Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Cuando me pidieron, Allí Arriba, si quería volver a trabajar en la Tierra, con una parejita encantadora que se lamentaba de no poder tener hijos y que hacían todo lo que podían para obtener uno guapo, calentito, dorado, los analicé a conciencia, a esa Josiane y ese Marcel, y me parecieron enternecedores. Generosos, meritorios, cremosos, nada tontos. Entonces me dije, sí, vale. Pero es mi última misión. Porque se está la mar de bien Allí Arriba, porque tengo un montón de cosas que hacer allí, libros que leer, películas que ver, cosas que inventar, fórmulas que descubrir y, todo el mundo lo sabe, a la Tierra no se viene a jugar. Es casi el Infierno. Se pasan el día poniéndote zancadillas. Llaman a eso los celos, la maldad, la hipocresía, el afán de lucro, tiene un montón de nombres como los Siete Pecados capitales y eso te retrasa. Si consigues llevar a buen puerto una o dos ideas, puedes darte por satisfecho. Pongamos por ejemplo a Mozart. Le conozco bien. Era mi vecino Allí Arriba. Mira cómo terminó en la Tierra: acosado por los celos, plagiado, ridiculizado, en la miseria. ¡Y sin embargo no hay nadie más encantador y divertido que él! ¡Una auténtica delicia! ¡Una sinfonía!

Pero bueno…

Había hablado de su partida con Mozart que le había dicho, por qué no, son buena gente… Yo, si no tuviese que rehacer mi Marcha Turca porque me dejé llevar por algunos caminos fáciles, por una serie de arpegios un poco jactanciosos, también bajaría a tocarles una melodía al piano, una pequeña Sonata para Dos viejos felices en si mayor. Podía confiar en Mozart. Era un tío legal. Modesto y jovial. Venían todos a visitarle, Bach, Beethoven, Schumann y Schubert, Mendelssohn, Satie y muchos otros más, y hablaba con ellos sin pavonearse. Hablaban sobre todo de trabajo, corchea y doble corchea, todo un galimatías del que no entendía nada. Él era más bien ecuaciones, tiza, pizarra. Había terminado diciendo «sí», y había bajado con Josiane y Marcel. Una buena madre, un buen padre. Dos humanos maravillosos encerrados durante mucho tiempo en la infelicidad, pero el Cielo había decidido recompensarles al final de su vida por los servicios prestados a la humanidad.

¡Qué alegría la de los dos viejecitos cuando llegó! Gritaban milagro. Encendían cirios. Rezaban alabanzas, rebosaban felicidad. Sobre todo él. ¡No se podía estar quieto! Blandía a su hijo como a un trofeo, lo exhibía, lo instalaba al lado de su mesa y le explicaba sus negocios. Apasionante de hecho. El viejo era realmente espabilado. Listo como nadie. Vendía su mercancía en el mundo entero. ¡Había que oírle negociar! Lo que disfrutaba cuando Marcel le llevaba al despacho. No podía participar de verdad, porque estaba prisionero en ese cuerpo de bebé balbuceante y titubeante, pero se las arreglaba como podía desde su sillita para enviarle señales. A veces, Marcel las comprendía. Guiñaba los ojos, se preguntaba si no estaba viendo visiones, pero le escuchaba. Le hablaba en chino, en inglés, le hacía leer balances, análisis financieros, informes de estudios. No tenía de qué quejarse: con el Viejo le había tocado el premio gordo, tenía intuición celestial. Lo duro eran los demás: los que le babeaban encima y le hacían muecas idiotas. Sobre su cuna, las bocas se convertían en gárgolas terroríficas. Le regalaban juguetes para tontos. Peluches mudos, libros de tela con una letra por página, móviles que le impedían dormir. La próxima vez que bajase-¡si tenía que haber una próxima vez!- se encarnaría directamente en Matusalén. Se saltaría la infancia y sus sinsabores. Mozart dice que eso no es posible. ¡Que hay que pasar por los baberos! Ese sí que sabe, Mozart, de las vidas anteriores: las acumulaba. Si no ¿cómo crees que hubiese escrito la Pequeña serenata nocturna con seis años y medio? ¿Eh? Porque tenía mucha vida detrás. ¡Vidas y vidas de compositores ignorados, a quienes vengué de un plumazo! De hecho, si lo pienso un poco, ésa también debería reescribirla, tiene algo de cantinela, ¿no? ¿Tú qué piensas, Albert?

Pero no tuvo tiempo de responder, le habían mandado a la Tierra, a una deslumbrante clínica del distrito dieciséis, en París, Francia. Allí Arriba había empujones para bajar a esa clínica. Cuatro estrellas. Personal cualificado. Atención puntillosa. Un baño caliente y caricias desde que llegas. Su vida había empezado bien. Felicidad, comodidad, culito caliente y dos gorditos amorosos inclinados sobre el monito azul. Sólo cuando apareció el Platillo Volante las cosas empezaron a torcerse. La primera vez que la vio, hizo un gesto reflejo: hizo el signo de defensa que se enseña Allí Arriba para defenderse del Maligno, los pulgares y los índices en un rombo tendido hacia el adversario, y los tobillos cruzados. Le había cerrado la entrada. Ella no había podido atacarle. Pero había fallado en proteger a su madre. Era ella la que se lo había tragado todo.

Ya era hora de coger la sartén por el mango.

Hora de neutralizar al Platillo Volante. De ella procedían todos sus problemas. Según el viejo refrán policial: ¿a quién aprovecha el crimen? Leído en un envoltorio de piruleta. No están mal los dichos de las piruletas. Te permitían ponerte al día cuando caías en la Tierra. Y además eran una de las pocas cosas que se podían leer, de bebé, aparte de los libros de tela con una vocal por página. ¡Menuda lectura! ¡Había que tragarse las cortinas para tener una frase entera!

Había estado reflexionando mientras mordisqueaba su piruleta, y había deducido que el Platillo Volante les había lanzado una maldición. Había hecho un pacto con las fuerzas del Mal y, en un abrir y cerrar de ojos, ¡Abracadabra te meto en un lío! Más tarde, un día en el que la Boba lo había dejado delante de la tele -se pasaba todo el tiempo delante de la tele, mirando espectáculos estúpidos que ablandan el cerebro-, había visto algo que le había recordado una cosa. Una bruja que lanzaba sortilegios arrugando la nariz. De hecho resulta extraño, porque ese programa había tenido mucho éxito. Todo el mundo lo veía, encantado, pero nadie creía en él. Llamaban a eso entretenimiento. ¡Pobres! Si supieran… El entretenimiento podía tener dos alas en la espalda o dos cuernos en la frente ¡y aquello sería harina de otro costal! Otra vez, viendo una película, sentado sobre su montón de caca que la Boba Hipócrita cambiaba cuando le venía en gana, llamada Ghost. Decían que había sido un blockbuster. Eso quería decir que había tenido un éxito tremendo. Y en lugar de escuchar las enseñanzas de la película, que explicaba exactamente cómo era lo de Allí Arriba, ¡no se habían quedado más que con la historia de amor! La bella Demi Moore que lloraba manipulando arcilla. Ese día había golpeado como un loco su Lego para hacer un llamamiento a la población y hacerles comprender qué era eso. ¡Exactamente eso! El Bien y el Mal. La Luz y la Oscuridad. Los demonios que se deslizan por doquier y la Luz que lucha contra el Diablo. ¡Nada! No habían visto nada. Ya podía volverse loco golpeando todo lo que encontraba. Se había mordido el puño hasta hacerse sangre con su único diente, y se habían enfadado con él. «Pues sí que es violento», decía Josiane abriendo los ojos como platos. ¡Violento no!, babeaba él eructando: ¡clarividente!

No llegó a ver el final de la película. Le habían acostado. Esa noche, en su cuna, se había puesto furioso. Había mordido los barrotes. Te dan las instrucciones, te lo dan todo mascado ¡y sigues ciego!

¡Ay, si pudiese hablar!

¡Si pudiese contaros! ¡Viviríais de otro modo! ¡Os ganaríais el paraíso en la tierra, en lugar de coceros al fuego lento en el Infierno, librándoos a vuestros apetitos más viles! El Platillo Volante va a acabar chamuscada, en cueros, desfigurada, si continúa jugando con el Diablo.

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