A veces, recordó Shirley, me pellizcaba el interior del muslo, lo cual me producía un morado, me gustaba ese dolor, me gustaba ese color y lo conservaba como un rastro suyo, una prueba de esos instantes en los que hubiese aceptado morir, porque sabía que lo que venía después no podría ser otra cosa que algo plano, nada de nada, respiración artificial. Pensaba en él mirando el cardenal, lo acariciaba, lo adoraba, no debería contarte esto, Jo…
– ¿Y qué haces para dejar de pensar? -preguntó Joséphine.
– Aprieto los dientes… Y he fundado una asociación para luchar contra la obesidad. Voy a los colegios y enseño a nutrirse a los niños. Estamos creando una sociedad de obesos.
– Ninguna de mis dos hijas tiene ese problema.
– A la fuerza… Les preparas unas comiditas buenísimas y equilibradas desde que son bebés. A propósito, tu hija y mi hijo no se separan ni un momento.
– ¿Hortense y Gary? ¿Quieres decir que están enamorados?
– No lo sé, pero se ven mucho.
– Ya les interrogaremos cuando vengan a París.
– También he visto a Philippe. El otro día, en la Tate. Estaba parado delante de un cuadro rojo y negro de Rothko.
– ¿Solo? -preguntó Joséphine, extrañada al sentir cómo se le aceleraba el corazón.
– Esto… No. Estaba con una rubia. Me la presentó como una experta en pintura que le ayuda a comprar obras de arte. Está haciendo una colección. Tiene mucho tiempo libre desde que se alejó del mundo de los negocios…
– ¿Y qué aspecto tiene la experta?
– No está mal.
– Si no fueras mi amiga, podrías incluso decir que ella…
– No está nada mal. Deberías venir a Londres, Jo. Philippe es seductor, rico, guapo y alegre. De momento vive solo con su hijo, pero es una presa perfecta para las lobas hambrientas.
– No puedo, ya lo sabes.
– ¿Iris?
Joséphine se mordió los labios sin responder.
– ¿Sabes?, el hombre de negro… Cuando nos encontrábamos en el hotel, cuando me esperaba en la habitación del sexto piso, tumbado en la cama… Yo era incapaz de esperar al ascensor. Subía las escaleras de cuatro en cuatro, daba un empujón a la puerta, me lanzaba sobre él.
– En cambio yo realizo mis desplazamientos más bien tipo tortuga.
Shirley suspiró ruidosamente.
– Quizás deberías cambiar, Jo.
– ¿Transformarme en amazona? ¡Me caería del caballo al primer trote!
– Te caerías una vez y después montarías con silla.
– ¿Crees que nunca he estado enamorada, realmente enamorada?
– Creo que todavía tienes muchas cosas que descubrir y tanto mejor para ti. ¡La vida aún tiene que sorprenderte!
Joséphine pensó, si pusiera tanto empeño en aprender a vivir como el que pongo en trabajar sobre mi tesis, sería quizás más extrovertida.
Echó un vistazo a la cocina. Se diría un laboratorio de lo limpia y blanca que estaba. Voy a ir al mercado a comprar ristras de ajos y de cebollas, pimientos verdes y rojos, manzanas amarillas, cestas, utensilios de madera, trapos, servilletas, voy a colgar fotos y calendarios, a inundar las paredes de vida. Hablar con Shirley la relajaba, le daba ganas de colgar lámparas por doquier. Shirley era más que su mejor amiga. Era aquella a quien se lo podía decir todo, sin provocar consecuencias ni dependencias.
– Ven pronto -suspiró al aparato antes de colgar-. Te necesito.
* * *
Al día siguiente, Joséphine se presentó en la comisaría del barrio. Tras una larga espera en un pasillo que olía a detergente con aroma de cereza, la metieron en un despacho estrecho, sin ventana, alumbrado por un aplique en el techo amarillento, que daba aspecto de acuario a la habitación.
Expuso los hechos a la oficial de policía. Era una mujer joven, el pelo castaño peinado hacia atrás, los labios finos, la nariz aguileña. Llevaba una camisa azul pálido, un uniforme azul marino, un pequeño arete dorado en la oreja izquierda. En una placa sobre su mesa estaba escrito su apellido: Gallois. Le preguntó su nombre completo, dirección. La razón de su presencia en la comisaría. La escuchó sin mover un solo músculo de la cara. Se extrañó de que Joséphine hubiera tardado tanto en declarar la agresión. Se diría que todo aquello le parecía sospechoso. Le propuso a Joséphine que fuera al médico. Joséphine lo rechazó. Le pidió una descripción del individuo, si había notado algún detalle que pudiese ayudar en la investigación. Joséphine mencionó las suelas nuevas y limpias, la voz nasal, la ausencia de sudoración. La agente de policía levantó una ceja, sorprendida por ese detalle, y después continuó mecanografiando la denuncia. Le pidió que precisara si alguien tenía alguna razón para tener algo contra ella, si había habido robo o violación. Hablaba con una voz mecánica, sin ninguna emoción. Enunciaba los hechos.
Joséphine tenía ganas de llorar.
¿Qué mundo es éste, en el que la violencia se ha convertido en algo tan banal, que ya no levantamos la cabeza del teclado para conmovernos, para compartir?, se preguntó al reencontrarse con los ruidos de la calle y la luz del día.
Permaneció inmóvil observando los coches que formaban una caravana larga e impaciente. Un camión bloqueaba la calle. El conductor se tomaba su tiempo para descargar el contenido, transportaba las cajas una por una, sin prisa, contemplando la calle embotellada con expresión satisfecha. Una mujer con un carmín rojo chillón sacó la cabeza por la ventanilla de su coche y estalló: «¿Qué coño pasa? ¡Joder! ¿Va a durar mucho tiempo esto?». Escupió el cigarrillo y apretó la bocina con las palmas de las dos manos.
Joséphine sonrió con tristeza y se fue, tapándose los oídos para
no oír el concierto de protestas.
* * *
Hortense dio una patada a la pila de ropa tirada en el suelo del salón del piso que compartía con su compañera, una francesa anémica y pálida que apagaba los cigarrillos aplastándolos al azar, multiplicando los agujeros por todos lados sin el menor cuidado. Vaqueros, tanga, medias, camiseta, jersey de cuello alto, chaqueta. Se había desnudado allí mismo y lo había dejado todo tirado.
Se llamaba Agathe, iba a clase en la misma escuela que Hortense, pero no mostraba el mismo entusiasmo ni para estudiar ni para ordenar el piso. Se levantaba si oía el despertador, y si no, seguía en la cama y asistía a la clase siguiente. La vajilla se amontonaba en la pila de la pequeña cocina, la ropa sucia cubría lo que, antaño, había debido de parecerse a un sofá, la tele estaba encendida permanentemente y los cadáveres de botellas vacías llenaban la mesa baja de cristal entre revistas recortadas, cortezas de pizzas resecas y viejas colillas de porros ennegrecidos que desbordaban los ceniceros.
– ¡Agathe! -gritó Hortense.
Y como Agathe seguía hundida bajo las sábanas, en su habitación, Hortense empezó una violenta sarta de reproches contra la dejadez de su compañera de piso, puntuándola con patadas en la puerta de su habitación.
– ¡Esto no puede seguir así! ¡Eres asquerosa! ¡Puedes tener tu habitación hecha una mierda, pero las zonas comunes no! Acabo de pasarme una hora limpiando el cuarto de baño, hay pelos por todos lados, todo está atascado, los tubos de dentífrico abiertos, un Tampax usado en el lavabo, pero ¿dónde has aprendido educación? ¡No estás viviendo sola! Te lo advierto, me voy a buscar otro piso. ¡Ya no puedo más!
Lo peor, pensó Hortense, es que no puedo marcharme. La fianza de dos meses de alquiler está a nombre de las dos y, además, ¿adónde iría? Eso lo sabe muy bien esa asquerosa, que no sirve más que para pasar hambre con tal de poder entrar en los vaqueros, y mover el culo delante de viejos que babean viendo cómo baila su trasero.
Читать дальше