Él le había hablado de Alexandre y ella había añadido: «Se siente inquieto, te necesita, necesita que pases tiempo con él. Estás ahí pero, al mismo tiempo, no estás… La gente se cree que lo importante es la calidad del tiempo que pasan con sus hijos, pero también es importante la cantidad, porque un niño no habla bajo pedido. A veces podemos pasar todo el día con él y es por la noche, en el coche, cuando vuelves a casa que, de golpe, se decide a revelar un secreto, una confidencia, una angustia. Piensas que has esperado todo este tiempo, todo este tiempo que creías perdido y que finalmente no lo era… -Se había sonrojado y había dicho-: «No sé si me explico». Se había marchado, un poco encogida, llevándose tres nuevos contratos para traducir. Parecía cansada. Iba a subirle la tarifa de las traducciones.
La había vuelto a llamar y le había preguntado: «¿No necesitas nada, Jo? ¿Estás segura de que te las vas a arreglar?». Ella había respondido: «Sí, sí». Se lo había pensado un instante y había añadido:
– Sabes, Iris sabe que trabajo para ti…
– ¿Cómo lo ha sabido?
– Por la abogada Vibert… Tomaron el té juntas. Está algo molesta porque no le hayas dicho nada, así que quizás deberías…
– Lo haré, prometido. No me gusta mezclar familia y trabajo… Tienes razón. Resulta idiota por mi parte. Sobre todo, porque no es un terrible secreto, ¿eh? ¡Los dos somos unos conspiradores de pena! No sabemos mentir bien…
Ella parecía terriblemente incómoda por ese último comentario.
– ¡No te sonrojes así, Jo! Hablaré con ella, te lo prometo. ¡Debo hacerlo si quiero empezar de cero!
Y se había echado a reír. Ella, le había mirado, incómoda, y había salido de su despacho andando hacia atrás.
Qué mujer tan extraña, se había dicho. Tan diferente de su hermana. Es para pensar que fue cambiada en la maternidad y que los Plissonnier se fueron con el bebé equivocado. No me extrañaría enterarme un día. Qué cara pondría Henriette si descubriese eso. Se le caería su eterno sombrero.
Caroline Vibert abrió la puerta de su despacho.
– Y bien, ¿has encontrado alguna estrategia para el caso que te pasé?
– No, no hago más que soñar despierto. No tengo ganas de trabajar. Creo que voy a invitar a mi hijo a comer, ¡hoy es miércoles!
Caroline Vibert le miró, con la boca abierta, y vio cómo llamaba al móvil de Alexandre, que gritó de alegría ante la idea de ir con su padre a comer a su restaurante preferido. Philippe Dupin puso el altavoz del teléfono para que la alegría de su hijo resonara en el despacho.
– Y después, hijo, te llevaré al cine y tú elegirás la película.
– No -gritó Alexandre-, vamos al parque y practicamos tiros a puerta.
– ¿Con este tiempo? ¡Nos vamos a llenar de barro!
– ¡Sí, papá, sí! Tiramos penaltis y, si los paro, tú me dices bravo.
– De acuerdo, tú decides.
– Yes! Yes!
La señora Vibert se llevó un dedo a la sien y lo hizo girar, haciendo entender a Philippe que estaba completamente loco.
– Los calcetines franceses tendrán que esperar… Me largo, tengo cita con mi hijo.
* * *
Primero escuchó el ruido de sus pasos en el portal. Las paredes alicatadas de loza amarillo pálido, el friso azul, el gran espejo para mirarse de arriba abajo, el buzón, todavía con la tarjeta de visita con sus nombres, señor y señora Cortès, Joséphine no la había cambiado. Después el olor en el ascensor. Un olor a cigarrillo, a vieja moqueta y a amoniaco. Finalmente escuchó el ruido de sus pasos en el pasillo de su planta. No tenía sus llaves. Levantó el índice para llamar. Creía recordar que el timbre no funcionaba cuando se fue. Quizás ella lo había arreglado. Sintió ganas de llamar para comprobarlo, pero Joséphine había abierto ya la puerta.
Allí estaban, frente a frente. Casi un año, parecían decir sus miradas que contemplaban el rostro de uno y otro. Hace apenas un año éramos la pareja perfecta. Casados, dos niñas. ¿Qué sucedió para que todo saltara en pedazos? Una y otra parte se hacían la misma pregunta discreta y extrañada. Y, sin embargo, cómo ha cambiado todo en un año, se decía Joséphine escrutando la piel reseca y arrugada bajo los ojos de Antoine, las venillas azuladas en el rostro, las arrugas que se marcaban en su frente. Ha empezado a beber, es eso, la piel hinchada, escarlata en algunas zonas… Y, sin embargo, nada ha cambiado, pensaba Antoine queriendo acariciar las mechas rubias que enmarcaban el rostro más firme, más delgado de Joséphine. Estás muy guapa, querida, le hubiese gustado murmurar. Tienes aspecto cansado, amigo mío, se contuvo ella.
De la cocina provenía un olor tenaz a cebolla frita.
– Estoy preparando un pollo encebollado para las niñas esta noche, les encanta.
– Precisamente, esta noche, me preguntaba si no podría llevarlas al restaurante, hace tanto tiempo que…
– Se pondrán muy contentas. No les he dicho nada, no sabía si…
Si estabas solo, si estabas libre para cenar, si la otra no venía contigo… Se calló.
– ¡Tienen que estar muy cambiadas! ¿Se encuentran bien?
– Al principio fue un poco duro…
– ¿Y en el colegio?
– ¿No has recibido sus notas? Te las envié…
– No. Debieron de perderse…
Sintió ganas de sentarse y callar. Mirarla cómo preparaba el pollo con cebolla. Joséphine producía siempre ese efecto sobre él, le calmaba. Tenía ese don, como algunos tienen el don de curar imponiendo las manos. Le hubiera gustado desconectar del giro amenazador que tomaba su vida. Tenía la impresión de que estaba deshaciéndose. Sentía cómo su ser flotaba y se repartía en mil identidades que no controlaba. En mil responsabilidades demasiado pesadas para él. Acababa de ver a Faugeron. Le había recibido durante apenas diez minutos y había respondido a tres llamadas telefónicas. «Debe excusarme, señor Cortès, pero es muy importante…». Porque yo, ¡yo no soy importante!, había estado a punto de gritar en un último intento de rebelarse. Se había aguantado. Había esperado a que Fageron colgase para retomar el hilo de su discusión. «¡Pero si su mujer se las arregla muy bien! No tengo ningún problema con sus cuentas; lo mejor sería que hablase usted de esto con ella… Porque, al fin y al cabo, es una cosa de familia y parecen ustedes una familia muy unida». Después había sido interrumpido por otra llamada telefónica, ¿me permite? A la segunda, no se excusó. A la tercera, había descolgado sin decir nada. Al final, se había levantado y estrechado la mano repitiendo: «No hay problema señor Cortès, mientras su mujer esté ahí…», Antoine se había marchado sin poder exponerle su problema con el señor Wei.
– ¿Todavía es invierno en París?
– Sí -dijo Joséphine-. Estamos en marzo, es normal.
Era la hora en la que caía la noche, las luces de la avenida se alumbraban, una luminosidad blanca e impalpable subía hacia el cielo negro. En frente, por la ventana de la cocina, se percibían las luces de París. Cuando se habían instalado allí, miraban hacia la gran ciudad y hacían proyectos. Cuando vivamos en París, iremos al cine, al restaurante… Cuando vivamos en París, tomaremos el metro o el autobús, dejaremos el coche en el garaje… Cuando vivamos en París, iremos a tomar café a los bares llenos de humo… París se había convertido en una tarjeta postal, en el receptáculo de todos sus sueños.
– Al final nunca nos fuimos a vivir a París -murmuró Antoine con una voz tan triste que Joséphine se apiadó de él.
– Estoy bien aquí. Siempre he estado bien aquí…
– ¿Has cambiado algo en la cocina?
– No.
– No sé… La encuentro distinta.
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