Cerró la puerta de entrada y su primera reacción fue sonreír. Tengo que escribir, se dijo, tengo que escribir esta escena y meterla en mi libro. No sé dónde exactamente, pero sé que acabo de vivir un hermoso momento, un momento en el que la emoción de un personaje hace progresar la acción. Es magnífico cuando la acción viene del interior, cuando no está añadida desde el exterior…
Fue a sentarse frente a su ordenador y se puso a escribir.
En ese instante, Mylène Corbier volvía a la habitación del hotel Ibis en Courbevoie. Antoine la había reservado a nombre de señor y señora Cortès. Lo que hubiera emocionado a Mylène un año atrás ahora la dejaba fría. Le costó introducir la llave en la puerta de la habitación por lo cargada que estaba. Había recorrido todas las tiendas: Monoprix, Sephora, Marionnaud, Carrefour, Leclerc… en busca de productos de maquillaje baratos. Una idea germinaba en su cabeza desde hacía algunas semanas: enseñar a las chinas del Croco Park a maquillarse y montar con ello un negocio. Comprar en Francia base de maquillaje, rímel, laca para uñas, sombra de ojos, colorete y lápices de labios y revenderlos allí reservándose un margen de beneficio. Se había dado cuenta de que, cada vez que se maquillaba, las chinas la seguían cuchicheando a su espalda y, después, la abordaban y preguntaban en mal inglés cómo conseguir rojo, verde, azul, rosa, ocre crema, beige rosado, «cacao para las pestañas». Señalaban con el dedo los ojos, los labios y la piel de Mylène, la cogían del brazo para respirar el olor de su crema corporal, le tocaban el pelo, lo peinaban, soltaban grititos de excitación. Mylène las observaba, delgadas y lamentables en sus pantalones cortos demasiado grandes, la piel mal cuidada, la tez apagada, turbia. También se había dado cuenta de que los productos donde estaba escrito en la caja París o Made in France las volvían locas. Estaban dispuestas a comprarlos y pagarlos bien. Eso le había dado una idea: abrir un gabinete de estética en el interior del Croco Park. Se dedicaría a hacer limpiezas de cutis y cuidados de belleza. Vendería productos traídos de París. Debería calcular cuidadosamente los precios para amortizar los gastos del viaje y obtener beneficios.
Ya no podía contar con Antoine. Cada día estaba más deshecho. Había empezado a beber. Era un alcohólico dulce y resignado. Pronto, si ella no lo evitaba, no les quedaría ni un céntimo. Esa noche iba a visitar a su mujer y a sus hijas. Podría ser un incentivo para él. Su mujer parecía simpática. Era una buena mujer. Trabajadora. No se quejaba nunca.
Mylène tiró los paquetes sobre la gran cama de la habitación, abrió un bolso de viaje vacío y comenzó a llenarlo. De hecho, prosiguió mientras atiborraba el bolso de productos, no sirve de nada lloriquear, eso no hace prosperar el chiringuito, sólo se lloriquea por uno mismo, por el tiempo pasado, y el tiempo pasado no se puede arreglar, entonces ¿de qué sirve? Contó una última vez los paquetes, anotó en una hoja la cantidad comprada de cada artículo y el precio que había pagado. ¡No he pensado en los perfumes! ¡Ni en el champú! ¡Ni en la laca! ¡Maldita sea!, se dijo. No importa, ya veré eso mañana o en un próximo viaje. Es mejor empezar poco a poco.
Se desnudó, sacó su camisón de la maleta, deshizo el paquete del jabón del baño y se duchó. Estaba deseando volver a Kenia para abrir su salón de belleza.
Se durmió pensando en el nombre del salón: Belleza de París, París Chic, Viva París, Paris Beauty sintió un leve ataque de angustia, Dios mío, ojalá que todo esto no se vaya al garete. He gastado todo lo que me quedaba en la cuenta, ¡no tengo nada! Palpó a ciegas en la oscuridad en busca de un trozo de madera que tocar y se durmió.
* * *
Joséphine cogió el calendario de la cocina y subrayó con un trazo de rotulador negro las dos semanas siguientes. Estábamos a 15 de abril, las niñas volvían el 30, tenía dos semanas para dedicarse a su libro. Dos semanas, es decir, catorce días, es decir, un mínimo de diez horas de trabajo diarias. Quizás doce si bebo mucho café. Volvía del Carrefour, donde había realizado un gran avituallamiento. Sólo había comprado comida enlatada, en bolsas o para untar. Pan de molde, botellas de agua, café soluble, barras de cereales, yogures, chocolate. Había que escribir páginas y páginas si quería terminar para julio.
Cuando Antoine le propuso encargarse de las niñas durante las vacaciones de Semana Santa, ella había dudado. Dejarlas marcharse con él a Kenia sin otra protección que Mylène no la dejaba tranquila. ¿Y si las niñas se acercan demasiado a los cocodrilos? Se lo había contado a Shirley, que había soltado: «Podría ir con ellas, me llevaría a Gary… Puedo ausentarme dos semanas, no hay clase en el conservatorio y no tengo grandes pedidos que entregar, además, ¡me encantan los viajes y la aventura! Pregunta a Antoine si le parece bien». Antoine había dicho que sí. El día anterior había llevado a las niñas, a Shirley y a Gary al aeropuerto de Roissy.
Imponerse horarios. No dejar pasar las horas. Comer entre dos capítulos. Beber mucho café. Extender sus libros y sus notas sobre la mesa de la cocina sin miedo a molestar. Y escribir, escribir…
Primero plantar el decorado.
¿Dónde sitúo mi historia? ¿Entre las brumas del norte o al sol?
¡Al sol!
Un pueblo en el sur de Francia, cerca de Montpellier. En el siglo XII. Francia cuenta con doce millones de habitantes e Inglaterra sólo con un millón ochocientos mil. Francia está dividida en dos: el reino de los Plantagenet, con Enrique II y Leonor de Aquitania a la cabeza, y el de Luis VII, el rey de Francia, padre del futuro Felipe Augusto. El arado de reja y vertedera ha reemplazado al arado de reja romano y las cosechas son más abundantes. Los molinos sustituyen a la molienda manual. Los hombres están mejor nutridos, la alimentación se diversifica y la mortalidad infantil desciende. El comercio se desarrolla en los mercados y en las ferias. El dinero circula y se convierte en algo codiciado. Los judíos, en los burgos, son tolerados pero despreciados. Como los cristianos no pueden prestar dinero con interés, hacen oficio de banqueros. En su mayor parte, usureros. Tiene interés en la miseria del pueblo y no se le quiere. Debe llevar la estrella amarilla.
En la alta sociedad, el único valor de la mujer es su virginidad, que lleva hasta el día de su boda. El futuro marido la considera como un vientre a fecundar. Varones. El no debe demostrar su amor. Como enseña la ley de la Iglesia: aquel que ama a su mujer con demasiado ardor será considerado culpable de adulterio. Por esa razón muchas mujeres sueñan con retirarse a un convento. Los conventos se multiplican en los siglos XI y XII.
«El acto de la procreación está permitido en el matrimonio, pero las voluptuosidades a la manera de las rameras están condenadas», decía el clérigo en sus sermones. ¡Qué importante el cura! El hace la ley. Incluso el rey le obedece. Una chica que, saliendo de su casa sin escolta, es violada, se convierte en una «ganga». Se la señala con el dedo y ya no puede casarse. Bandas de hombres, de soldados sin jefe, de caballeros sin castillo, sin amo, sin ejército, recorren las campiñas en busca de una jovencita a la que taladrar o de algún viejo al que desvalijar. Es un periodo de gran violencia social.
Florine ha comprendido todo eso. No quiere formar parte de esas mujeres a las que se conduce al matrimonio como al matadero. A pesar de que el amor Cortès empieza a extenderse en las baladas de los trovadores, no oye hablar de eso en su pueblo. Cuando se habla de matrimonio, se dice que el joven caballero quiere «gozar y establecerse, una mujer y una tierra». Ella rechaza ser un objeto, prefiere ofrecerse a Dios.
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