El conflicto durará treinta y siete años. En 1287, el día de la fiesta de María Magdalena, renuncian por fin al abrigo «rayado» y adoptan una capa blanca.
– Ponte una camiseta blanca -había aconsejado Joséphine, luchando entre el siglo XIII y el XXI-. Destaca la tez y vale para todo.
– Ah… -había respondido Zoé, no muy convencida.
Du Guesclin, acurrucado a sus pies, dormitaba. Joséphine había cerrado sus libros, se había frotado la punta de la nariz, síntoma de enorme fatiga, y había decidido que un poco de aire fresco no le vendría mal. No había ido a correr esa mañana. Iris no había dejado de quejarse, de repetir las mismas preguntas sobre su futuro incierto.
Se levantó, se puso una chaqueta, pasó por el salón haciendo una señal a Iris de que se iba. Iris respondió apartando el teléfono y retomó su conversación.
Joséphine cerró la puerta de golpe y bajó los escalones de cuatro en cuatro.
La cólera crecía en su interior, más negra que el humo del carbón. Estaba al borde de la asfixia. ¿Voy a tener que encerrarme en mi habitación para estar en paz? ¿Ir a hacerme el té de puntillas sobre el parqué para no molestar su cháchara? La cólera aumentaba y el humo negro le oscurecía el cerebro. Iris no había levantado un dedo para poner o quitar la mesa del desayuno. Había pedido que le tostaran el pan, dorado, no calcinado, por favor, y había añadido ¿no tendréis miel de la casa Hédiard, por casualidad?
Cruzó el bulevar y llegó al Bois. ¡Anda!, pensó, no he visto el cartel de Luca. Le parecía extraño decir «Luca» y no «Vittorio». He debido de pasar al lado sin darme cuenta… Aceleró el paso, dio una patada a una vieja pelota de tenis. Du Guesclin le lanzó una mirada extrañado. Para calmarse, volvió a pensar en su trabajo sobre los colores. En el simbolismo de los colores. Sería su primer capítulo, una exposición antes de profundizar en el tema. Impresionar al profesor gruñón para suscitar su interés. Hacerle tragar las cinco mil páginas que seguirían… El azul era, en la Edad Media, la expresión de la melancolía. Así podía ser un color de duelo. Las madres que habían perdido un hijo portaban la cerula vestís, un vestido azul, durante dieciocho meses. En la iconografía, la Virgen, vestida de azul, lleva luto por su hijo. El amarillo era el color de la enfermedad y del pecado. De la palabra latina galbinus procedía la francesa jaune, amarillo, palabra construida sobre una raíz germánica referida al hígado y la bilis. Se detuvo y se llevó la mano a la cadera: tenía flato. Estaba generando bilis, ¡estaba fabricando amarillo! El amarillo, color de los envidiosos, de los avaros, de los hipócritas, de los mentirosos y de los traidores. La enfermedad del cuerpo y la enfermedad del alma se aúnan en ese color. Judas aparece siempre vestido de amarillo. Transmitió su color simbólico al conjunto de comunidades judías en la sociedad medieval. Los judíos fueron perseguidos, relegados a barrios aislados, el ghetto, en Roma. Los concilios se pronunciaron contra el matrimonio entre cristianos y judíos, y se exigió que los judíos llevaran un signo distintivo, una estrella que se convertiría en la siniestra estrella amarilla impuesta por los nazis, que adoptaron esa idea de los símbolos medievales.
Mientras que el verde…, piensa en el verde, se exhortó Joséphine mirando a los árboles, el césped, los bancos públicos. Aspira los vapores de la clorofila que emiten las hojas tiernas. Llena tus ojos de hierba verde, del ala del pato que se confunde con el verde del agua, del color del cubo del niño que siembra su pasta de césped cortado. El verde se asocia a la vida, a la esperanza, simboliza a menudo el paraíso, pero si está un poco ennegrecido, evoca el mal y hay que desconfiar. Desconfiar del negro que invade mi cabeza. No sofocarme bajo la lluvia de la cólera. Es mi hermana, es mi hermana. Sufre. Debo ayudarla. Cubrirla con un manto blanco. De luz. ¿Qué me está pasando? Antes no me enfadaba cuando me manejaba a su antojo. No lo veía todo amarillo o negro. Obedecía. Bajaba los ojos. Enrojecía. Rojo, color de la muerte y de la pasión, los verdugos iban vestidos de rojo, los cruzados llevaban una cruz roja en el pecho. Roja también la ropa de las putas, de las mujeres adúlteras. Roja la sangre de la mujer que se libera y se pone furiosa… Estoy cambiando. Estoy creciendo como una adolescente furiosa, rebelándome contra la autoridad. Empezó a reír. Estoy echando cuentas, hago inventario de mis nuevos sentimientos, los evalúo, los sopeso, los pruebo en frío, en caliente y me despego de Iris, me alejo rabiando como una niña, pero me alejo.
Du Guesclin iba y venía a su alrededor. Trotaba echando el morro hacia delante, a ras de suelo, llenándose de olores. El hocico pegado a las huellas de otros cuadrúpedos que habían pasado antes que él. Avanzaba dibujando círculos más o menos amplios. Pero siempre volvía hacia ella. Ella era el centro de su vida. A la luz del día se distinguían sobre sus flancos rayas de carne rosada, de ese rosa enfermizo que señala la piel de las quemaduras graves, y sobre su cara, dos trazos negros que parecían la máscara del Zorro. Se alejaba, vagabundeaba, iba a olisquear a otro perro, regaba un arbusto, una rama en el suelo, volvía a echarse a sus pies, celebrando el encuentro tras una larga separación.
– ¡Para, Du Guesclin, me vas a hacer caer!
La miraba con devoción, ella le frotó el morro subiendo desde el hocico hasta las orejas. Él dio tres pasos pegado a ella, sus patas en sus piernas, sus anchos omoplatos pegados a sus muslos, y volvió a marcharse a olisquear, atrapando al vuelo una hoja que caía. Arrancaba con una rapidez, con una brutalidad que asustaba, y después se detenía en seco, localizando una presa para obligarla a salir.
A lo lejos vio a Hervé Lefloc-Pignel y al señor Van den Brock, que caminaban a lo largo del lago. Así que son amigos. Pasean juntos los domingos. Dejan a sus mujeres y a sus hijos en casa para hablar entre hombres. Antoine no hablaba nunca «entre hombres». No tenía amigos. Era un solitario. Le hubiera gustado saber de qué estaban hablando. Ambos llevaban un jersey rojo echado sobre los hombros. Parecían dos hermanos vestidos por su madre. Sacudían la cabeza, preocupados. No parecían estar de acuerdo. ¿Bolsa? ¿Inversiones? Antoine nunca había tenido suerte en la Bolsa. Cada vez que le echaba el ojo a un valor que le aseguraba ganancias rápidas y cómodas, el valor «se desinflaba». Ése era el término que empleaba. Había invertido todos sus ahorros en el Eurotúnel y esa vez, sólo había dicho: «Se ha desinflado enormemente». Y ahora, ¡le sisaba los puntos del Intermarché! ¡Pobre Tonio! Un vagabundo que vive en el metro, entre bolsas de plástico que llena de vituallas robadas. Un día volverá y llamará a mi puerta. Me pedirá techo y comida… y yo le acogeré. Evocaba esa posibilidad con serenidad. Se había acostumbrado a su regreso. Ya no tenía miedo de su fantasma. Casi estaba deseando que volviese. Deseando que terminaran sus dudas. No hay nada peor que no saber.
¿Acaso existe realmente la tal Dottie Doolittle, o se la ha inventado Iris para justificar su separación de Philippe? La duda crecía en su interior. A veces Iris podía contar cualquier bobada. Es terrible confesar que su marido la ha dejado por su culpa. Es mucho más fácil decir que te ha dejado por otra. Tendría que ir a ver. No necesitaría hacer preguntas, me sentaría frente a él y hundiría mi mirada en sus ojos.
Ir a Londres…
Mi editor inglés me ha pedido que vaya a verle. Podría utilizar ese pretexto. Era una idea. Caminar o correr le daba siempre ideas. Miró la hora y decidió volver a casa.
Iphigénie estaba a punto de vaciar la basura, Joséphine se propuso ayudarla.
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