humo en la ciudad.
– Sí, volver en primavera a Pemberley me gustaría mucho. -Dejó escapar un suspiro de satisfacción-. El año que viene será más tranquilo. Y el año siguiente tendremos que presentar a Susie.
Jane fue a Londres poco después de que las noticias sobre la asombrosa fuga de Mary hubieran llegado a sus oídos, y pudo hacerlo porque Caroline Bingley había encontrado finalmente una ocupación de alguna utilidad: convertir a los chicos Bingley, de ser unos atolondrados tarambanas a presentarse como caballeros de comportamiento intachable. Aunque no hacía más que quejarse, íntimamente adoraba aquella tarea. Nada le gratificaba más que ejercer poder. Y que las cosas se hicieran siempre a su modo. Los chicos Bingley estaban poniendo a prueba sus nervios.
– Louisa y Posy pueden hacer ahora lo que han deseado hacer durante años -le dijo Jane a Elizabeth al día siguiente de su llegada a Bingley House.
– ¿Y qué es? -preguntó Elizabeth, tal y como se esperaba de ella.
– Vender las propiedades de Hurst en Brook Street y trasladarse a Kensington -dijo Jane.
– ¡No…! ¿Entre lo que Fitz llama «criadoras de gatos»?
– Mejor ser las únicas persas en una sociedad de gatos callejeros que verse obligadas a colgar de la manga de Charles y suplicar por cada guinea -contestó Jane, sonriendo-. El señor Hurst les dejó muy poco, aparte de la propiedad, y habría estado hipotecada si Charles no se hubiera plantado. La venta les ha propiciado unos ingresos muy aceptables, así que no será necesario que Louisa economice en ropa o venda las joyas.
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